JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 9 de agosto de 1998
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. En la reciente carta apostólica Dies Domini, sobre la santificación del domingo, escribí que la asamblea eucarística constituye el centro del día del Señor. Por tanto, para vivir bien el domingo, el primer deber es participar en la santa misa. Se trata de una obligación grave, como reafirmó el Catecismo de la Iglesia católica (n. 2181), pero, ante todo, es una exigencia profunda, que un alma cristiana no puede dejar de sentir.
En cada eucaristía se renueva el sacrificio realizado una vez para siempre en el Gólgota, y la Iglesia, uniendo su sacrificio al del Señor, anuncia su muerte y proclama su resurrección en espera de su venida. Si esto vale para la santa misa celebrada en cualquier día, hay que subrayar que con mayor razón vale para la misa dominical, dado que el domingo está particularmente relacionado con la memoria de la resurrección de Cristo.
2. El domingo es el día en que se reúne toda la comunidad; por eso, se llama también dies Ecclesiae, el día de la Iglesia. En este día la asamblea cristiana escucha la palabra de Dios proclamada con abundancia y solemnidad; así, en la primera parte de la misa, se realiza un verdadero diálogo del Señor con su pueblo.
Además, con la participación en la única mesa se profundiza la comunión entre los que están reunidos en el Espíritu de Cristo. Así, la Eucaristía dominical es el lugar privilegiado en que la Iglesia se manifiesta como sacramento de unidad, «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).
Es urgente que los discípulos del Señor den este testimonio de unidad fraterna, en un mundo a menudo fragmentado, desgarrado y marcado por focos de división, de violencia y de guerra.
3. María santísima, que estaba en oración con los Apóstoles el día de Pentecostés, obtenga para nuestras asambleas eucarísticas el don de mostrar eficazmente la presencia de Jesús resucitado y de su Espíritu. Que por su intercesión constante los fieles vivan como un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4, 32), siempre dispuestos a responder a todo el que les pida razón de su esperanza (cf. 1 P 3, 15).
Después del Ángelus
Oraciones por las poblaciones del mundo que sufren duras pruebas
El tiempo de descanso que caracteriza a este mes de agosto no debe hacernos olvidar el destino de numerosos pueblos que soportan duras pruebas y ven amenazados su presente y su futuro.
Pienso, en particular, en los habitantes del cercano Kosovo, víctimas de la violencia armada, y cuya situación es cada vez más dramática.
Más lejos, en África, Guinea Bissau y Ruanda han sido teatro de nuevas matanzas, crueles e injustificables, mientras que en la República democrática del Congo han vuelto a hablar las armas; y no podemos olvidar el drama de las poblaciones de Sudán, tan cercanas a mi corazón.
Los terribles atentados perpetrados el viernes pasado en Kenia y en Tanzania han contribuido a hacer que la seguridad en el continente africano sea aún más precaria.
En Asia, millones de familias de China continental han sido víctimas de inundaciones devastadoras, al igual que en Bangladesh y en Corea del sur; en Myanmar la población no ve aún realizadas sus aspiraciones a la democracia; en Timor oriental está viva la esperanza de que puedan consolidarse los pasos hacia una solución definitiva, mediante el diálogo y la negociación.
Al recordar a tantos hermanos y hermanas en la humanidad, que aspiran a una vida más digna, oremos para que el Señor impulse a cuantos tienen en sus manos el destino de sus compatriotas a tener siempre como primera preocupación el respeto a la persona humana y la promoción de una solidaridad efectiva.
Dios les pedirá cuentas de esta responsabilidad.
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