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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 5 de marzo de 1980

 

(La audiencia del miércoles 5 de marzo se desarrolló en dos fases: la primera en la basílica de San Pedro, donde el Papa habló a los jóvenes, y la segunda en el Sala Pablo VI, donde pronunció su catequesis)

Sala Pablo VI

El significado bíblico del "conocimiento" en la convivencia matrimonial

1. Al conjunto de nuestros análisis, dedicados al "principio" bíblico, deseamos añadir todavía un breve pasaje tomado del capítulo IV del libro del Génesis. Sin embargo, a este fin es necesario referirse siempre a las palabras que pronunció Cristo en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19 y Mc 10) [1], en el ámbito de las cuales se desarrollan nuestras reflexiones; éstas miran al contexto de la existencia humana, según las cuales la muerte y la consiguiente destrucción del cuerpo (ateniéndose a ese: "al polvo volverás, del Gén 3, 19) se han convertido en la suerte común del hombre. Cristo se refiere al "principio", a la dimensión originaria del misterio de la creación, en cuanto que esta dimensión ya había sido rota por el mysterium iniquitatis, esto es, por el pecado y, juntamente con él, también por la muerte: mysterium mortis. El pecado y la muerte entraron en la historia del hombre, en cierto modo, a través del corazón mismo de esa unidad, que desde el "principio" estaba formada por el hombre y por la mujer, creados y llamados a convertirse en "una sola carne" (Gén 2, 24). Ya al comienzo de nuestras meditaciones hemos constatado que Cristo, al remitirse al "principio", nos lleva, en cierto modo, más allá del límite del estado pecaminoso hereditario del hombre hasta su inocencia originaria; él nos permite encontrar así la continuidad y el vínculo que existe entre estas dos situaciones, mediante las cuales se ha producido el drama de los orígenes y también la revelación del misterio del hombre al hombre histórico.

Esto, por decirlo así, nos autoriza a pasar, después de los análisis que miran al estado de inocencia originaria, al último de ellos, es decir, al análisis del "conocimiento y de la generación".
Temáticamente está íntimamente unido a la bendición de la fecundidad, inserta en el primer relato de la creación del hombre como varón y mujer (cf. Gén 1, 27-28). En cambio, históricamente ya está inserta en ese horizonte de pecado y de muerte que, como enseña el libro del Génesis (cf. Gén 3) ha gravado sobre la conciencia del significado del cuerpo humano, junto con la transgresión de la primera Alianza con el Creador.

2. En el Génesis 4, y todavía, pues, en el ámbito del texto yahvista, leemos: "Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: 'He alcanzado de Yahvé un varón'. Volvió a parir, y tuvo a Abel, su hermano" (Gén 4, 12). Si conectamos con el "conocimiento" ese primer hecho del nacimiento de un hombre en la tierra, lo hacemos basándonos en la traducción literal del texto, según el cual la "unión" conyugal se define precisamente como "conocimiento". De hecho, la traducción citada dice así: "Adán se unió a Eva su mujer", mientras que a la letra se debería traducir: "conoció a su mujer", lo que parece corresponder más adecuadamente al término semítico jadac [2]. Se puede ver en esto un signo de pobreza de la lengua arcaica, a la que faltaban varias expresiones para definir hechos diferenciados. No obstante, es significativo que la situación, en la que marido y mujer se unen tan íntimamente entre sí que forman "una sola carne", se defina un "conocimiento". Efectivamente, de este modo, de la misma pobreza del lenguaje parece emerger una profundidad específica de significado, que se deriva precisamente de todos los significados analizados hasta ahora.

3. Evidentemente, esto es también importante en cuanto al "arquetipo" de nuestro modo de considerar al hombre corpóreo, su masculinidad y su feminidad, y por tanto su sexo. Efectivamente, así a través del término "conocimiento", utilizado en el Gén 4, 1-2 y frecuentemente en la Biblia, la relación conyugal del hombre y la mujer, es decir, el hecho de que, a través de la dualidad del sexo, se conviertan en una "sola carne", ha sido elevado e introducido en la dimensión específica de las personas. El Génesis 4, 1-2 habla sólo del "conocimiento" de la mujer por parte del hombre, como para subrayar sobre todo la actividad de este último. Pero se puede hablar también de la reciprocidad de este "conocimiento", en el que hombre y mujer participan mediante su cuerpo y su sexo. Añadamos que una serie de sucesivos textos bíblicos, como, por lo demás, el mismo capítulo del Génesis (cf. por ejemplo, Gén 4, 17; 4, 25), hablan con el mismo lenguaje. Y esto hasta en las palabras que dijo María de Nazaret en la Anunciación: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" (Lc 1, 34).

