JUAN PABLO II
REGINA CAELI
Domingo de Pentecostés, 31 de mayo de 1998
Amadísimos hermanos y hermanas:
Está a punto de concluir esta solemne celebración eucarística, que nos ha hecho revivir el misterio de Pentecostés. En cierto modo, fue preparada por el gran encuentro de ayer con los numerosos representantes de los movimientos y de las nuevas comunidades eclesiales. Resuena aún en mi corazón el eco del gran entusiasmo de esas horas que pasamos juntos invocando al Espíritu Santo. Demos gracias al Señor por esta primavera de la Iglesia, suscitada por la fuerza renovadora del Espíritu.
En el centro de este cenáculo romano y universal, sentimos presente de modo singular a la Madre de Jesús, María santísima. A su guía solícita queremos encomendar a nuestros hermanos y hermanas a quienes he tenido la alegría de administrar, hace poco, los sacramentos de la confirmación y de la Eucaristía.
A la Reina de los Apóstoles encomendamos los movimientos y las demás formas de compromiso misionero que han surgido durante estos últimos años. En sus manos ponemos la misión universal de toda la Iglesia que, desde el día de Pentecostés, prosigue su camino a lo largo de los siglos, siempre con nuevo impulso, para llevar el Evangelio de la salvación a todas las regiones de la tierra. En este marco, me complace subrayar que precisamente hoy he firmado el Mensaje para la próxima Jornada mundial de las misiones. Os lo entrego idealmente a vosotros, aquí presentes, y a la Iglesia entera, con el deseo de que contribuya a la obra de la nueva evangelización, en la perspectiva del tercer milenio, ya inminente.
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Después del Regina Caeli
Con gran alegría saludo a los fieles de lengua española reunidos en esta plaza, donde hoy se pone de manifiesto la catolicidad de la Iglesia, para invocar juntos, a ejemplo de María y los Apóstoles, los dones de un nuevo Pentecostés.
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