JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 10 de marzo de 1996
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Entre las prácticas penitenciales que sugiere la Iglesia, sobre todo en este tiempo de Cuaresma, está el ayuno. Requiere una sobriedad especial en la alimentación, sin dejar de atender a las necesidades del organismo. Se trata de una forma tradicional de penitencia que no ha perdido su significado, sino que, por el contrario, quizá hay que redescubrirlo: especialmente en aquella parte del mundo y en aquellos ambientes donde no sólo abunda el alimento, sino también, a veces, se corre el riesgo de padecer enfermedades por hiperalimentación.
Naturalmente, el ayuno penitencial es algo muy diferente de las dietas terapéuticas. Pero, a su modo, se le puede considerar una terapia del alma. En efecto, si se practica como un signo de conversión, facilita el esfuerzo interior para ponerse a la escucha de Dios. Ayunar es reafirmar a sí mismos lo que Jesús replicó a Satanás cuando lo tentaba, al cabo de los cuarenta días de ayuno en el desierto: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4).
2. Hoy, especialmente en las sociedades del bienestar, resulta difícil comprender el sentido de esta palabra evangélica. En lugar de satisfacer las necesidades, el consumismo crea siempre nuevas, produciendo a menudo un activismo desenfrenado. Todo parece necesario e impostergable, y el hombre corre el riesgo de no encontrar ni siquiera el tiempo para estar un poco consigo mismo.
Así pues, hoy resulta más actual que nunca la recomendación de san Agustín: «Entra en ti mismo». Sí, debemos entrar en nosotros mismos, si queremos encontrarnos a nosotros mismos. No sólo está en juego nuestra vida espiritual, sino también nuestro mismo equilibrio personal, familiar y social.
Entre otros significados, el ayuno penitencial tiene, precisamente, el de ayudarnos en esta reconquista de la interioridad. El esfuerzo de moderación en los alimentos también se extiende a las otras cosas no necesarias, y es de gran ayuda para la vida del espíritu. Sobriedad, recogimiento y oración van juntos.
Se puede aplicar muy bien este principio al uso de los medios de comunicación social. Tienen una utilidad indiscutible, pero no deben adueñarse de nuestra vida. ¡En cuántas familias el televisor parece sustituir, más que favorecer, el diálogo entre las personas! Cierto ayuno, también en este ámbito, puede ser saludable, tanto para dedicar mayor tiempo a la reflexión y a la oración, como para cultivar las relaciones humanas.
3. Amadísimos hermanos y hermanas, imiten a la Virgen santísima. El Evangelio narra que meditaba en lo más íntimo de su corazón los acontecimientos de su vida (cf. Lc 2, 19), para descubrir en ellos la manifestación del designio de Dios. María es el modelo al que todos podemos mirar. Pidámosle que nos comunique el secreto de ese «ayuno espiritual» que nos libera de la esclavitud de las cosas, refuerza nuestro espíritu y lo vuelve siempre disponible a encontrar al Señor.
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