4. Así, con este bíblico "conoció", que aparece por primera vez en el Gén 4, 1-2, por una parte nos encontramos frente a la directa expresión de la intención humana (porque es propia del conocimiento) y, por otra, frente a toda la realidad de la convivencia y de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en una "sola carne". Al hablar aquí de "conocimiento", aunque sea a causa de la pobreza de la lengua, la Biblia indica la esencia más profunda de la realidad de la convivencia matrimonial. Esta esencia aparece como un componente y a la vez como un resultado de esos significados, cuya huella tratamos de seguir desde el comienzo del estudio; efectivamente, forma parte de la conciencia del significado del propio cuerpo. Simultáneamente se convierten así como en el único sujeto de ese acto y de esa experiencia, aún siendo, en esta unidad, dos sujetos realmente diversos. Lo que nos autoriza, en cierto sentido, a afirmar que "el marido conoce a la mujer", o también, que ambos "se conocen" recíprocamente. Se revelan, pues, el uno a la otra, con esa específica profundidad del propio "yo" humano, que se revela precisamente también mediante su sexo, su masculinidad y feminidad. Y entonces, de manera singular, la mujer "es dada" al hombre de modo cognoscitivo, y él a ella.

5. Si debemos mantener la continuidad respecto a los análisis hechos hasta ahora (particularmente respecto a los últimos, que interpretan al hombre en la dimensión del don), es necesario observar que, según el libro del Génesis, datum y donum son equivalentes.

Sin embargo, el Génesis 4, 1-2 acentúa sobre todo el datum. En el "conocimiento" conyugal, la mujer "es dada" al hombre y él a ella, porque el cuerpo y el sexo entran directamente en la estructura y en el contenido mismo de este "conocimiento". Así, pues, la realidad de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en "una sola carne", contiene en sí un descubrimiento nuevo y, en cierto sentido, definitivo del significado del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. Pero, a propósito de este descubrimiento, ¿es justo hablar de "convivencia sexual"?. Es necesario tener en cuenta que cada uno de ellos, hombre y mujer, no es sólo un objeto pasivo definido por el propio cuerpo y sexo, y de este modo determinado "por la naturaleza". Al contrario, precisamente por el hecho de ser varón y mujer, cada uno de ellos es "dado" al otro como sujeto único e irrepetible, como "yo" como persona. El sexo decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino que define al mismo tiempo su personal identidad y ser concreto. Y precisamente en esta personal identidad y ser concreto, como irrepetible "yo" femenino- masculino, el hombre es "conocido" cuando se verifican las palabras del Génesis 2, 24: "El hombre... se unirá a su mujer y los dos vendrán a ser una sola carne". El "conocimiento" de que habla el Génesis 4, 1-2 y todos los textos sucesivos de la Biblia, llega a las raíces más íntimas de esta identidad y ser concreto, que el hombre y la mujer deben a su sexo. Este ser concreto significa tanto la unicidad como la irrepetibilidad de la persona.

Valía la pena, pues, reflexionar en la elocuencia del texto bíblico citado y de la palabra "conoció"; a pesar de la aparente falta de precisión terminológica, ello nos permite detenernos en la profundidad y en la dimensión de un concepto, del que frecuentemente nos priva nuestro lenguaje contemporáneo, aún cuando sea muy preciso.

 


Notas

[1] Es necesario tener en cuenta que, en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19, 7-9; Mc 10, 4-6), Cristo toma posición respecto a la praxis de la ley mosaica acerca del llamado "libelo de repudio". Las palabras: "por la dureza de vuestro corazón", dichas por Cristo, reflejan no sólo "la historia de los corazones", sino también la complejidad de la ley positiva del Antiguo Testamento, que buscaba siempre el "compromiso humano" en este campo tan delicado.

[2] "Conocer" (jadac), en el lenguaje bíblico, no significa solamente un conocimiento meramente intelectual, sino también una experiencia concreta, como, por ejemplo, la experiencia del sufrimiento (cf. Is 53, 3), del pecado (cf. Sab 3, 13), de la guerra y de la paz (cf. Jue 3, 1; Is 59, 8). De esta experiencia nace también el juicio moral: "conocimiento del bien y del mal" (Gén 2, 9-17).

