DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO ORGANIZADO POR LA
PONTIFICIA ACADEMIA DE LAS CIENCIAS SOCIALES
Sala Clementina
Viernes, 20 de octubre de 2017
Ilustres Señoras y Señores:
Saludo cordialmente a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales y a las personalidades que participan en estas jornadas de estudio, así como a las instituciones que apoyan la iniciativa. Una iniciativa que atrae la atención sobre un tema de gran actualidad como es el de elaborar nuevos modelos de cooperación entre el mercado, el Estado y la sociedad civil, en relación con los desafíos de nuestro tiempo. En esta ocasión, quisiera detenerme brevemente en dos causas específicas que alimentan la exclusión y las periferias existenciales.
La primera es el aumento endémico y sistémico de las desigualdades y de la explotación del planeta, que es mayor con respecto al aumento de la renta y de la riqueza. Y, sin embargo, la desigualdad y la explotación no son una fatalidad ni tampoco una constante histórica. No son una fatalidad porque dependen, además de las diferentes conductas individuales, también de las reglas económicas que una sociedad decide darse. Basta pensar en la producción de energía, en el mercado laboral, en el sistema bancario, en el welfare, en el sistema fiscal y en el sector escolar. Según cómo se proyecten estos sectores habrá consecuencias diversas en el reparto de los ingresos y de la riqueza entre quienes han contribuido a su producción. Si prevalece como fin el beneficio, la democracia tiende a convertirse en una plutocracia en la que crecen las desigualdades y la explotación del planeta. Repito: no es necesario que sea así; ha habido períodos en que, en algunos países, las desigualdades han disminuido y el medio ambiente se ha protegido mejor. La otra causa de exclusión es el trabajo no digno de la persona humana. Ayer, en la época de la Rerum novarum (1891), se reclamaba el «justo salario del obrero». Hoy en día, además de esta sacrosanta exigencia, nos preguntamos también porque todavía no se ha logrado poner en práctica lo que está escrito en la Constitución Gaudium et Spes: «El conjunto del proceso de la producción debe, pues, ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de vida de cada uno en particular», (N. 67) y —podemos agregar con la Encíclica Laudato si’— respetando la creación, nuestra casa común.
La creación de nuevo empleo necesita, sobre todo en esta época, personas abiertas y emprendedoras, relaciones fraternales, investigación e inversión en el desarrollo de energía limpia para resolver los desafíos del cambio climático. Hoy es concretamente posible. Es necesario desprenderse de las presiones de los lobbies públicos y privados que defienden intereses sectoriales; y también es necesario superar las formas de pereza espiritual. La acción política debe ponerse al servicio de la persona humana, del bien común y del respeto por la naturaleza. El desafío al que responder es, pues, el de trabajar con valentía para ir más allá del modelo de orden social vigente, transformándolo desde dentro. Debemos pedir al mercado no solo que sea eficiente en la producción de riqueza y que asegure un crecimiento sostenible, sino que también esté al servicio del desarrollo humano integral. No podemos sacrificar en el altar de la eficiencia, —el «becerro de oro» de nuestros tiempos— valores fundamentales como la democracia, la justicia, la libertad, la familia, la creación. En esencia, debemos apuntar a «civilizar el mercado» en la perspectiva de una ética amiga del hombre y de su entorno. Análogo es el replanteamiento de la figura y el papel del Estado-nación en un nuevo contexto como el de la globalización, que ha modificado profundamente el orden internacional anterior. El Estado no puede concebirse como el titular único y exclusivo del bien común sin permitir que los cuerpos intermedios de la sociedad civil expresen libremente su potencial completo. Sería una violación del principio de subsidiariedad que, combinado con la solidaridad, es una piedra angular de la doctrina social de la Iglesia. El desafío aquí es cómo aunar los derechos individuales con el bien común. En este sentido, el papel específico de la sociedad civil es comparable al que Charles Péguy daba a la virtud de la esperanza: como una hermana pequeña está en medio de las otras dos virtudes —la fe y la caridad— sujetándolas de la mano y tirando de ellas hacia delante. Me parece que esta sea la posición de la sociedad civil: «tirar» hacia delante del Estado y del mercado para que puedan repensar su razón de ser y su forma de actuar.
Queridos amigos, gracias por la atención que habéis prestado a estas reflexiones. Invoco la bendición del Señor sobre vosotros, vuestros seres queridos y vuestro trabajo.
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