DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DEL CENTRO DE ESTUDIOS ROSARIO LIVATINO
Sala Clementina
Viernes, 29 de noviembre de 2019
Queridos hermanos y hermanas:
Os recibo con agrado y os doy bienvenida y agradezco al Presidente sus amables palabras. El 9 de mayo de 1993, mi predecesor san Juan Pablo II, poco antes de dirigir a los “hombres de la mafia” la memorable y perentoria invitación a la conversión en el Valle de los Templos, en Agrigento, se había encontrado con los padres de un magistrado, Rosario Angelo Livatino, que el 21 de septiembre de 1990, a los 38 años, había sido asesinado cuando se dirigía al tribunal. En esa ocasión el Papa lo llamó “mártir de la justicia e indirectamente de la fe”.
Me alegro de conocer hoy a los miembros del Centro de Estudios que ha elegido su nombre y que celebra su conferencia nacional anual. Livatino ― de quien ha concluido con éxito el proceso diocesano de beatificación― sigue siendo un ejemplo, sobre todo para aquellos que llevan a cabo el exigente y complicado trabajo de juez. Cuando Rosario fue asesinado, casi nadie lo conocía. Trabajaba en un tribunal de la periferia: se ocupaba de la incautación y confiscación de bienes de origen ilegal adquiridos por los mafiosos. Lo hacía de manera inatacable, respetando las garantías de los acusados, con gran profesionalidad y con resultados concretos: por eso la mafia decidió eliminarlo.
Livatino es un ejemplo no sólo para los magistrados, sino para todos los que trabajan en el campo del derecho: por la coherencia entre su fe y su compromiso con el trabajo, y por la actualidad de sus reflexiones. En una conferencia, refiriéndose a la cuestión de la eutanasia, y retomando las preocupaciones que un parlamentario laico de la época tenía por la introducción de un supuesto derecho a la eutanasia, hizo esta observación: «Si la oposición del creyente a esta ley se funda en la convicción de que la vida humana [...] es un don divino que no es lícito que el hombre asfixie o interrumpa, igualmente motivada es la oposición del no creyente, que se basa en la convicción de que la vida está protegida por la ley natural, que ningún derecho positivo puede violar o contradecir, ya que pertenece a la esfera de los bienes “indisponibles”, que ni los individuos ni la comunidad pueden atacar» (Canicattì, 30 de abril de 1986, en Fede e Diritto, editado por la Postulación).
Estas consideraciones parecen estar lejos de las sentencias que, sobre el tema del derecho a la vida, a veces se pronuncian en los tribunales, en Italia y en muchos sistemas democráticos. Pronunciamientos según los cuales el principal interés de una persona discapacitada o anciana sería morir en vez de curarse; o que ―según una jurisprudencia que se define a sí misma como “creativa”― inventan un “derecho de morir” sin ningún fundamento jurídico, debilitando así los esfuerzos por aliviar el dolor y no abandonar a sí misma a la persona que se encamina a terminar su existencia.
En otra conferencia, Rosario Livatino describía así el estatus moral de quien está llamado a administrar: «No es más que un empleado del Estado al que se le confía la especialísima tarea de aplicar las leyes que esa sociedad se da a través de sus instituciones». Sin embargo, se ha afirmado cada vez más una clave de lectura diferente del papel del magistrado, según la cual éste, «aunque la letra de la ley siga siendo idéntica, pueda utilizar el significado que mejor se adapte al momento contingente» (Canicattì, 7 de abril de 1984, en Il ruolo del Giudice nella società che cambia, editado por la postulación de la causa).
También en este sentido, la relevancia de Rosario Livatino es sorprendente, porque capta las señales de lo que habría surgido más claramente en las décadas siguientes, no sólo en Italia, es decir, la justificación de la intromisión del juez en ámbitos no propios, especialmente en materia de los denominados “nuevos derechos”, con sentencias que parecen preocuparse por satisfacer deseos siempre nuevos, desancladas de cualquier límite objetivo.
El tema que habéis elegido para la conferencia de hoy se inserta en este surco y pone en tela de juicio una crisis del poder judicial que no es superficial, sino que tiene raíces profundas. También en este sentido, Livatino ha dado testimonio de cómo la virtud natural de la justicia exija ser ejercida con sabiduría y con humildad, teniendo siempre presente la «dignidad trascendente del hombre», remitida «a su naturaleza, a su capacidad innata de distinguir el bien del mal, a esa “brújula” inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado» (Discurso al Parlamento Europeo: Enseñanzas de Francisco, vol. II, 2[2014], 626).
Me identifico en otra reflexión de Rosario Livatino, cuando afirma: «Decidir es elegir [...]; y elegir es una de las cosas más difíciles que el hombre esté llamado a hacer. Y es precisamente en este elegir para decidir, de decidir para ordenar, donde el magistrado creyente puede encontrar una relación con Dios. Una relación directa, porque hacer justicia es realización de uno mismo, es oración, es dedicación de uno mismo a Dios. Una relación indirecta, por medio del amor a la persona juzgada. [...] Y esa tarea será tanto más ligera cuanto más el magistrado advierta con humildad sus debilidades, cuanto más se presentará cada vez a la sociedad dispuesto y orientado a comprender al hombre que tiene ante sí y a juzgarlo sin la actitud de un superhombre, sino más bien con una contrición constructiva».
De este modo, con estas convicciones, Rosario Livatino nos ha dejado a todos un brillante ejemplo de cómo la fe puede expresarse plenamente al servicio de la comunidad civil y de sus leyes; y de cómo la obediencia a la Iglesia pueda conjugarse con la obediencia al Estado, en particular con el ministerio, delicado e importante, de hacer que la ley se respete y se cumpla.
Queridos amigos, la concordia es el vínculo entre los hombres libres que componen la sociedad civil. Por vuestro compromiso como juristas, estáis llamados a contribuir a la construcción de esta concordia, profundizando las razones de la coherencia entre las raíces antropológicas, la elaboración de principios y las líneas de aplicación en la vida cotidiana.
Después de la muerte de Livatino, en más de uno de sus apuntes se encontró una nota al margen que al principio parecía misteriosa: “S.T.D.”. Pronto se descubrió que era el acrónimo que atestiguaba el acto de entrega total que Rosario hacía con frecuencia a la voluntad de Dios: S.T.D. son las iniciales de sub tutela Dei. Espero que sigáis sus huellas, en esta escuela de vida y de pensamiento. Os bendigo y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 29 de noviembre de 2019.
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