ENCUENTRO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON LA DIÓCESIS DE ROMA
Basílica de San Juan de Letrán
Lunes, 14 de mayo de 2018
Discurso del Santo Padre durante el Congreso pastoral de la Diócesis de Roma
Papa Francisco:
Gracias por vuestro trabajo ¡Es la primera vez que siento el resultado de un “análisis” diocesano! Gracias, habéis trabajado bien. Gracias.
I.
Mons. De Donatis:
Hay algunas preguntas. La primera es ésta:
Querido Papa Francisco, has escuchado de Don Paolo un resumen del trabajo que nuestras comunidades han efectuado este año sobre las enfermedades espirituales que nos afligen. No siempre ha sido fácil reconocer la raíz profunda, es decir espiritual: vemos bien los bloqueos que nos impiden decidir y dedicarnos, con más pasión y más soltura a la evangelización. Ha sido como tener que reconocer que, a pesar de nuestros esfuerzos, aunque generosos, algo “estaba enfermo desde la raíz”, socavando el organismo eclesial y volviéndolo, de alguna forma, estéril. Como puede imaginar, la tentación de la frustración, de la amargura, puede abrirse camino, y con ella una sensación de impotencia. Sería como entrar en un mecanismo que nos haría dar vueltas en círculo nuevamente, y no queremos hacerlo. Nos gustaría comenzar de nuevo y hacerlo bien, haciendo que estas enfermedades desencadenen un proceso de curación... ¿Cómo se hace? ¿Hay alguna terapia básica que pueda recetar para todas nuestras enfermedades? ¿Cómo quiere curarlas el Señor? ¿Y cómo quiere hacernos crecer a través de la experiencia de haber pasado por ellas?
Papa Francisco:
Algunas palabras me han llamado la atención: por ejemplo, “raíz”. Hablando de pecados, de defectos, de enfermedades, siempre tenemos que llegar a la raíz. Porque de lo contrario las enfermedades permanecen y vuelven. Después, esa actitud de frustración, de amargura cuando ―es una experiencia cotidiana― me confieso, digo las mismas cosas de siempre. Si tú, cuando vas a confesarte, te das cuenta de que siempre hay un estribillo, detente y pregúntate qué sucede. Porque de lo contrario hay una amargura que no cambia... No. Ahí necesitas ayuda. Amargura, frustración es cuando sientes que no puedes cambiar, que no puedes sanar. Detente, piensa.
La impotencia. El Señor quiere que crezcamos con la experiencia de la curación: no por casualidad en los Evangelios, el Señor, sin ser un curandero o un mago, curaba, curaba, curaba… Es un signo de redención, un signo de lo que vino a hacer: a curar nuestras raíces. Él nos curó por completo: la gracia cura en profundidad. No anestesia, cura. Y esta experiencia de curación que vimos en el Señor ―en su vida curaba profundamente y con diálogo espiritual― debemos hacerlo nosotros como Iglesia diocesana.
Pero, ¿cómo se hace? Cada uno debe encontrar el camino. ¿Cómo se hace? No puedes hacerla solo, nadie puede curarse solo. Nadie. Necesito alguno que me ayude. El primero es el Señor. Identificada la enfermedad, identificado el pecado, identificado el defecto, identificada la raíz ―esa raíz amarga de la que habla la Carta a los Hebreos―, identificada esa raíz amarga, lo primero es hablar con el Señor: “Ves lo que tengo, no puedo dejar de hacerlo, siempre caigo en lo mismo...”. Y luego, buscar alguien que me ayude, ir al “ambulatorio”, es decir, ir donde alguna alma buena que tenga este carisma de ayuda. Y no tiene que ser necesariamente un sacerdote: el carisma del acompañamiento espiritual es un carisma laico que nos da el bautismo, ―también los sacerdotes lo tienen, porque están bautizados, ¡gracias a Dios!―; puede ser la comunidad, puede ser una persona anciana, una persona joven, el cónyuge... En resumen, hacer que otra persona te ayude y hablar: “Ves esto...”.
Hablar con Jesús, hablar con otro, hablar con la Iglesia. Y creo que este es el primer paso. Luego, te ayudará leer algo sobre este tema. Hay cosas hermosas, también hay métodos para resolver algunas de estas enfermedades. Hace dos años, regalé a los cardenales, para felicitarles la Navidad, un texto muy bueno que escribió el padre Acquaviva: Recursos para curar las enfermedades del alma. Fue publicado por Mons. Libanori y el padre Forlai... Esto también ayuda, para ver cómo son las enfermedades: “¡Ah, yo tengo esta!”. Y cómo curarlas; o lee algo que te aconsejen que leas. Pero mira siempre hacia adelante. Puedo hacer todo esto: rezar, hablar con otro, leer... Pero el único que puede curar es el Señor. El único.
