DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LAS DELEGACIONES DE INSTITUTOS MISIONEROS DE FUNDACIÓN ITALIANA
Sala Clementina
Lunes, 30 de septiembre de 2019
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra encontraros y os agradezco que hayáis pedido esta audiencia juntos, como Institutos religiosos específicamente misioneros nacidos en Italia Agradezco el saludo y la introducción. Considero providencial que nos encontremos en vísperas del Mes Misionero Extraordinario, porque nos permite reflexionar juntos sobre la misión y, sobre todo, invocar para ella la gracia de Dios.
En primer lugar, siento la necesidad de expresar mi gratitud a vuestros fundadores. En una turbulenta época histórica ―desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX― la fundación de vuestras familias religiosas, con su generosa apertura al mundo, ha sido un signo de valentía y confianza en el Señor. Cuando todo parecía llevar a conservar lo existente, vuestros fundadores ―aunque se podrían añadir otras figuras, como Santa Cabrini― fueron, por el contrario, los protagonistas de un nuevo impulso hacia el otro y hacia lo lejano. De la conservación al impulso.
El misionero vive la valentía del Evangelio sin demasiados cálculos, a veces yendo más allá del sentido común, porque está empujado por la confianza depositada exclusivamente en Jesús. Hay una mística de la misión, una sed de comunión con Cristo a través del testimonio, que vuestros fundadores han vivido y que los ha llevado a entregarse totalmente. Es necesario redescubrir este misticismo en toda su fascinante belleza, porque conserva para siempre su extraordinario poder. Como dice San Pablo: «El amor de Cristo nos apremia, al pensar que uno murió por todos» (2 Cor 5,14).
La Virgen María es también nuestra maestra: ella que, inmediatamente, después de haber concebido a Jesús, salió a toda prisa a ayudar a su prima; y así llevó a Jesús a esa casa, a esa familia, y al mismo tiempo lo llevó al pueblo de Israel y lo trajo al mundo. María parte porque está habitada por Cristo y por su Espíritu. Por eso también partís vosotros, porque estáis habitados por Cristo y por su Espíritu. No hay otra razón que el Cristo Resucitado para decidirse a partir, para dejar a vuestros seres queridos, a vuestro país, a vuestros amigos, a vuestra cultura. Es hermoso escuchar en vuestras palabras esta pasión por Cristo y por su Reino; como en el memorable discurso de Pablo VI en Manila que mencionáis en vuestro Documento.
Entonces, sobre esta base, está bien fundamentada la confirmación de vuestra dedicación a la misión ad gentes. Os doy las gracias por el claro testimonio que dais de vuestra vocación, que es inseparablemente eclesial y carismática. Eclesial en el fondo, enraizada en el Bautismo, y al mismo tiempo ligada al carisma al que el Señor os ha atraído y en el que vuestra vida ha tomado forma.
Me ha emocionado escucharos repetir sin vacilar: “Somos misioneras y misioneros ad gentes... ad extra... ad vitam”. Y no lo decís como un eslogan ―¡sería peligroso!―, sino con las motivaciones y especificaciones necesarias. Lo decís sin triunfalismo ni sentido de desafío, al contrario, conscientes de la crisis actual, acogida como una oportunidad para el discernimiento, la conversión, la renovación.
Consagrándoos a la misión ad gentes, aportáis vuestra contribución específica al esfuerzo de evangelización de toda la Iglesia. Con la riqueza de los carismas de vuestros Institutos ―que quiere decir, corazones, rostros, historias y también la sangre de los misioneros― interpretáis el mensaje de la Evangelii nuntiandi de San Pablo VI, el de la Redemptoris missio de San Juan Pablo II y el de la Evangelii gaudium. Y con esta hermenéutica encarnada en vuestra vida y en la de vuestras comunidades enriquecéis el sentimiento y el camino de la Iglesia.
Ayudáis a mantener viva en el pueblo de Dios la conciencia de ser constitucionalmente “en salida”, enviado a llevar a todas las naciones la bendición de Dios que es Jesucristo. Y también lo ayudáis a recordar que la misión no es una obra individual, de “campeones solitarios”, sino comunitaria, fraterna, compartida. En este sentido, la colaboración entre vuestros Institutos es un valor añadido: ¡adelante!
