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JUAN PABLO II

REGINA CAELI

Domingo, 26 de abril de 1998

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1.En este tiempo litúrgico de la Pascua, que va del domingo de Resurrección al de Pentecostés, resuena con más frecuencia en la asamblea de los creyentes el canto gozoso del aleluya. Es una invitación a la alabanza por la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

Este tiempo es también el período del año en que hacemos memoria de los orígenes de la Iglesia, recordando las vicisitudes del grupo de los discípulos que, después de encontrarse con Jesús resucitado, recibieron con fuerza su Espíritu y se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio en el mundo.

Mientras recorremos los primeros pasos de la Iglesia, leyendo durante estos días el libro de los Hechos de los Apóstoles, ¡cómo no recordar que se está celebrando en Roma la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos! La costa asiática del Mediterráneo fue la cuna del cristianismo. Al cabo de dos mil años, la Iglesia se interroga sobre su presencia en Asia y, con la mirada dirigida a ese inmenso continente, donde viven tres cuartas partes de la humanidad, vuelve a escuchar las palabras de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...), enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

2. También los Hechos de los Apóstoles nos dicen que en el centro de la naciente comunidad apostólica está la presencia de la Madre del Resucitado: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús» (Hch 1, 14).

Como al pie de la cruz, unida íntimamente al sacrificio redentor de Cristo, también en el cenáculo María es su testigo silenciosa entre los Apóstoles. En cierto sentido, es la animadora de su fe y de su oración. Los sostiene y los anima, mientras invocan con un solo corazón al Espíritu Santo prometido por Jesús. Esta imagen de la primera comunidad orante en espera de Pentecostés debe estar siempre ante nuestros ojos, especialmente en este año dedicado al Espíritu Santo, para sostener nuestro itinerario de fe y de apostolado.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, vivimos el tiempo pascual implorando con intensidad y constancia al Espíritu Santo, sostenidos y guiados por la Virgen santísima, Madre del buen consejo. Que María obtenga los dones del Espíritu del Señor para todos los creyentes y, especialmente, para cuantos participan en los trabajos del Sínodo, a fin de que el camino de la Iglesia en Asia sea cada vez más fácil y con el tercer milenio se inicie una época de nuevo florecimiento del Evangelio entre las nobles naciones de ese inmenso continente.



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