II.
Mons. De Donatis:
La segunda pregunta. Nos damos cuenta de que la enfermedad del individualismo también ha producido en nuestro cuerpo eclesial una determinada fragmentación, formada por otros tantos aislamientos. La multiplicidad y diversidad de las experiencias de fe y comunidad de las que venimos, incluso si son en sí mismas muy válidas (¡nos han generado, nos han permitido estar aquí esta noche!), se han vivido de manera aislada, auto-referencial, es decir no muy bien armonizadas en la Iglesia única, que es esta Iglesia diocesana. Como en Roma existe el centro internacional de “todo” (movimientos, asociaciones, caminos, institutos religiosos, centros universitarios, etc.), sucede que todos toman lo que más les gusta o lo que les resulta más útil para su camino espiritual y su fe, aislándose o distanciándose de todo lo demás. Con la misma lógica del supermercado, que produce un consumidor fiel: solo que aquí el producto ofrecido es “el bienestar espiritual”, desenganchado de la comunión con los demás. Así se pierde nuestra pertenencia al Pueblo de Dios, no se entiende por qué la Iglesia es necesaria, porqué los demás son necesarios para nosotros: en particular esta Iglesia que es la diócesis. ¿Cómo recuperar esta comunión con la diócesis? ¿Cómo redescubrir el gusto de ser el pueblo santo de Dios? ¿Cómo podemos ir más allá de la pertenencia exclusiva y tranquilizadora a nuestro grupo?
Papa Francisco:
Esta es una pregunta muy importante aquí en Roma, donde hay tantos caminos... En Roma encuentras todo: aquí se aprende la “todología”. Aquí puedes hacer todo y en abundancia. Esto hace daño al estómago y no te deja digerir lo que necesitas.
Este individualismo que causa la fragmentación, la conciencia aislada, autorreferencial, es siempre un “mirarse el ombligo”. Esas personas que se miran a sí mismas y buscan ―es un gran peligro― el menú personal: no lo que necesito, no lo que el médico me dice, no, sino lo que me gusta. O los que buscan novedades. Aquellos que buscan las novedades, ansiedad de novedad. Hablo de buenos cristianos, que quieren trabajar, pero oyen que esto, que eso... la novedad... Los que buscan la novedad necesitan una voz realista que diga: ”Pero mira, detente. Detente, y vete a lo esencial. Busca lo que puede curarte, no la novedad, una detrás de otra”.
Debemos buscar lo que nos hace Iglesia, el alimento que nos hace crecer como Iglesia. Y el peligro en este caso es uno de los dos que mencioné en la Exhortación sobre la santidad: el gnosticismo, que te hace buscar cosas pero sin encarnación, sin entrar en tu vida encarnada. Y entonces te vuelves más individualista, más aislado, con tu gnosticismo. Y la diócesis, cuando hay gente así, o cuando la mayoría es así, o un grupo numeroso que tiene influencia es así, cae en esa descripción de una Iglesia gnóstica: “Un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo”. Y cuando hay una Iglesia sin pueblo, hay estas ceremonias litúrgicas quizás muy exquisitas pero sin fuerza: no hay pueblo de Dios. Un obispo me decía hace un mes, más o menos, hablando del pueblo de Dios, que la piedad del pueblo de Dios, encarnada de esta manera, es el “sistema inmunitario” de la Iglesia. Hablando de enfermedades, el sistema inmunitario es esa piedad popular que siempre se actúa en comunidad. Es verdad, como dice el Beato Pablo VI en el número 48 de Evangelii nuntiandi, que tiene sus defectos, pero tiene muchas virtudes. Los defectos se deben curar, pero las virtudes deben crecer. Valorizar siempre al santo pueblo de Dios, que en su totalidad es infalible in credendo (cf. Lumen Gentium, 12). No os olvidéis de esto, de este sistema inmunitario. ”
“¿Cómo podemos ir más allá de la pertenencia exclusiva y tranquilizadora a nuestro grupo?”. Siempre debemos examinar este aspecto: “¿Estoy con el pueblo de Dios? Mejorando, por supuesto, pero ¿quiero siempre un pueblo con la Iglesia, una Iglesia con Jesucristo encarnado, un Jesucristo con Dios? ”. Es decir la ruta inversa. Es la única manera: la comunidad nos cura, la espiritualidad comunitaria nos cura.
