PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 7 de febrero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Habíamos llegado a las lecturas.
El diálogo entre Dios y su pueblo, desarrollado en la Liturgia de la Palabra de la misa, alcanza el culmen en la proclamación del Evangelio. Lo precede el canto del Aleluya —o, en cuaresma, otra aclamación— con la que «la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien hablará en el Evangelio»[1]. Como los misterios de Cristo iluminan toda la revelación bíblica, así, en la Liturgia de la Palabra, el Evangelio constituye la luz para comprender el sentido de los textos bíblicos que lo preceden, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento. De hecho, «de toda la Escritura, como de toda la celebración litúrgica, Cristo es el centro y la plenitud»[2]. Siempre en el centro está Jesucristo, siempre.
Por eso, la misma liturgia distingue el Evangelio de las otras lecturas y lo rodea de particular honor y veneración[3]. De hecho, su lectura está reservada al ministro ordenado, que termina besando el libro; se escucha de pie y se hace el signo de la cruz en la frente, sobre la boca y sobre el pecho; los cirios y el incienso honran a Cristo que, mediante la lectura evangélica, hace resonar su palabra eficaz. De estos signos la asamblea reconoce la presencia de Cristo que le dirige la «buena noticia» que convierte y transforma. Es un discurso directo el que sucede, como prueban las aclamaciones con las que se responde a la proclamación: «Gloria a ti, Señor Jesús» o «Te alabamos Señor». Nos levantamos para escuchar el Evangelio: es Cristo quien nos habla, allí. Y por esto nosotros estamos atentos, porque es un coloquio directo. Es el Señor que nos habla.
Por tanto, en la misa no leemos el Evangelio para saber cómo fueron las cosas, sino que escuchamos el Evangelio para tomar conciencia de lo que Jesús hizo y dijo una vez; y esa Palabra está viva, la Palabra de Jesús que está en el Evangelio está viva y llega a mi corazón. Por esto, escuchar el Evangelio es tan importante, con el corazón abierto, porque es Palabra viva. Escribe san Agustín que «la boca de Cristo es el Evangelio. Él reina en el cielo, pero no cesa de hablar en la tierra»[4]. Si es verdad que en la liturgia «Cristo anuncia todavía el Evangelio»[5], como consecuencia, participando en la misa, debemos darle una respuesta. Nosotros escuchamos el Evangelio y debemos dar una respuesta en nuestra vida.
Para hacer llegar su mensaje, Cristo se sirve también de la palabra del sacerdote que, después del Evangelio, da la homilía[6]. Recomendada vivamente por el Concilio Vaticano II como parte de la misma liturgia[7], la homilía no es un discurso de circunstancia —ni una catequesis como esta que estoy haciendo ahora—, ni una conferencia, ni una clase, la homilía es otra cosa. ¿Qué es la homilía? Es «retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo»[8], para que encuentre realización en la vida. ¡La auténtica exégesis del Evangelio es nuestra vida santa! La palabra del Señor termina su recorrido haciéndose carne en nosotros, traduciéndose en obras, como sucedió en María y en los santos. Recordad lo que dije la última vez, la Palabra del Señor entra por las orejas, llega al corazón y va a las manos, a las buenas obras. Y también la homilía sigue la Palabra del Señor y hace también este recorrido para ayudarnos para que la Palabra del Señor llegue a las manos, pasando por el corazón.
Ya traté este argumento de la homilía en la exhortación Evangelii gaudium, donde recordaba que el contexto litúrgico «exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida»[9].