El "conocimiento" entra en el campo de las relaciones interpersonales, cuando mira a la solidaridad de familia (Dt 33, 9) y especialmente las relaciones conyugales. Precisamente refiriéndose al acto conyugal, el término subraya la paternidad de personajes ilustres y el origen de su prole (cf. Gén 4, 25; 4, 17; y Sab 1, 19), como datos válidos para la genealogía, a la que la tradición de los sacerdotes (por herencia de Israel) daba gran importancia.

Pero el "conocimiento" podía significar también todas las otras relaciones sexuales, incluso las ilícitas (cf. Núm 31, 17; Gén 19, 5; Jue 19, 22).

En la forma negativa, el verbo denota la abstención de las relaciones sexuales, especialmente si se trata de vírgenes (cf por ejemplo 1 Re 2, 4; Jue 11, 39). En este campo, el Nuevo Testamento utiliza dos hebraísmos, al hablar de José (cf. Mt 1, 25) y de María (cf. Lc 1, 34).

Adquiere un significado particular el aspecto de la relación existencial del "conocimiento", cuando su sujeto u objeto es Dios mismo (por ejemplo, Sal 139; Jer 31, 34; Os 2, 22; y también Jn 14, 7-9; 17, 3).

 


Saludos

El Papa expresa su preocupación por los acontecimientos de Bogotá

Deseo manifestar ahora toda mi ansiedad y preocupación por las noticias que están llegando estos días desde Bogotá, capital de Colombia.

Como sabéis, numerosas personas están detenidas como rehenes, en aquella ciudad, desde hace ya una semana, dentro de la Embajada de la República Dominicana. En un principio eran más, pero el prevalecer de sentimientos humanitarios, en un momento tan dramático, ha hecho que algunas de ellas —mujeres o heridos— hayan sido puestas en libertad.

No obstante, quedan aún dentro otras muchas personas: entre ellas el Nuncio Apostólico, el querido mons. Angelo Acerbi, que en estos días está particularmente presente en mis oraciones; además, varios Embajadores, representantes legítimos de sus respectivos países en aquella nación. En virtud del derecho de gentes, que regula las relaciones internacionales, sus personas y sus libertades son declaradas inviolables. Además son sagrados también los derechos del hombre.

Al deplorar vivamente cuanto está acaeciendo, mi pensamiento afligido va a todas las personas que, de algún modo y por cualquier motivo, sufren en un momento tan doloroso.

Expreso desde lo profundo del corazón el deseo y la esperanza de que se pueda lograr pronto una solución, que vuelva a dar serenidad y consuelo. En efecto, tengo conocimiento de que, a este respecto, las distintas Embajadas están en continuo contacto con el Gobierno colombiano. Diversas naciones, cuyo Embajador está entre los rehenes, han enviado un representante especial para seguir de cerca la situación, que preocupa justamente a los Gobiernos y a la opinión pública, y que a mí me causa profundo dolor. También la Santa Sede ha querido que no faltase un propio enviado especial en Bogotá, en esta hora tan grave, en la persona del mons. Pio Laghi, Nuncio Apostólico en Argentina.

Entretanto, elevo mis plegarias al Señor, a fin de que El, que tiene en su mano el corazón de los hombres y puede hacer brotar en ellos pensamientos rectos y buenos propósitos, guíe los esfuerzos que se están llevando a cabo para resolver el caso presente, y los que van dirigidos a la edificación de una sociedad sostenida no por la violencia; sino por la justicia; la fraternidad y la paz.

Con este fin, os pido también a vosotros que recéis mucho conmigo en estos días de ansiedad y de espera.

* * *

Una palabra de aliento y de consuelo vaya ahora a todos vosotros enfermos, que con vuestro doloroso, pero cuán precioso sufrimiento, enriquecéis a la Iglesia de méritos y de gracias especiales. En efecto, la enfermedad sufrida por el Señor y a El ofrecida se convierte no sólo para vosotros, sino también para todo el Cuerpo místico, en una ocasión privilegiada de expiación, de purificación, de propiciación y de elevación espiritual.

En este tiempo se Cuaresma, vosotros que estáis más cercanos al "Varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento", como ha sido descrito por el Profeta Isaías (53, 3), sabed dar esta finalidad a vuestro dolor, para saberlo afrontar con fortaleza, y también con gozo, como exclama el Apóstol Pablo: "reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones" (2 Cor 7, 4).

Como confirmación de estos deseos, descienda abundante sobre vosotros y sobre cuantos amorosamente os asisten mi especial bendición.