III.
Mons. De Donatis:
La tercera pregunta. Entre nosotros se difunde un cierto cansancio, una disminución de la tensión y la pasión que nos atañe a todos: sacerdotes, religiosos, laicos. La vida de una parroquia post-conciliar en Roma (generalmente una parroquia grande, en una gran ciudad) es muy exigente. Parece que el tiempo nunca es suficiente para hacer todo lo que hay que hacer, para alcanzar todos los objetivos, que nunca hay suficiente tiempo. La vida ordinaria de las parroquias “se come” todo nuestro tiempo, por lo que no queda mucho para cultivar una vida espiritual, para pensar, para planificar, para realizar cosas nuevas. No te ocultamos, Papa Francisco, que a veces, cuando se lanza una nueva iniciativa en la diócesis, es recibida más bien con recelo, o incluso irritación, que con entusiasmo. Sentimos la necesidad de que tú nos ayudes a identificar algunas perspectivas del camino en el cual concentrar nuestros esfuerzos en los próximos años en Roma. No muchas: dos o tres. Nuestra magna charta es Evangelii gaudium, por supuesto, pero sentimos el deseo de que nos ayudes a traducirlo en “romanesco”. Con un horizonte y una dirección más claros y compartidos, el tiempo adquiere un ritmo diferente, menos laborioso, nos hace vivir y participar plenamente en lo que vivimos.
Papa Francisco:
Es verdad: a veces puede suceder que el trabajo apostólico de una parroquia se conciba como una suma de iniciativas, de obras... Y es difícil llevar a cabo algo así. Esto y esto y esto...: sumar sin armonizar. La pregunta, en esta novena del Espíritu Santo, es sobre la armonía: ¿Cómo va la armonía de la parroquia? ¿Cómo va la armonía diocesana? ¿Cómo va la armonía familiar? El Espíritu Santo es armonía ―dice San Basilio en su tratado sobre el Espíritu Santo―. ¡El Espíritu es el que crea revuelo y el que crea armonía! Porque para hacer revuelo es un campeón, basta con leer el Libro de los Hechos de los Apóstoles. Todo el revuelo que hizo al comienzo de la Iglesia Apostólica... Pero también crea armonía. Y en nuestra vida es lo mismo: en la vida parroquial hace revuelo que siempre va junto con la armonía, cuando es Él quien lo hace. Y cuando el revuelo, es decir, la cantidad de cosas que se hacen, son del Espíritu, se vuelve armonioso, siempre, y esto no cansa, esto no agota. El discernimiento va en esa dirección: la armonía del Espíritu. La armonía del Espíritu es algo que siempre debemos buscar, pero siempre con esa variedad. Él es capaz de unir muchas cosas diferentes, que Él mismo ha creado. Este es precisamente el punto para resolver esta dificultad: ¿Cómo crea el Espíritu Santo la armonía en mí, en mi diócesis? Interrogarse sobre la armonía. Que no es lo mismo que “orden”, no. El orden puede ser estático; la armonía es algo dinámico, la del Espíritu: siempre está en camino.
“¿Pero qué puedo hacer?”. Diré tres puntos concretos que pueden ayudar a encontrar esta armonía. Primero, la Persona del Señor, Cristo, el Evangelio en la mano. Debemos acostumbrarnos a leer un pasaje del Evangelio todos los días: todos los días un pasaje del Evangelio, para conocer mejor a Cristo. En segundo lugar, la oración: si lees el Evangelio, inmediatamente sientes el deseo de decirle algo al Señor, de rezar, de dialogar con Él, breve... Y tercero, las obras de misericordia. Con estos tres puntos, creo que esta sensación de molestia desaparece y nos movemos hacia la armonía que es tan grande. Pero siempre debemos pedir la gracia de la armonía en mi vida, en mi comunidad y en mi diócesis.
IV.
