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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de marzo de 1983

 

1. Dentro de pocas semanas comenzará el Jubileo de la Redención, con la apertura de la Puerta Santa: un rito en el que parecen confluir muchas nobles aspiraciones antiguas que encuentran quizá su mejor expresión en aquellos versículos del Salmo 117 (118), que cantaban los peregrinos israelitas cuando entraban en el templo de Jerusalén con ocasión de la Fiesta de los Tabernáculos: "Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor, los vencedores entrarán por ella" (vv. 19-20).

Pero al comienzo del Salmo hay un invitatorio, que sirve luego también como conclusión: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (vv. 1 y 29).

Justicia y misericordia son la síntesis inseparable de la misteriosa relación de Dios con el hombre, el cual es invitado a confiar en la bondad infinita de Aquel que por amor lo ha creado, por amor lo ha redimido, por amor lo ha llamado al Bautismo, a la Penitencia, a la Eucaristía, a la Iglesia, a la vida eterna. Y también por amor Dios nos hace sentir estos días su llamada a la conversión, simbolizada por la entrada a través de la Puerta Santa.

Se trata de la conversión íntima y profunda (metánoia) del que quiere adecuarse a las exigencias de la justicia divina con una confianza inquebrantable en la divina misericordia.

El Año Santo quiere ser este "tiempo favorable" (cf. 2 Cor 6, 2) de entrada y de conversión para aquellos que de cerca o de lejos miran a la Puerta Santa y con la luz de la fe descubren su significado: puerta de justicia, puerta de misericordia, abierta por la Iglesia que anuncia y quiere dar Cristo al mundo.

2. Cristo es la verdadera Puerta: Él mismo lo ha dicho de Sí (Jn 10, 7), igual que se ha definido camino hacia el Padre (Jn 14, 6).

Es una puerta y un camino de justicia, porque pasando a través de Él, se entra en el orden de relaciones con Dios, orden que responde a las exigencias de la santidad de Dios y de la naturaleza misma del hombre: orden de rectitud, de subordinación a la voluntad divina, de obediencia a la ley divina; orden que está determinado por la Palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras, pero que ya se delinea en la intimidad de la conciencia libre y pura y se refleja en las convicciones éticas de los hombres no corrompidos, orden que en la conciencia cristiana está más claramente iluminado y más incisivamente grabado por el magisterio interior del Espíritu Santo.

Ahora el pecado del hombre trastorna el orden en su esencia ética, incluso con repercusiones de naturaleza síquica, somática, y hasta cósmica, como intuyó San Pablo (cf. Rom 8, 20) y como la experiencia humana atestigua en el contacto cotidiano con los males y dolores del mundo.

Con frecuencia, hoy, en los momentos de más cruda constatación de las miserias humanas que se encuentran a todo nivel de la vida personal, familiar, social, se levantan voces alarmantes y alarmadas que presagian la hora de la catástrofe.

En las horas de mayor sinceridad, muchos acaso sienten pasar por su corazón las mismas consideraciones melancólicas de San Pablo sobre la condición del hombre decaído y como desquiciado por el pecado (cf. Rom 1, 18 es.). Pero con San Pablo el creyente sabe que el orden de la divina justicia ha sido restaurado por Cristo, al cual "hizo Dios para nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención.." (1 Cor 1, 30).

El creyente sabe que Cristo es la Puerta de la nueva justicia, porque con el sacrificio de su vida, Él ha restablecido el orden de las relaciones entre la humanidad y Dios, venciendo al pecado e introduciendo en el mundo las fuerzas de la redención, mucho más potentes que las del pecado y de la muerte.

3. No sería posible esta entrada en el nuevo orden de la justicia, si sobre toda la economía de la salvación no se extendiese el rayo de la infinita misericordia de Dios, que es por esencia amor, clemencia, bondad generosa y pronta a ayudar. Porque Dios nos ha amado, "no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros", como dice San Pablo (Rom 8, 32), y aceptó su sacrificio. Cristo crucificado es el signo irrefutable del amor de Dios por nosotros y la revelación definitiva de su misericordia.

La Puerta Santa simboliza, pues, y sobre todo, la puerta de la misericordia, que también el hombre de hoy puede encontrar en Cristo.

Quizá muchos hombres de nuestro tiempo tienen necesidad, sobre todo, de sentirse alentados en la esperanza que se funda en la revelación de la misericordia divina. Por esto he querido dedicar a tal tema fascinante y fundamental del cristianismo mi segunda Encíclica (1981), que presenta a Dios, con las palabras de San Pablo, precisamente como "Dives in misericordia" (Ef 2, 4). Deseo, espero y pido que el Año Santo sea una ocasión providencial para una evangelización y catequesis de la misericordia a nivel universal.

4. La entrada a través de la Puerta de la justicia y de la misericordia tiene también el significado de una nueva y más decisiva conversión nuestra, que se concreta en la práctica de la penitencia como virtud y como sacramento.

También la conversión es un don de misericordia, una gracia de Dios, un fruto de la redención realizada por Cristo, pero incluye y exige un acto de nuestra voluntad que libremente, bajo la acción del Espíritu Santo, acepta el don, responde al amor, entra de nuevo en el orden de la eterna ley y justicia, cede, pues, al atractivo de la divina misericordia.

El año 1983 será verdaderamente Santo para aquellos que en él se dejarán reconciliar con Dios (cf. 2 Cor 5, 20), arrepintiéndose y haciendo penitencia; para los que aquí en Roma, o en cualquier lugar, incluso en los más aislados yermos donde ha llegado el mensaje de la cruz, ganarán el Jubileo, y por lo tanto tomarán el camino del altar para profesar su fe e invocar al Padre celestial, pero también el del confesionario, para declararse pecadores y pedir humildemente perdón a Dios, renovando así la propia conciencia en la Sangre de Cristo (cf. Heb 9, 14).

En ellos se realizará así la obra de la divina misericordia, que les hará partícipes de la justicia de Cristo, de quien se deriva todo nuestro bien, toda nuestra posibilidad de esperanza y de salvación.

 



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