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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 12 de enero de 1983

 

1. Analizamos ahora la sacramentalidad del matrimonio bajo el aspecto del signo.

Cuando afirmamos que en la estructura del matrimonio como signo sacramental, entra esencialmente también el “lenguaje del cuerpo”, hacemos referencia a la larga tradición bíblica. Esta tiene su origen en el libro del Génesis (sobre todo 2, 23-25) y culmina definitivamente en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 21-23). Los Profetas del Antiguo Testamento han tenido un papel esencial en la formación de esta tradición. Al analizar los textos de Oseas, Ezequiel, Deutero-lsaías, y de otros Profetas, nos hemos encontrado en el camino de esa gran analogía, cuya expresión última es la proclamación de la Nueva Alianza bajo la forma de un desposorio entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 21-23). Basándose en esta larga tradición, es posible hablar de un específico “profetismo del cuerpo”, tanto por el hecho de que encontramos esta analogía sobre todo en los Profetas, como mirando al contenido mismo de ella. Aquí el “profetismo del cuerpo” significa precisamente el “lenguaje del cuerpo”.

2. La analogía parece tener dos estratos. En el estrato primero y fundamental, los Profetas presentan la comparación de la Alianza, establecida entre Dios e Israel, como un matrimonio (lo que nos permitirá también comprender el matrimonio mismo como una alianza entre marido y mujer) (Cf. Prov 2, 17; Mal 2, 14). En este caso la Alianza nace de la iniciativa de Dios, Señor de Israel. El hecho de que, como Creador y Señor, Él establece alianza primero con Abraham y luego con Moisés, atestigua ya una elección particular. Y por esto, los Profetas, presuponiendo todo el contenido jurídico-moral de la Alianza. profundizan más, revelando una dimensión de ella incomparablemente más honda de la del simple “pacto”. Dios, al elegir a Israel, se ha unido con su pueblo mediante el amor y la gracia. Se ha ligado con vínculo particular, profundamente personal, y por esto Israel, aunque es un pueblo, es presentado en esta visión profética de la Alianza como “esposa” o “mujer”, en cierto sentido, pues, como persona:

“...Tu marido es tu Hacedor;/ Yavé de los ejércitos es su nombre,/ y tu Redentor es el Santo de Israel/, que es el Dios del mundo todo.../ Dice tu Dios.../ No se apartará de ti mi amor/ ni mi alianza de paz vacilará” (Is 54, 5. 6. 10).

3. Yavé es el Señor de Israel, pero se convirtió también en su Esposo. Los libros del Antiguo Testamento dan testimonio de la completa originalidad del “dominio” de Yavé sobre su pueblo. A los otros aspectos del dominio de Yavé, Señor de la Alianza y Padre de Israel, se añade uno nuevo revelado por los Profetas, esto es, la dimensión estupenda de este “dominio”, que es la dimensión nupcial. De este modo, lo absoluto del dominio resulta lo absoluto del amor. Con relación a este absoluto, la ruptura de la Alianza significa no sólo la infracción del “pacto” vinculada con la autoridad del supremo Legislador, sino la infidelidad y la traición: se trata de un golpe que incluso traspasa su corazón de Padre, de Esposo y de Señor.

4. Si en la analogía utilizada por los Profetas, se puede hablar de estratos, éste es, en cierto sentido, el estrato primero y fundamental. Puesto que la Alianza de Yavé con Israel tiene el carácter de vínculo nupcial a semejanza del pacto conyugal, ese primer estrato de su analogía revela el segundo, que es precisamente el “lenguaje del cuerpo”. En primer lugar, pensamos en el lenguaje en sentido objetivo: los Profetas comparan la Alianza con el matrimonio, se remiten al sacramento primordial de que habla el Génesis 2, 24, donde el hombre y la mujer se hacen, por libre opción, “una sola carne”. Sin embargo, es característico del modo de expresarse los Profetas, el hecho de que, suponiendo el “lenguaje del cuerpo” en sentido objetivo, pasan simultáneamente a su significado subjetivo, o sea, por decirlo así, permiten al cuerpo mismo hablar. En los textos proféticos de la Alianza, basándose en la analogía de la unión nupcial de los esposos, “habla” el cuerpo mismo; habla con su masculinidad o feminidad, habla con el misterioso lenguaje del don personal, habla, finalmente —y esto sucede con mayor frecuencia—, tanto con el lenguaje de la fidelidad, es decir, del amor, como con el de la infidelidad conyugal, esto es con el del “adulterio”.