Mons. De Donatis:
No hemos olvidado las reflexiones que hicimos el año pasado sobre los jóvenes, con motivo del congreso diocesana, ni el compromiso de no dejar solos a los chicos y sus familias. Sus palabras nos hicieron comprender que teníamos que “despertar” de nuestro sueño o de nuestra pereza, como comunidad cristiana, y redescubrir nuestra vocación materna para acompañar a los chicos en la vida y en el camino de la fe, prestando atención a sus experiencias, a su mundo, dialogando con ellos y recibiendo sus preguntas de vida... En Roma todavía estamos comenzando a replantearnos la pastoral juvenil: hay experiencias generosas en las parroquias y asociaciones, pero todavía hay tanta desorientación e incertidumbre en el mundo de los adultos, así que la impresión que tenemos es que aún no hemos entrado en juego. Para relanzar nuestra reflexión sobre este punto, nos gustaría preguntarte: ¿Qué impresión te dio el pre-Sínodo con los jóvenes, que tuvo lugar en marzo en el Vaticano? Si hay un grito que surge hoy en el mundo juvenil, ¿cuál es? ¿En particular a qué tenemos que prestarle atención?
Papa Francisco:
Tuve una buena impresión del pre-Sínodo, de la asamblea pre-sinodal de jóvenes. Al principio, pasé la mitad del día con ellos, el día de San José, y luego continuaron trabajando. Había 315, más o menos, conectados con 30 mil. Eran jóvenes de todo el mundo, cristianos, no cristianos, no creyentes, bien seleccionados para que no tuvieran miedo de hablar. Y trabajaron seriamente. Me contaron los secretarios del Sínodo, el salesiano y el jesuita que estaban con ellos, el padre Sala y el padre Costa, que se quedaban hasta las cuatro de la madrugada trabajando en el documento durante los últimos tres días, tomándoselo muy en serio. Los jóvenes realmente querían hablar con seriedad. Al principio me hicieron preguntas― como estas, ¡pero eran más amables!―, después se les animó a decir lo que sentían, y todo salió bien. El documento que han preparado es precioso, es fuerte... Se lo podéis pedir al Secretariado del Sínodo porque es interesante. Esta es la impresión que me dio.
¿Cuál es el grito de los jóvenes? El grito de los jóvenes no siempre es consciente. Yo lo relaciono con uno de los problemas más graves, que es el problema de la droga. El grito es: “Salvadnos de la droga”. Pero no solo de la droga material, también de la droga alienante, de la alienación cultural. Son una presa fácil para la alienación cultural: las propuestas que hacen a los jóvenes son alienantes, todas alienantes. Lo que la sociedad hace a los jóvenes. Alienantes de los valores, alienantes de la inserción en la sociedad, alienantes de la realidad: les proponen una fantasía de lo que es la vida. Me preocupa que se comuniquen y vivan en el mundo virtual. Viven así, se comunican así, no tienen los pies en el suelo... El viernes fui a la clausura de un curso de Scholas Occurrentes con jóvenes: eran de Colombia, Argentina, Mozambique, Brasil, Paraguay y otros países. Alrededor de cincuenta jóvenes se habían reunido aquí sobre el tema del acoso. Todos estaban allí esperándome; cuando llegué, como hacen los jóvenes, hicieron ruido. Me acerqué para saludarlos y pocos me dieron la mano: la mayoría estaba con el celular: fotos, fotos, fotos... selfie. He visto que su realidad es esa: ese es el mundo real, no el contacto humano. Y es grave. Son jóvenes “virtualizados”. El mundo de las comunicaciones virtuales es algo bueno, pero cuando se vuelve alienante hace que te olvides de dar la mano. Saludan con el móvil. ¡Casi todos! Estaban contentos de verme, de contarme cosas... Y su autenticidad la expresaban así. Te saludaban así. Tenemos que hacer que los jóvenes “aterricen” en el mundo real. Tocar la realidad. Sin destruir las cosas buenas que el mundo virtual puede tener, porque son necesarias. Esto es importante: realidad, concreción. Por eso repito algo que ya dije antes sobre otra cuestión: las obras de misericordia ayudan mucho a los jóvenes. Hacer algo por los demás, porque esto los concreta, los hace “aterrizar”. Y entran en una relación social.
Después, lo que dije el año pasado: los jóvenes “desarraigados”. Porque si vives en un mundo virtual, pierdes las raíces. Deben encontrar sus raíces, a través del diálogo con los viejos, con los ancianos, porque los padres son de una generación cuyas raíces no son muy fuertes. Pero uno puede ir a dialogar con los viejos, con los ancianos. No olvidemos lo que dice el poeta: “Todo lo que el árbol tiene de flor, proviene de lo que tiene debajo de la tierra”: ir a las raíces. En mi opinión hoy uno de los problemas más difíciles de los jóvenes es este: que están desarraigados. Deben encontrar sus raíces, sin retroceder: tienen que encontrarlas para ir adelante.
