JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Castelgandolfo
Domingo 28 de julio de 1996
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. Al reanudar hoy la reflexión sobre las riquezas del cristianismo oriental, deseo señalar el papel especial que en esas tradiciones desempeña el monaquismo. Este nació precisamente en Oriente y recibió las líneas primordiales de san Antonio, san Pacomio y san Basilio. De esta experiencia se sirvió san Bernardo, padre del monaquismo occidental. El monaquismo «ha sido, desde siempre, el alma misma de las Iglesias orientales», visto como «síntesis emblemática del cristianismo» y «punto de referencia para todos los bautizados, en la medida de los dones que el Señor ha ofrecido a cada uno» (Orientale lumen, 9).
Históricamente, este modelo de vida trata de encarnar el carácter radical de las exigencias evangélicas y se afirma como un desarrollo natural del ideal del martirio, particularmente vivo en la Iglesia de los primeros siglos, impulsada por las persecuciones a testimoniar a Cristo hasta la efusión de la sangre. ¿Y quién es, en realidad, el monje, sino uno que entrega a Cristo toda su vida? Es, por antonomasia, el hombre de Dios. Si no derrama su sangre, como el mártir, sin embargo hace renuncias radicales, sobre todo mediante la práctica de la virginidad, la pobreza y la obediencia. Esta elección de la mortificación no significa desprecio de las criaturas, sino atracción irresistible por el Creador. Es el anhelo de la deificación que la gracia suscita en el corazón humano, la necesidad de subir desde el riachuelo hasta el manantial, desde los rayos hasta la fuente de la luz.
2. Mientras el monaquismo occidental, sin perder las formas originarias, ha ido articulándose poco a poco en nuevas y múltiples formas de vida consagrada, en Oriente ha conservado una gran unidad, distinguiéndose por su índole fuertemente contemplativa. Precisamente por esta característica sigue ejerciendo una fascinación particular en el hombre de nuestro tiempo que, aplastado a veces por el ritmo frenético de la vida, va en busca de sí mismo. El monaquismo da una respuesta singular a esta exigencia. En efecto, no sólo brinda perspectivas de paz y de interioridad, sino también la capacidad de testimoniar intensamente la concepción cristiana del hombre y del mundo, en pos de una armonía profunda que, lejos de contraponer el espíritu a la materia, la persona a la sociedad y Dios al hombre, unifica todo en un designio superior de belleza, de solidaridad y de santidad.
El hombre salió de las manos de Dios hermoso y santo. La ascesis monástica tiende, precisamente, a recuperar la belleza originaria, dañada por el pecado. Sostenida por la gracia, hace emerger la perfección espiritual a la que la naturaleza humana ha sido elevada. En la Vida de san Antonio leemos que su rostro irradiaba una paz tan imperturbable, que todos se sentían atraídos y confortados por él (cf. Atanasio, ib., 14, 4-6). Este es el signo que el mundo espera de nosotros cristianos y, en particular, de cuantos viven la vocación monástica.
3. La Madre de la Iglesia, venerada con idéntico amor por los monjes en Oriente y Occidente, conceda una fidelidad a toda prueba a quienes están llamados a esta vida de consagración especial. Que al dirigir su mirada hacia ella, icono de la Iglesia y esplendor de belleza, crezcan día tras día en su amor a Cristo y lleguen a ser para la comunidad cristiana ejemplo de vida evangélica y fermento de comunión. Su experiencia de hombres de oración y su ecumenismo contemplativo, arraigado en lo esencial, impulse y fortalezca a la Iglesia para proseguir por el camino hacia la unidad plena.
Después del Ángelus
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en la plegaria dominical del Ángelus. Os invito a hacer del verano un tiempo propicio para cultivar y afianzar los lazos familiares, dificultados con frecuencia por el ritmo de vida de nuestra sociedad moderna. Con estos deseos, invoco sobre vosotros la protección de la Virgen María, Madre de la Familia de Nazaret, y os bendigo a todos de corazón.
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