Quien da la homilía debe cumplir bien su ministerio —aquel que predica, el sacerdote o el diácono o el obispo—, ofreciendo un servicio real a todos aquellos que participan en la misa, pero también cuantos la escuchan deben hacer su parte. Sobre todo prestando la debida atención, asumiendo las justas disposiciones interiores, sin pretextos subjetivos, sabiendo que todo predicador tiene méritos y límites. Si a veces hay motivos para aburrirse por la homilía larga o no centrada o incomprensible, otras veces sin embargo el obstáculo es el prejuicio. Y quien hace la homilía debe ser consciente de que no está haciendo algo propio, está predicando, dando voz a Jesús, está predicando la Palabra de Jesús. Y la homilía debe estar bien preparada, debe ser breve, ¡breve! Me decía un sacerdote que una vez había ido a otra ciudad donde vivían los padres y el padre le dijo: «¡Sabes, estoy contento, porque con mis amigos hemos encontrado una iglesia donde se hace la misa sin homilía!». Y cuántas veces vemos que en la homilía algunos se duermen, otros hablan o salen fuera a fumar un cigarrillo... Por esto, por favor, que sea breve, la homilía, pero que esté bien preparada. ¿Y cómo se prepara una homilía, queridos sacerdotes, diáconos, obispos? ¿Cómo se prepara? Con la oración, con el estudio de la Palabra de Dios y haciendo una síntesis clara y breve, no debe durar más de 10 minutos, por favor. Concluyendo podemos decir que en la Liturgia de la Palabra, a través del Evangelio y la homilía, Dios dialoga con su pueblo, el cual lo escucha con atención y veneración y, al mismo tiempo, lo reconoce presente y operante. Si, por tanto, nos ponemos a la escucha de la «buena noticia», seremos convertidos y transformados por ella, por tanto capaces de cambiarnos a nosotros mismos y al mundo. ¿Por qué? Porque la Buena Noticia, la Palabra de Dios entra por las orejas, va al corazón y llega a las manos para hacer buenas obras.
Saludos:
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en modo particular a los grupos provenientes de España y América Latina. Contemplando a la Virgen María, esforcémonos como Ella para escuchar la Palabra del Señor con un corazón dócil y sencillo, y así poder hacerla carne en nosotros traduciéndola en obras de amor y de santidad. Que el Señor los bendiga. Muchas gracias.
LLAMAMIENTOS
Jornada mundial de oración y reflexión contra la trata
Mañana, 8 de febrero, memoria litúrgica de santa Giuseppina Bakhita, se celebra la Jornada mundial de oración y reflexión contra la trata. El tema de este año es «Migración sin trata. ¡Sí a la libertad! ¡No a la trata!». Teniendo pocas posibilidades de canales regulares, muchos migrantes deciden aventurarse por otras vías, donde a menudo les esperan abusos de todo tipo, explotación y reducción a esclavitud. Las organizaciones criminales, dedicas a la trata de personas, usan estas rutas migratorias para esconder las propias víctimas entre los migrantes y los refugiados. Invito por tanto a todos, ciudadanos e instituciones, a unir fuerzas para prevenir la trata y garantizar protección y asistencia a las víctimas. Recemos, todos, para que el Señor convierta el corazón de los traficantes —es fea esta palabra, traficantes de personas— y dé esperanza de adquirir de nuevo la libertad a los que sufren por esta plaga vergonzosa.
XXIII Juegos Olímpicos Invernales de Pyeongchang
Pasado mañana, viernes 9 de febrero, se abrirán los XXIII Juegos Olímpicos Invernales en la ciudad de Pyeongchang, en Corea del Sur, con la participación de 92 países. La tradicional tregua olímpica este año adquiere especial importancia: delegaciones de las dos Coreas desfilarán juntas bajo una única bandera y competirán como un único equipo. Este hecho da esperanzas de un mundo en el que los conflictos se resuelvan pacíficamente con el diálogo y en el respeto recíproco, como también el deporte enseña a hacer. Dirijo mi saludo al Comité Olímpico Internacional, a los atletas y a las atletas que participan en los Juegos de Pyeongchang, a las autoridades y al pueblo de la península de Corea. Todos acompañan con la oración, mientras renuevo el compromiso de la Santa Sede para sostener toda iniciativa útil a favor de la paz y del encuentro entre los pueblos. ¡Que estas Olimpiadas sean una gran fiesta de la amistad y del deporte! ¡Que Dios os bendiga y os proteja!
[1] Instrucción general del misal romano, 62.
[2] Introducción al leccionario, 5.
[3] Cf. Instrucción general del misal romano, 60 e 134.
[4] Sermón 85, 1: PL 38, 520; cf. Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XXX, I: PL 35, 1632; CCL 36, 289.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, 33.
[6] Cf. Instrucción general del misal romano, 65-66; Introducción al leccionario, 24-27.
[7] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, 52.
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 137.
[9] Ibid., 138.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana