VISITA PASTORAL DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A TURÍN
ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS Y DISCAPACITADOS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Iglesia del Cottolengo
Domingo 21 de junio de 2015
Queridos hermanos y hermanas:
No podía venir a Turín sin detenerme en esta casa: la Pequeña Casa de la Divina Providencia, fundada hace casi dos siglos por san José Benito Cottolengo. Inspirado por el amor misericordioso de Dios Padre y confiando totalmente en su Providencia, acogió a los pobres, a los abandonados y enfermos que no podían ser alojados en los hospitales de aquella época.
La exclusión de los pobres y la dificultad de los indigentes a la hora de recibir la atención y los cuidados necesarios es una situación que lamentablemente todavía existe. Ha habido grandes avances en la medicina y la asistencia social, pero se ha extendido también una cultura del descarte, como resultado de una crisis antropológica que ya no pone a la persona en el centro, sino al consumo y a los intereses económicos (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 52-53).
Entre las víctimas de esta cultura del descarte quisiera ahora recordar, en particular, a los ancianos... a muchos de los cuales acogéis en esta casa; los ancianos que son la memoria y la sabiduría de los pueblos. Su longevidad no siempre se considera un don de Dios, sino a veces, un peso difícil de soportar, especialmente cuando la salud está muy comprometida. Esta mentalidad no hace bien a la sociedad, y nuestra tarea es desarrollar los «anticuerpos» contra esta forma de considerar a los ancianos o a las personas con discapacidad, casi como si fueran vidas que no merecen la pena vivirse. Esto es pecado, un pecado social grave. ¡Con qué ternura, en cambio, el Cottolengo amó a estas personas! Aquí podemos aprender una mirada diferente sobre la vida y la persona humana.
Cottolengo meditó mucho el pasaje evangélico del juicio final de Jesús, en el capítulo 25 de san Mateo. Y no permaneció sordo a la llamada de Jesús que pide que le den de comer, de beber, que lo vistan y lo visiten. Impulsado por la caridad de Cristo dio inicio a una obra de caridad en la que la Palabra de Dios demostró toda su fecundidad (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 233). De él podemos aprender lo concreto del amor evangélico, para que muchas personas pobres y enfermas puedan encontrar un «casa», vivir como en una familia, sentirse parte de una comunidad y no excluidos y soportados.
Queridos hermanos enfermos: Sois miembros preciosos de la Iglesia, sois la carne de Cristo crucificado que tenemos el honor de tocar y servir con amor. Con la gracia de Jesús podéis ser testigos y apóstoles de la divina misericordia que salva al mundo.
Mirando a Cristo crucificado, lleno de amor por nosotros, y también con la ayuda de los que os cuidan, encontráis la fuerza y el consuelo para llevar cada día vuestra cruz
La razón de ser de esta Pequeña Casa no es el asistencialismo, o la filantropía, sino el Evangelio: el Evangelio del amor de Cristo es la fuerza que le dio origen y la que le hace ir hacia adelante: el amor de predilección de Jesús por los más frágiles y los más débiles. Esto está en el centro. Y por eso una obra como ésta no sale adelante sin la oración, que es la primera y más importante tarea de la Pequeña Casa, como le gustaba repetir a vuestro fundador (cf. Dichos y pensamientos, n. 24), y como demuestran los seis monasterios de las Hermanas de vida contemplativa que están vinculados a la misma obra.
Quiero agradecer a las religiosas, los hermanos consagrados y los sacerdotes presentes aquí en Turín y en vuestras casas en todo el mundo. Junto con muchos trabajadores laicos, voluntarios y los «Amigos de Cottolengo», estáis llamados a continuar, con fidelidad creativa, la misión de este gran santo de la caridad. Su carisma es fecundo, como demuestran también los beatos don Francisco Paleari y fray Luis Bordino, así como la sierva de Dios sor María Carola Cecchin, misionera.
Que el Espíritu Santo os dé siempre la fuerza y la valentía de seguir su ejemplo y dar testimonio gozoso de la caridad de Cristo que impulsa a servir a los más débiles, contribuyendo así al crecimiento del reino de Dios y de un mundo más hospitalario y fraternal.
Os bendigo a todos. Que la Virgen os proteja. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
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