Otra contribución que ofrecéis a la Iglesia es la de mostrar que la misión no es “unidireccional” ―de Europa al resto del mundo―, estas son las huellas del viejo colonialismo… sino que vive de un intercambio, que ahora es evidente pero que debe ser entendido como un valor, un signo de los tiempos. Hoy la mayoría de las vocaciones sacerdotales y religiosas surgen en territorios que antes sólo recibían misioneros. Este hecho, por una parte, aumenta en nosotros el sentido de gratitud hacia los santos evangelizadores que sembraron con grandes sacrificios en esas tierras; y, por otra, constituye un desafío para las Iglesias y para los Institutos: un desafío para la comunión y para la formación. Pero es un desafío que debe aceptarse sin miedo, con confianza en el Espíritu Santo que es el Maestro en armonizar las diferencias. Pero, recuerdo que en nuestra Congregación General XXXII ―estoy hablando de 1974―, recuerdo que se hablaba de la Compañía de Jesús en varios lugares, y alguien dijo: “Pero, tal vez tengamos un superior general indio, o africano”: en aquella época era extraño. Todos [los superiores generales] mundo tenían que ser europeos. Y hoy cuántas, cuántas congregaciones religiosas tienen superiores y superioras generales que vienen de esas tierras. También nosotros tenemos hoy un latinoamericano, como general... La cosa se ha invertido: lo que en 1974 era una utopía, hoy es la realidad.
Queridos hermanos y hermanas, dejar vuestro amado país es un signo que devuelve la fuerza y el valor a vuestras comunidades de origen. Con vuestra partida seguís diciendo: con Cristo no hay aburrimiento, ni cansancio, ni tristeza, porque Él es la continua novedad de nuestra vida. El misionero necesita la alegría del Evangelio: sin ella no se hace misión, se anuncia un Evangelio que no atrae. Y el núcleo de la misión es esta atracción de Cristo: es el único que atrae. Los hombres y mujeres de hoy, en Italia y en el mundo, necesitan ver personas que tengan en sus corazones la alegría del Resucitado ―que han sido atraídos por el Señor― . Este testimonio, visible en el diálogo, en la caridad mutua, en la aceptación mutua y en el compartir, manifiesta la belleza del Evangelio, atrae la alegría de creer en Jesús y de anclarse en Él. Es Jesús mismo quien nos atrae. ¡Es Él! Que esta alegría, esta belleza del Evangelio, encuentre siempre un espacio en vuestros corazones, en vuestros gestos, en vuestras palabras, en la manera de vivir las relaciones.
Que el anuncio de la belleza, de la alegría y de la novedad del Evangelio, tanto explícito como implícito, abarque todas las situaciones de la aventura humana. No tengáis miedo de dar testimonio de Jesús aun cuando sea incómodo o poco conveniente. Pero testimoniarlo con toda la vida, no con métodos empresariales que parecen más una mística de proselitismo que una verdadera evangelización. No olvidéis que el protagonista de la evangelización es el Espíritu Santo... El Señor sabrá encontrar la manera de arraigar esa pequeña semilla que es su nombre pronunciado en el amor por un misionero o una misionera y transformarla poco a poco en una planta de fe sólida a cuya sombra tantos podrán descansar. La semilla enterrada... y recuerdo algo que me dijo el Cardenal Hummes: está jubilado pero es el responsable del episcopado brasileño para toda la región del Amazonas, y cuando va a una aldea, a un pueblo, una de las primeras cosas que hace es ir al cementerio, a ver las tumbas de los misioneros. Me dijo esto y añadió: “Todos estos se merecen que los canonicen, por la semilla que han sembrado”. Un hermoso pensamiento.
La Iglesia italiana necesita también de vosotros, de vuestro testimonio, de vuestro entusiasmo y de vuestra valentía para emprender nuevos caminos de anuncio del Evangelio. Necesita darse cuenta de que las gentes lejanas han venido a vivir a nuestros países, son los desconocidos de la puerta de al lado. También los italianos de la puerta de al lado, nuestros paisanos. Es necesario redescubrir la fascinante aventura de estar cerca unos de otros, de hacerse amigos, de acogerse y de ayudarse mutuamente. Esta actitud concierne a todos: sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos. El tema del mes misionero extraordinario de octubre de 2019 es “Bautizados y enviados”, elegido precisamente para recordarnos que la naturaleza intrínseca de la Iglesia es misionera.
¡Ojalá vuestros Institutos colaboren cada vez más con las Iglesias particulares «con el fin de despertar aún más la conciencia misionera de la missio ad gentes y de retomar con un nuevo impulso la transformación misionera de la vida y de la pastoral!» (Carta de convocatoria del mes misionero extraordinario de 2019). Os acompaño con mi oración y de todo corazón os bendigo. Y vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 30 de septiembre de 2019.
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