5. Es sabido que fueron los diversos pecados del pueblo elegido —y sobre todo las frecuentes infidelidades relacionadas con el culto al Dios uno, esto es, las varias formas de idolatría— los que ofrecieron a los Profetas la oportunidad para las enunciaciones dichas. El Profeta del “adulterio” de Israel ha venido a ser de modo especial Oseas, que lo estigmatiza no sólo con las palabras, sino en cierto sentido también con hechos de significado simbólico: “Ve y toma por mujer a una prostituta y engendra hijos de prostitución, pues que se prostituye la tierra, apartándose de Yavé” (Os 1, 2). Oseas pone de relieve todo el esplendor de la Alianza, de ese desposorio, en el que Yavé se manifiesta Esposo-cónyuge sensible, afectuoso, dispuesto a perdonar, y a la vez exigente y severo. El “adulterio” y la “prostitución” de Israel constituyen un evidente contraste con el vínculo nupcial, sobre el que está basada la Alianza, lo mismo que, análogamente, el matrimonio del hombre con la mujer.

6. Ezequiel estigmatiza de manera análoga la idolatría, valiéndose del símbolo del adulterio de Jerusalén (cf. Ez 16) y, en otro pasaje, de Jerusalén y de Samaria (cf. Ez 23): “Pasé yo junto a ti y te miré. Era tu tiempo el tiempo del amor...; me ligué a ti con juramento e hice alianza contigo, dice el Señor Yavé, y fuiste mía” (Ez 16, 8). “Pero te envaneciste de tu hermosura y de tu nombradía y te diste al vicio, ofreciendo tu desnudez a cuantos pasaban, entregándote a ellos” (Ez 6, 15).

7. En los textos proféticos el cuerpo humano habla un “lenguaje” del que no es el autor. Su autor es el hombre en cuanto varón o mujer, en cuanto esposo o esposa, el hombre con su vocación perenne a la comunión de las personas. Sin embargo, el hombre no es capaz, en cierto sentido, de expresar sin el cuerpo este lenguaje singular de su existencia personal y de su vocación. Ha sido constituido desde “el principio” de tal modo, que las palabras más profundas de espíritu: palabras de amor, de donación, de fidelidad, exigen un adecuado “lenguaje del cuerpo”. Y sin él no pueden ser expresadas plenamente. Sabemos por el Evangelio que esto se refiere tanto al matrimonio como a la continencia “por el reino de los cielos”.

8. Los Profetas, como portavoces inspirados de la Alianza de Yavé con Israel, tratan precisamente, mediante este “lenguaje del cuerpo”, de expresar tanto la profundidad nupcial de dicha Alianza, como todo lo que la contradice. Elogian la fidelidad, estigmatizan, en cambio, la infidelidad como “adulterio”; hablan, pues, según categorías éticas, contraponiendo recíprocamente el bien y el mal moral. La contraposición del bien y del mal es esencial para el ethos. Los textos proféticos tienen en este campo un significado esencial, como hemos visto ya en nuestras reflexiones precedentes. Pero parece que el “lenguaje del cuerpo” según los Profetas, no es únicamente un lenguaje del ethos, un elogio de la fidelidad y de la pureza, sino una condena del “adulterio” y de la “prostitución”. Efectivamente, para todo lenguaje, como expresión del conocimiento, las categorías de la verdad y de la no-verdad (o sea, de lo falso) son esenciales. En los textos de los Profetas que descubren la analogía de la Alianza de Yavé con Israel en el matrimonio, el cuerpo dice la verdad mediante la fidelidad y el amor conyugal, y, cuando comete “adulterio”, dice la mentira, comete la falsedad.

9. No se trata aquí de sustituir las diferenciaciones éticas con las lógicas. Si los textos proféticos señalan la fidelidad conyugal y la castidad como “verdad”, y el adulterio, en cambio, o la prostitución, como no-verdad, como “falsedad” del lenguaje del cuerpo, esto sucede porque en el primer caso, el sujeto (=Israel como esposa) está concorde con el significado nupcial que corresponde al cuerpo humano (a causa de su masculinidad o feminidad) en la estructura integral de la persona; en cambio, en el segundo caso, el mismo sujeto está en contradicción y colisión con este significado.

Podemos decir, pues, que lo esencial para el matrimonio, como sacramento, es el “lenguaje del cuerpo”, releído en la verdad. Precisamente mediante él se constituye, en efecto, el signo sacramental.



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