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Queridos hermanos y hermanas:
El trabajo sobre las enfermedades espirituales ha dado dos frutos. En primer lugar, el aumento de la verdad sobre nuestra condición de necesitados, de enfermos, surgido en todas las parroquias y realidades que han sido llamadas a confrontarse sobre las enfermedades espirituales indicadas por Mons. De Donatis. En segundo lugar, la experiencia de que de esta adhesión a nuestra verdad no ha dado solo desaliento o frustración, sino también el conocimiento de que el Señor no ha cesado de usarnos misericordia: en este camino Él nos ha iluminado, nos ha sostenido, ha iniciado un proceso, en algunos aspectos inédito, de comunión entre nosotros, y todo esto para que podamos reanudar nuestro camino tras Él. Nos hemos vuelto más conscientes de que somos, en algunos aspectos y dinámicas surgidas de nuestro examen, un “no-pueblo”. Esta palabra “no-pueblo” es una palabra bíblica, que usan mucho los profetas. Un “no-pueblo” llamado a rehacer una vez más una alianza con el Señor.
Claves de lectura como estas ya nos llevan, aunque sea sólo de manera intuitiva, a lo que vivió el pueblo de la Antigua Alianza, que fue el primero en dejarse guiar por Dios para convertirse en su pueblo. Nosotros también podemos dejarnos iluminar nuevamente por el paradigma del Éxodo, que narra precisamente cómo el Señor eligió y educó a un pueblo al que unirse, para que fuera el instrumento de su presencia en el mundo.
Como paradigma para nosotros, la experiencia de Israel requiere una conjugación para convertirse en lenguaje, es decir, para ser comprensible y para transmitirnos y hacernos hoy vivir algo también a nosotros. La Palabra de Dios, la obra del Señor, busca alguien con quien conjugarse, unirse: nuestra vida. Con esta gente que somos nosotros hoy, Él actuará con la misma potencia con que actuó liberando a su pueblo y dándole una nueva tierra.
La historia del Éxodo habla de la esclavitud, de una salida, de un pasaje, de una alianza, de una tentación / murmuración y de una entrada. Pero es un camino de curación.
Al comenzar esta nueva etapa de un camino eclesial que en Roma ciertamente no comienza ahora sino que dura desde hace dos mil años ha sido importante preguntarnos ―como hemos hecho en los últimos meses― cuáles sean las esclavitudes ―las enfermedades, las esclavitudes que nos quitan la libertad― que han terminado por hacernos estériles, así como el Faraón quería un Israel sin hijos que a su vez engendrasen. Este “sin hijos” me hace pensar en la capacidad de fecundidad de la comunidad eclesial. Es una pregunta que os dejo ahí. Quizás también deberíamos identificar quién es el Faraón hoy: este poder que pretende ser divino y absoluto, y que quiere evitar que el pueblo adore al Señor, que le pertenezca, convirtiéndolo, en cambio, en esclavo de otros poderes y otras preocupaciones.
Habrá que dedicar algún tiempo (¿quizás un año?) para que reconociendo humildemente nuestras debilidades y compartiéndolas con los demás, sintamos y experimentemos este hecho: hay un don de misericordia y de plenitud de vida para nosotros y para todos aquellos que viven en Roma. Este don es la voluntad buena del Padre con nosotros: nosotros como individuos y nosotros como pueblo. Es su iniciativa, su precedernos en el atestar que en Cristo Él nos amó y nos ama, que se preocupa por nuestras vidas y que no somos criaturas abandonadas a su destino y esclavitud. Que todo es para nuestra conversión y para nuestro bien: «Por lo demás ―como dice San Pablo―, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos han sido llamados según su designio» (Rm 8,28).
El análisis de las enfermedades ha puesto de relieve una fatiga general y saludable de las parroquias: dar vueltas en círculo o haber perdido el camino a seguir. Ambas son actitudes no buenas y que hacen daño. Dar vueltas en círculo es como estar en un laberinto; y perder el camino es tomar sendas equivocadas.
