JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 25 de mayo de 1983
1. "Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó" (Hch 2, 33).
Queridísimos:
El domingo pasado se celebró la solemnidad de Pentecostés. Como es sabido, tuve la alegría de vivir esta importante festividad eclesial con la población de Milán, a donde fui para clausurar las celebraciones del Congreso Eucarístico Nacional. Ha sido una experiencia muy rica, sobre la cual volveré en otra ocasión.
Esta mañana querría llamar vuestra atención sobre el significado fundamental de Pentecostés en la vida de la Iglesia, la cual reconoce en ese acontecimiento su nacimiento oficial y el comienzo de su expansión en el mundo. Como consecuencia de la efusión del Espíritu los discípulos fueron transformados interiormente y comenzaron a proclamar las maravillas de Dios. Esa efusión se extendió después a personas de toda raza y toda lengua, atraídas a aquel lugar por el fragor que había acompañado la venida del Espíritu.
Cuando Pedro explicó el sentido del acontecimiento, que ponía de relieve el poder soberano de Aquel que poco antes había sido crucificado a petición del pueblo, los oyentes "quedaron compungidos de corazón". El Espíritu había movido en profundidad el alma de los que habían gritado ante Pilato: "Crucifícalo", y los había dispuesto a la conversión. A la invitación de Pedro: "Arrepentíos", respondieron en número de tres mil, haciéndose bautizar (Hch 2, 37-41).
Ante esta maravillosa cosecha de conversiones, somos llevados a reconocer en el Espíritu Santo a Aquel que realiza en los corazones humanos la reconciliación con Cristo y con Dios. Es Él quien "traspasa los corazones", para utilizar la expresión que emplean los Hechos de los Apóstoles, y los hace pasar de la hostilidad hacia Cristo a una adhesión de fe y de amor a su persona y a su mensaje. Es Él quien inspira las palabras de Pedro cuando exhorta a los oyentes al arrepentimiento y hace que produzcan un efecto admirable.
En estas primeras conversiones se inaugura un movimiento que no se detendrá ya con el paso de los años y de los siglos. En Pentecostés el Espíritu Santo encauza la gran empresa de la regeneración de la humanidad. Desde ese día, Él continúa atrayendo a los hombres a Cristo, suscitando en ellos el deseo de la conversión y de la remisión de los pecados y reconciliando de este modo siempre nuevos corazones humanos con Dios.
2. El Espíritu Santo actúa, pues, como luz interior que lleva al pecador a reconocer el propio pecado. Mientras el hombre cierra los ojos a la propia culpabilidad, no puede convertirse: el Espíritu Santo introduce en su alma la mirada de Dios, para que ilumine la mirada de la conciencia y así el pecador sea liberado de los prejuicios que ocultan a sus ojos las culpas cometidas. Por esto, los que habían tomado parte en la condena de Jesús pidiendo su muerte, descubrieron de repente, bajo la acción de su luz, que su conducta era inadmisible.
Al mismo tiempo que suscita el arrepentimiento y la confesión, el Espíritu Santo hace comprender que el perdón divino está a disposición de los pecadores, gracias al sacrificio de Cristo. Este perdón es accesible a todos. Los que escucharon el sermón de Pedro, preguntan: "Hermanos ¿qué hemos de hacer?". ¿Cómo puede el pecador salir de su estado? ¡Le seria absolutamente imposible si encontrara cerrado el camino del perdón! Pero este camino está ampliamente abierto; basta recorrerlo. El Espíritu Santo desarrolla sentimientos de confianza en el amor divino que perdona y en la eficacia de la redención realizada por el Salvador.
Hay, luego, otro aspecto de la acción reconciliadora del Espíritu que no puede ser pasada en silencio. En Pentecostés Él inaugura la obra de la reconciliación de los hombres entre sí. Efectivamente, con su venida el Espíritu suscita una reunión de personas de proveniencia diversa, "varones piadosos de cuantas naciones hay bajo el cielo", dice el libro de los Hechos (Hch 2, 5). Manifiesta así su intención de reunir todas las naciones en una misma fe, abriendo su corazón a la comprensión del mensaje de la salvación.
Especialmente quiere reunir a los pueblos, haciéndoles superar la barrera que constituye la división de las lenguas. El testimonio de los discípulos, que proclaman las maravillas de Dios, es comprendido por cada uno de los oyentes en su propia lengua materna (cf. Hch 2, 8). La diversidad de lenguaje ya no es un impedimento para la acogida unánime del mensaje de Cristo, porque el Espíritu se encarga de hacer penetrar en cada uno el anuncio de la Buena noticia.
A partir de Pentecostés, la reconciliación de todos los pueblos ya no es un sueño confiado a un futuro lejano. Se ha convertido en una realidad, destinada a crecer incesantemente con la expansión universal de la Iglesia. El Espíritu Santo, que es Espíritu de amor y de unidad, realiza concretamente la finalidad del sacrificio redentor de Cristo, la reunión de los hijos de Dios en un tiempo dispersos.
3. Se pueden distinguir dos aspectos de esta acción unificadora. El Espíritu Santo, haciendo que los hombres se adhieran a Cristo, los une en la unidad de un solo cuerpo, la Iglesia, y reconcilia de este modo en una misma amistad a personas lejanísimas entre sí por situación geográfica y cultural. Él hace de la Iglesia un centro perpetuo de reunión y de reconciliación.
Además, se puede decir que el Espíritu Santo ejerce, en cierto modo, una acción reconciliadora incluso en los que permanecen fuera de la Iglesia, inspirándoles el deseo de una mayor unidad de todas las naciones y de todos los hombres, y estimulando los esfuerzos dirigidos a superar los numerosos conflictos que continúan dividiendo el mundo.
Quiero terminar pensando que el Espíritu Santo realiza esta reconciliación de la humanidad con el concurso de María, Madre universal de los hombres. En los comienzos de la Iglesia, Ella, unida en oración con los Apóstoles y los primeros discípulos, contribuyó a conseguir una abundante efusión de los dones del Espíritu. También hoy María continúa colaborando con el Espíritu divino en la reunificación de los hombres, porque su amor de Madre, dirigiéndose a todos y a cada uno, reclama la unidad. Que el Espíritu Santo se complazca en secundar este anhelo suyo profundo, haciendo a la humanidad cada vez más disponible a acoger sus invitaciones maternas a la fraternidad y a la solidaridad.
Saludos
Muy queridos hermanos y hermanas:
El domingo pasado, solemnidad de Pentecostés, hemos celebrado con renovado gozo espiritual el aniversario del nacimiento oficial de la Iglesia y el comienzo de su misión evangelizadora en la tierra. El Espíritu dio comienzo a la regeneración de la humanidad: reconciliar al ser humano con Cristo y Dios Padre. Pedro y los Once quedaron transformados por el Espíritu y desde aquel día proclamaron las maravillas del Reino de Dios.
El Espíritu actúa como una luz interior en cada; persona bautizada y nos hace comprender que el perdón divino está al alcance de todos los hombres, mediante el sacrificio de Jesucristo. Esta obra reconciliadora de la humanidad se lleva también a cabo, por medio dé la cooperación de María Santísima, Madre universal de los hombres.
Que el Espíritu Santo, en el transcurso de este Año Santo, secunde este profundo deseo de la Madre de nuestro Salvador para que la humanidad esté cada vez más dispuesta a acoger sus llamadas amorosas a la fraternidad y a la solidaridad.
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