PRIMERAS VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS
Y TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Jueves, 31 de diciembre de 2020
[Homilía del Santo Padre leída por Su Eminencia el Cardenal Giovanni Battista Re]
Doy lectura al texto que el Santo Padre, el Papa Francisco, había preparado para esta ocasión.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Esta celebración vespertina tiene siempre un doble aspecto: con la liturgia entramos en la fiesta solemne de María Santísima Madre de Dios; y al mismo tiempo concluimos el año natural con el gran himno de alabanza.
Del primer aspecto se hablará en la homilía de mañana. Esta noche damos espacio a la acción de gracias por el año que está llegando a su fin.
«Te Deum laudamus», «Te alabamos, Dios, te proclamamos Señor...». Podría parecer forzado dar gracias a Dios al final de un año como este, marcado por la pandemia. Nuestros pensamientos van a las familias que han perdido uno o más miembros; pensamos en los que han caído enfermos, los que han sufrido soledad, los que han perdido su trabajo...
A veces alguien pregunta: ¿qué sentido tiene un drama como éste? No debemos tener prisa por responder a este interrogante. Ni siquiera Dios responde a nuestros más angustiosos “porqués” recurriendo a “razones superiores”. La respuesta de Dios sigue el camino de la encarnación, como pronto cantará la antífona del Magníficat: «Por el gran amor con que nos amó, Dios envió a su Hijo en carne de pecado».
Un Dios que sacrificase a los seres humanos por un gran diseño, aunque fuera el mejor posible, no es ciertamente el Dios que nos reveló Jesucristo. Dios es Padre, «Padre eterno», y si su Hijo se hizo hombre, es por la inmensa compasión del corazón del Padre. Dios es Padre y es pastor, y ¿qué pastor daría por perdida una sola oveja, pensando que mientras tanto le quedan muchas? No, este dios cínico y despiadado no existe. Este no es el Dios que «alabamos» y «proclamamos Señor».
Cuando el buen samaritano se encontró con aquel pobre hombre medio muerto en el borde del camino no le soltó un discurso para explicarle el significado de lo que le había pasado, quizás para convencerle de que, en el fondo, era bueno para él. El samaritano, movido por la compasión, se inclinó sobre el desconocido, tratándolo como a un hermano, y lo cuidó, haciendo todo lo que podía (cf. Lc 10,25-37).
Aquí, sí, tal vez podamos encontrar un “sentido” a este drama que es la pandemia, como a otros flagelos que azotan a la humanidad: el de despertar en nosotros la compasión y suscitar actitudes y gestos de cercanía, de cuidado, de solidaridad, de afecto.
Es lo que también, en estos meses ha sucedido y sucede en Roma; y por esto sobre todo, esta tarde, damos gracias a Dios. Damos gracias a Dios por las cosas buenas que han sucedido en nuestra ciudad durante el confinamiento y, en general, durante el período de la pandemia, que desgraciadamente aún no ha terminado. Hay muchas personas que, sin proclamarlo, han tratado de hacer más soportable el peso de la prueba. Con su compromiso diario, animadas por el amor al prójimo, han hecho realidad las palabras del himno Te Deum: «Cada día te bendecimos, alabamos tu nombre para siempre». Porque la bendición y la alabanza que Dios más aprecia es el amor fraternal.
Los trabajadores de la salud —médicos, enfermeras, voluntarios— se hallan en primera línea, y por eso están de una manera particular en nuestras oraciones y merecen nuestra gratitud; así como también tantos sacerdotes, religiosas y religiosos, que han trabajado con generosidad y dedicación. Pero esta noche nuestro agradecimiento se extiende a todos aquellos que se esfuerzan cada día por sacar adelante lo mejor posible a sus familias y a aquellos que se comprometen en servir al bien común. Pensamos en los directores y profesores de las escuelas, que desempeñan un papel esencial en la vida de la sociedad y que se enfrentan a una situación muy compleja. Pensamos también con gratitud en los administradores públicos que saben cómo valorizar todos los buenos recursos presentes en la ciudad y en el territorio, que se desvinculan de los intereses privados y también de los de su partido. ¿Por qué? Porque buscan verdaderamente el bien de todos, el bien común, el bien, empezando por los más desfavorecidos.
Todo esto no puede suceder sin la gracia, sin la misericordia de Dios. Nosotros —lo sabemos bien por experiencia— en los momentos difíciles tendemos a defendernos —es natural—, a protegernos a nosotros mismos y a nuestros seres queridos, a salvaguardar nuestros intereses... ¿Cómo es posible entonces que tanta gente, sin otra recompensa que la de hacer el bien, encuentre la fuerza para preocuparse por los demás? ¿Qué los impulsa a renunciar a algo de sí mismos, de su comodidad, de su tiempo, de lo que tienen para dárselo a otros? En el fondo, aunque no lo piensen, están impulsados por la fuerza de Dios, que es más poderosa que nuestro egoísmo. Por eso, esta tarde le alabamos, porque creemos y sabemos que todo el bien que día a día se cumple en la tierra viene, al final, de Él, viene de Dios. Y mirando al futuro que nos espera, imploramos de nuevo: «Que tu misericordia esté siempre con nosotros, en ti hemos esperado». En ti está nuestra confianza y nuestra esperanza.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 31 de diciembre de 2020.
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