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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 13 de enero de 1991

 

Queridos hermanos y hermanas:

El corazón de todos nosotros y de millones de personas en el mundo está lleno de angustia y de trepidación ante el peligro inminente de que en la región del Golfo se desencadene un conflicto armado, cuyas consecuencias en opinión de todos serían desastrosas.

Además de los combates, ¿cuántos civiles cuántos niños, cuántas mujeres, cuántos ancianos serían víctimas inocentes de una catástrofe semejante?

¿Quién puede prever las destrucciones y los daños ambientales que se seguirían de ello y no sólo en esa área?

Desde el comienzo de la crisis, y con mayor insistencia durante los días pasados, he sentido la urgencia de invitar a los responsables del destino de los pueblos a reflexionar acerca de la extrema necesidad de que prevalezcan el diálogo y la razón, y de que se preserven la justicia y el orden internacional sin recurrir a la violencia de las armas.

En las condiciones actuales una guerra no resolvería los problemas, sino que sólo los agravaría. La solución se puede hallar en propuestas generosas de paz, por una parte y por otra.

Es éste el llamamiento que, por mi parte, en esta hora tan decisiva para el destino de hombres y pueblos, siento el deber de dirigir a todas las partes interesadas.

Es un llamamiento que dirijo a Irak, para que realice un gesto de paz que no haría más que honrarlo frente a la historia.

Es un llamamiento que dirijo a todos los Estados interesados para que organicen, a su vez, una Conferencia de paz que contribuya a resolver todos los problemas de una convivencia pacífica en Oriente Medio.

Mientras tanto, por nuestra parte, debemos continuar rezando a fin de que el Señor ilumine a todos los jefes de las naciones interesadas para buscar los caminos que puedan conducir realmente a la paz y de ese modo se ahorre a la humanidad la trágica experiencia de una nueva guerra.

Como creyentes, jamás debemos perder la esperanza; debemos tener confianza en el poder y la misericordia de Dios, que puede iluminar las mentes de los hombres y sostener su buena voluntad.

Con viva fe seguimos invocando al Señor para que aleje de nosotros el peligro que se cierne y para que, en este domingo dedicado a la oración por la paz, nuestra súplica, junto a la de todos los cristianos, se convierta en un grito unánime que implora el gran don de la paz.

Estoy seguro de que a esta invocación se une también la voz de muchos creyentes en Dios, persuadidos de que los bienes supremos de la paz y de la justicia pueden y deben coexistir, porque responden a las mas profundas exigencias de los hombres y de los pueblos.

¡Escúchanos Señor!

A ti, María,
Reina de la paz,
encomendamos con fe
nuestra preocupación y nuestra oración:
¡que los hombres emprendan
con confianza y decisión el camino de la paz!

¡Es el único camino hoy válido
para hacer triunfar la justicia!

¡Es el único camino digno de la civilización!

¡Oh Señor, danos la paz!



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