Tal vez nos hemos encerrado en nosotros mismos y en nuestro mundo parroquial porque, en realidad, hemos descuidado o no hemos echado cuentas seriamente con la vida de las personas que nos han sido confiadas (las de nuestro territorio, de nuestros entornos de vida cotidiana), mientras que el Señor siempre se manifiesta encarnándose aquí y ahora, o sea, también y precisamente en este momento tan difícil de interpretar, en este contexto tan complejo y aparentemente alejado de Él. No se ha equivocado al ponernos aquí, en este tiempo, y con estos desafíos ante nosotros.
Quizás por eso nos encontramos en una condición de esclavitud, es decir, de limitación sofocante, de dependencia de cosas que no son el Señor; tal vez pensando que esto era suficiente o incluso era lo que nos pedía que hiciéramos: permanecer cerca de la olla de carne y amasar los ladrillos que luego sirven para construir los depósitos del Faraón, funcionales para el mismo poder que ejercita la esclavitud.
Nos hemos conformado con lo que teníamos: nosotros mismos y nuestras “ollas”. Nosotros mismos: y aquí está el gran tema de “la hipertrofia del individuo”, tan presente en las verificaciones: del “yo” que no consigue convertirse en persona, ni vivir de relaciones, y que cree que la relación con los demás no sea necesaria; y nuestras “ollas”: es decir, nuestros grupos, nuestras pequeñas pertenencias, que se han demostrado, al final, autorreferenciales, no abiertos a la vida entera. Nos hemos replegado en preocupaciones de administración ordinaria, de supervivencia. ¡Cuántas veces escuchamos esto!: “Los sacerdotes están muy ocupados, tienen que hacer cuentas, esto, eso, lo otro…”. Y la gente lo percibe. “Es un buen sacerdote, pero ¿por qué nos dejamos atrapar en este torbellino”? Es interesante.
Es bueno que esta situación nos haya cansado, es una gracia de Dios este cansancio: hace que queramos salir.
Y para salir, necesitamos la llamada de Dios y la presencia /compañía de nuestro prójimo. Debemos escuchar sin temor nuestra sed de Dios y el grito que surge de nuestra gente en Roma, preguntándonos: ¿en qué sentido este grito expresa una necesidad de salvación, es decir, de Dios? ¿Cómo ve y escucha Dios ese grito? ¡Cuántas situaciones, entre las surgidas de nuestros exámenes expresan realmente ese grito! La invocación de que Dios se muestre y nos saque de la impresión (o de la amarga experiencia, la que nos hace murmurar) de que nuestra vida es inútil, o que está como expropiada por el frenesí de cosas que hacer y de un tiempo que continuamente se nos escapa de las manos; expropiada por las relaciones solamente utilitarias / comerciales y poco gratuitas, por el temor al futuro; expropiada también por una fe concebida solo como cosas por hacer y no como una liberación que nos hace nuevos a cada paso, bendecidos y felices de la vida que llevamos.
Como habréis entendido, os estoy invitando a emprender otra etapa del camino de la Iglesia de Roma: de alguna manera, un nuevo éxodo, una nueva partida, que renueve nuestra identidad como pueblo de Dios, sin remordimientos por lo que debemos abandonar.
Hace falta, como decía, escuchar grito del pueblo, como Moisés fu exhortado a hacerlo: sabiendo así cómo interpretar, a la luz de la Palabra de Dios, los fenómenos sociales y culturales en los que estáis inmersos. Es decir, aprendiendo a discernir dónde Él ya está presente, en formas muy comunes de santidad y de comunión con Él: encontrándoos y yendo cada vez más con gente que ya están viviendo el Evangelio y la amistad con el Señor. Gente que tal vez no hace catecismo y sin embargo ha sido capaz de dar un sentido de fe y esperanza a las experiencias elementales de la vida; que ya ha hecho que el Señor se convierta en el sentido de su existencia, y precisamente dentro de esos problemas, de esos ambientes y de esas situaciones de las cuales nuestra pastoral ordinaria está normalmente distante. Pienso ahora en Puá y Sifrá, las dos parteras que se opusieron a la orden asesina del Faraón y así evitaron el exterminio (cf. Ex 1,8-21). Ciertamente, también en Roma hay mujeres y hombres que interpretan su trabajo diario como una obra destinada a dar vida a alguien y no a quitársela, y lo hace sin mandatos particulares de nadie, sino porque “temen a Dios” y lo sirven. La vida del pueblo de Israel debe mucho a esas dos mujeres, como nuestra Iglesia debe mucho a personas que permanecieron en el anonimato pero que prepararon la venida de Dios. Y el hilo de la historia, el hilo de la santidad, lo teje gente que no conocemos: los anónimos, los que están escondidos y sacan todo adelante.