También a vosotros, recién casados, presentes en esta audiencia al comienzo de vuestra vida matrimonial, deseo expresar mi felicitación, con mi bendición y mi saludo afectuoso. Dad siempre a vuestro amor una unidad granítica y una fe firme. Conservad siempre ese sentido de alegría y de felicidad que hoy llena vuestro ánimo. Tened siempre el sentimiento religioso de la familia, mirad al amor infinito con el que Cristo ama a la Iglesia y dejaos modelar por tal ejemplo en vuestro mutuo amor, y El no os desilusionará, sino que os hará crecer cada día en el gozoso testimonio de una vida conyugal vivida auténticamente.

A este fin pido al Señor que os ayude y os bendiga siempre.

 

Deseo ahora dirigir un saludo particularmente cordial a grupos de sacerdotes aquí presentes.

Ante todo a los Misioneros Verbitas, que están haciendo en Nemi un curso de renovación, junto con algunos padres de otras familias religiosas; a ellos va mi aplauso y aliento por la preciosa actividad evangelizadora que desarrolla en varios países en nombre de Cristo y de su Iglesia.

Después a los participantes en un seminario de estudio, organizado por el Movimiento de Trabajadores de la Acción Católica Italiana sobre el tema "Evangelizar el mundo del trabajo"; estad seguros que la Iglesia cuenta mucho con vosotros para testimoniar el Evangelio en un sector de vital importancia para nuestra sociedad.

Finalmente, a un grupo de la diócesis de Piacenza, que celebra el XXV aniversario de ordenación sacerdotal: junto a mis felicitaciones, expreso la confianza: de que. toméis cada vez más conciencia de la grandeza y de las exigencias de vuestro sacerdocio ministerial, destinado a prestar un servicio insustituible al Pueblo de Dios.

A todos os bendigo de todo corazón.

 

Dirijo ahora un pensamiento particular al nutrido grupo de las "Voluntarias" del Movimiento de los Focolares, que han venido de varias regiones de Italia y de algunos países de Europa para celebrar su congreso anual en el Centro Mariápolis de Rocca di Papa, sobre el tema "La caridad como ideal".

Al manifestaros un sincero agradecimiento por este renovado testimonio de devoción, os expreso, queridísimas hijas, el interés y la complacencia con que sigo vuestra actividad, y con este encuentro, os aliento en las decisiones que, estoy seguro de ello, habréis sacado de vuestro estudio: un mayor amor de Dios, fuente de sobrenatural energía, sea el motivo inspirador de todas vuestras intenciones y el secreto de vuestra solidaridad humana universal que, hoy más que nunca, se exige a los miembros de la Iglesia en forma de donación sin reservas. Os acompañe en vuestra misión mi bendición apostólica.

Os acojo con un cordial saludo y deseo de todo bien, queridísimos peregrinos de la diócesis de Comacchio, que, fieles a vuestras nobles tradiciones religiosas, habéis querido concederos una parada en vuestro fatigoso trabajo para traer al Papa, incluso en nombre de los conterráneos, el homenaje de vuestro afecto. Al manifestaros mi reconocimiento por esta tan grata visita, os exhorto a acoger con generosidad la invitación de la Iglesia a reflexionar con fe profunda y operante en el misterio de Cristo muerto y resucitado por nosotros, y a tomar parte en él con la humilde aceptación de los sacrificios cotidianos. Con tal deseo imparto a vosotros y a vuestras respectivas familias mi bendición apostólica.

Entre los que hoy se encuentran presentes en esta audiencia dirijo un saludo cordial a los jueces eclesiásticos de curia arzobispal de Paderborn, presididos por el obispo, mons. Rintelen. Quisiera que esta estancia de estudio en la Ciudad Eterna, con los múltiples encuentros de vuestra comisión, os corroborara y fortaleciera corno guardianes y garantes de la verdad y la justicia mediante el ejercicio de la jurisprudencia eclesiástica. En estos tiempos de inseguridad y de progresiva carencia de todo compromiso, los hombres y la Iglesia tienen precisamente necesidad de vuestro fiel servicio, de vuestras directrices, de vuestras interpretaciones seguras y de la observancia de las leyes divinas y eclesiásticas. Cristo, que es El mismo la verdad y la justicia, os ilumine y acompañe siempre con su gracia en vuestra importante y responsable tarea. Esto es lo que yo pido para vosotros con mi bendición apostólica.

Saludo también cordialmente al Sr. Regens y a los diáconos del mismo arzobispado de Paderborn. Me congratulo con vosotros por la preciosa gracia de vuestra vocación. Es el mismo Señor quien os llama. Entregadle sin reservas vuestro corazón y vuestra vida, que El —mediante la consagración sacerdotal— quiere tomar para su servicio de manera total e irrevocable. Pido para vosotros por esto la continua intimidad y el amor permanente de Cristo, y de todo corazón os imparto mi bendición.

