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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 3 de julio de 1994

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Continuando el tema del amor conyugal, quisiera detenerme hoy en una propiedad esencial del matrimonio: su unidad. El vínculo que nace del consentimiento matrimonial válido es, por su misma naturaleza, único y exclusivo, y exige a los cónyuges el compromiso de una fidelidad recíproca perenne.

Con una imagen eficaz la sagrada Escritura enseña que los esposos están llamados a ser «una sola carne» (Gn 2, 24). En efecto, se trata de una alianza de amor que implica a los cónyuges en su totalidad, tanto en el aspecto corporal como en el espiritual. Mediante la unión de sus cuerpos, manifiestan la profundidad y el carácter definitivo de su entrega recíproca.

Precisamente a la luz de esa característica de totalidad, típica de la alianza matrimonial, se comprende por qué la unión sexual tiene que realizarse exclusivamente en el matrimonio, que sella la elección de una plena comunión de vida, en el plano personal y social.

Sólo en este ámbito el esposo y la esposa pueden revivir plenamente «aquel asombro originario que, en la mañana de la creación, movió a Adán a exclamar ante Eva. "Es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2, 23). Es el asombro que reflejan las palabras del Cantar de los cantares: "Me robaste el corazón hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya" (Ct 4, 9)» (Carta a las familias, 19).

2. Es verdad que, si se mira la historia, el principio de la unidad del matrimonio ha conocido incertidumbres, debidas a múltiples condicionamientos socioculturales. También respecto al deber de la fidelidad tenemos a la vista, por desgracia, las insidias de la fragilidad humana, especialmente en los ambientes en que el sentido moral no es muy vivo y el ejercicio de la sexualidad se reduce a la pura experiencia erótica o a la explotación del otro para el propio placer.

Pero las desviaciones de hecho no pueden debilitar la norma moral, objetiva y universal, que está arraigada sólidamente en la naturaleza del hombre. ¿No forma parte de la lógica del auténtico amor conyugal la promesa de ser, el uno para el otro, el único hombre y la única mujer? Precisamente por esto una persona sufre tanto cuando se siente abandonada o traicionada por el hombre o la mujer amada, de quien tiene derecho a esperar plena correspondencia en el amor. Este testimonio de unidad y de fidelidad es también la espera más natural de los hijos, que constituyen el fruto del amor de un solo hombre y de una sola mujer, y que exigen dicho amor con todas las fibras de su ser.

3. Que la santísima Virgen eduque a todos en el sentido del amor. María mire con piedad materna sobre todo las numerosas dificultades que afrontan los esposos en la sociedad actual, donde los puntos de referencia ética son escasos y las tentaciones, en cambio, innumerables. A los jóvenes que se preparan para el matrimonio la Madre del amor hermoso los ayude a poner sólidas bases a su entrega recíproca, para que la vivan fielmente durante toda su vida terrena.



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