Para ello, será necesario que nuestras comunidades se vuelvan capaces de generar un pueblo, ―es importante, no lo olvidéis: Iglesia con pueblo, no Iglesia sin pueblo― es decir capaces de ofrecer y generar relaciones en las que nuestra gente pueda sentirse conocida, reconocida, acogida, querida, en resumen: parte no anónima de un todo. Un pueblo en el que se experimenta una cualidad de las relaciones que ya es el comienzo de una Tierra Prometida, de una obra que el Señor está haciendo por nosotros y con nosotros. Fenómenos como el individualismo, el aislamiento, el miedo a la existencia, la escisión y el peligro social..., típicos de todas las metrópolis y también presentes en Roma, ya tienen en estas comunidades nuestras una herramienta efectiva para el cambio. No debemos inventar nada más, ya somos este instrumento que puede ser eficaz, siempre que nos convirtamos en sujetos de lo que, en otros lugares, ya he llamado la revolución de la ternura.
Y si la guía de una comunidad cristiana es una tarea específica del ministro ordenado, es decir del párroco, la atención pastoral está incardinada en el bautismo, florece de la fraternidad y no es tarea sólo del párroco o de los sacerdotes, sino de todos los bautizados. Esta atención generalizada y multiplicada de las relaciones también podría desencadenar una revolución de la ternura en Roma, que se verá enriquecida por la sensibilidad, las miradas, las historias de muchos.
Considerando ésta la primera tarea pastoral, podremos ser el instrumento a través del cual experimentaremos tanto la acción del Espíritu Santo entre nosotros (cf. Rm 5,5), como veremos que cambia la vida (cf. Hch 4,32-35). Al igual que a través de la humanidad de Moisés, Dios intervino por Israel, así la humanidad sanada y reconciliada por los cristianos puede ser el instrumento (casi el sacramento) de esta acción del Señor, que quiere liberar a su pueblo de todo lo que le hace no-pueblo, con su carga de injusticia y pecado que genera muerte.
Pero es necesario mirar a ese pueblo y no a nosotros mismos, dejarnos interpelar y perturbar. Esto ciertamente producirá algo nuevo, inédito y deseado por el Señor.
Hay un paso previo de reconciliación y de concienciación que la Iglesia de Roma debe dar para ser fiel a su llamada: a saber, reconciliarse y retomar una mirada verdaderamente pastoral ―atenta, cuidadosa, benévola, involucrada― tanto hacia sí misma y su historia, como para el pueblo al que es enviada.
Me gustaría invitaros a dedicar algún tiempo a esto: a hacer que el año que viene sea una especie de preparación de la mochila (o de las maletas) para comenzar un itinerario de algunos años que nos haga alcanzar la nueva tierra que la columna de nube y de fuego nos indicará; es decir, nuevas condiciones de vida y acción pastoral, que responden más a la misión y a las necesidades de los romanos de nuestro tiempo; más creativas y más liberadoras también para los sacerdotes y para los que colaboran más directamente en la misión y la edificación de la comunidad cristiana. Para no tener ya miedo de lo que somos y del don que tenemos, sino para hacerlo fructífero. El camino puede ser largo: el pueblo de Israel tardó cuarenta años. ¡No hay que desanimarse, hay que ir adelante!
El Señor nos llama para que “vayamos y demos fruto” (Jn 15, 16). En la planta, el fruto es esa parte producida y ofrecida para la vida de otros seres vivos. No tengáis miedo de dar fruto, de que os “coma” la realidad que encontréis, incluso si este ”dejarse comer“ se asemeja mucho a una desaparición, a una muerte. Es posible que algunas iniciativas tradicionales deban reformarse o incluso cesar: podremos hacerlo solamente sabiendo hacia dónde vamos, por qué y con quien.
También os invito a leer así algunas de las dificultades y enfermedades que habéis encontrado en vuestras comunidades: como realidades que tal vez ya no son buenas para comer, que ya no pueden ofrecerse para el hambre de alguien. Lo cual no significa en absoluto que ya no podamos producir nada, sino que tenemos que injertar nuevos sarmientos: injertos que darán nuevos frutos. Valor y adelante. El tiempo es nuestro. ¡Adelante!
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 14 de mayo de 2018.
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