 


A los jóvenes en la Basílica de San Pedro

Es un placer para mí, queridos hijos, acogeros hoy, tan alegres, tan afectuosos. Y sois tan numerosos que, también hoy, ha sido necesaria una audiencia especial para vosotros en esta gran basílica, la cual —como bien sabéis— está construida sobre la tumba de San Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, el primero de los Papas.

Por el elenco de los diversos grupos, que se acaba de leer ahora, he podido notar que venís de varias partes de Italia, incluso lejanas, y que son dos sobre todo las características que os distinguen: formáis parte o de grupos escolares, o de grupos parroquiales. Ninguno de vosotros ha venido solo, individualmente, sino que cada uno se ha unido a los coetáneos y a los condiscípulos, a los maestros de la propia escuela o a los sacerdotes de la propia parroquia. ¿Qué quiere decir esto? Deseo hacerme a mí y a vosotros esta pregunta, para concentrar nuestra reflexión sobre la importancia que la escuela y la parroquia tienen en el campo de la educación y de la formación de la adolescencia y de la juventud. ¿No es tal vez ésta vuestra edad? ¿Y no oís repetiros a menudo que éste es el período en el que debéis instruiros y prepararos bien para la vida? Gran don de Dios es la vida, como se lee en el primer libro de la Biblia: “Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra” (Gén 1, 27). Y de la vida que es un don divino, la edad en que os encontráis ahora vosotros es ciertamente la más bella, la más lozana, la más rica de esperanzas, inclinada como está hacia un porvenir alegre y sereno.

El crecer, que el Señor dio como orden —junto a los otros mandamientos— a Adán y Eva, se puede muy bien referir a cada uno de vosotros y aplicar en vuestra condición de muchachos y de jóvenes. Debéis crecer, es decir, desarrollaros día tras día, y llegar a ser hombres y mujeres maduros y completos, pero —prestad atención— no sólo en sentido físico, sino también y sobre todo en sentido espiritual. Demasiado poco sería el crecer sólo en el cuerpo (en ello piensa, por lo demás, la misma naturaleza); hay que crecer especialmente en el espíritu, y esto se obtiene ejercitando aquellas facultades que el Señor —son otros dones suyos— ha puesto dentro de vosotros: la inteligencia, la voluntad, la inclinación a amar a El y al prójimo. En este trabajo ninguno de vosotros está solo: cada uno encuentra en su camino, ante todo, a sus padres, los cuales con el ejemplo, con el afecto, con los constantes cuidados le ayudan en el necesario proceso de desarrollo. Después encuentra también la escuela y la parroquia. La una está dirigida a vuestra formación, comunicando a la mente y al corazón los varios conocimientos que serán preciosos en la vida, y las normas del comportamiento recto. La otra, como viva porción de la Iglesia, está dirigida también ella a vuestra formación, para enriquecer el espíritu de aquellos bienes superiores que se llaman —recordáis?— gracia divina y virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. He aquí entonces que, junto a la familia, hay otras dos sedes, casi dos “talleres”, en los que podéis y debéis cuidar esa completa preparación que, como corresponde a la voluntad de Dios Creador, así es vivamente esperada y deseada por todos aquellos que os están cercanos en la edad juvenil: los padres, los profesores, los sacerdotes. Leemos en el Evangelio de San Lucas que Jesús, en los largos años de la infancia y de la juventud transcurridos en Nazaret, “crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (2, 52). ¡Pensad! Jesús, que era el Hijo mismo de Dios, hecho hombre por nosotros, ha querido hacer el recorrido de un desarrollo gradual: también El ha querido corresponder a esa orden divina del crecer, y haciendo esto nos ha dejado un ejemplo maravilloso, que es nuestro deber reconocer, seguir, copiar. También vosotros, hijos queridísimos, debéis mirar a Jesús: tanto en la parroquia como en la escuela, sabed empeñar vuestras juveniles energías para alcanzar una auténtica y positiva maduración, totalmente en consonancia con vuestra dignidad de hombres y de cristianos. Estamos en Cuaresma, que es el tiempo de preparación a la Pascua, y nuestra Pascua —como enseña San Pablo— es Jesucristo (cf. 1 Cor 5, 7).

Para preparar del modo mejor vuestro encuentro con El, reflexionad en las palabras que, en su nombre, os he dirigido ahora, y reforzad el propósito de “crecer en sabiduría y edad y gracia” en el ámbito parroquial y escolar, perfeccionando lo que ya habéis recibido en el seno de vuestras familias.



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