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VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,
MÉXICO Y BAHAMAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE ZAPOPÁN

Guadalajara, martes 30 de enero de 1979

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. Henos aquí reunidos hoy en este hermoso santuario de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción de Zapopán, en la gran arquidiócesis de Guadalajara. No quería ni podía omitir este encuentro en torno al altar de Jesús y a los pies de María Santísima, con el Pueblo de Dios que peregrina en este lugar. Este santuario de Zapopán es, en efecto, una prueba más, palpable y consoladora, de la intensa devoción que, desde hace siglos, el pueblo mexicano, y con él, todo el pueblo latinoamericano, profesa a la Virgen Inmaculada.

Como el de Guadalupe, también este santuario viene de la época de la colonia; como aquél, sus orígenes se remontan al valioso esfuerzo de evangelización de los misioneros (en este caso, los hijos de San Francisco) entre los indios, tan bien dispuestos a recibir el mensaje de la salvación en Cristo y a venerar a su Santísima Madre, concebida sin mancha de pecado. Así, estos pueblos perciben el lugar único y excepcional de María en la realización del plan de Dios (cf. Lumen gentium, 53 ss.),su santidad eminente y su relación maternal con nosotros (ib., 61, 66).De aquí en adelante, ella, la Inmaculada, representada en esta pequeña y sencilla imagen, queda incorporada a la piedad popular del pueblo de la arquidiócesis de Guadalajara, de la nación mexicana y de toda América Latina. Como María misma dice proféticamente en su cántico del “Magnificat”: “Me llamarán feliz todas las generaciones” (Lc 1, 48).

2. Si esto es verdad de todo el mundo católico, cuánto más lo es de México y de América Latina. Se puede decir que la fe y la devoción a María y sus misterios pertenecen a la identidad propia de estos pueblos y caracterizan su piedad popular, de la cual hablaba mi predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. Esta piedad popular no es necesariamente un sentimiento vago, carente de sólida base doctrinal, como una forma inferior de manifestación religiosa. Cuántas veces es, al contrario, como la expresión verdadera del alma de un pueblo, en cuanto tocada por la gracia y forjada por el encuentro feliz entre la obra de evangelización y la cultura local, de lo cual habla también la Exhortación recién citada (núm. 20). Así, guiada y sostenida, y, si es el caso, purificada, por la acción constante de los pastores, y ejercida diariamente en la vida del pueblo la piedad popular es de veras la piedad de los “pobres y sencillos” (Evangelii nuntiandi, 48). Es la manera cómo estos predilectos del Señor viven y traducen en sus actitudes humanas y en todas las dimensiones de la vida, el misterio de la fe que han recibido.

Esta piedad popular, en México y en toda América Latina, es indisolublemente mariana En ella, María Santísima ocupa el mismo lugar preeminente que ocupa en la totalidad de la fe cristiana. Ella es la madre, la reina, la protectora y el modelo. A ella se viene para honrarla, para pedir su intercesión para aprender a imitarla, es decir para aprender a ser un verdadero discípulo de Jesús. Porque como el mismo Señor dice: “Quien hiciere la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mc 3, 35).

Lejos de empañar la mediación insustituible y única de Cristo, esta función de María, acogida por la piedad popular la pone de relieve y “sirve para demostrar su poder”, como enseña el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 60.), porque todo lo que ella es y tiene le viene de la “superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación” y a él conduce (ib.). Los fieles que acceden a este santuario bien lo saben y lo ponen en práctica, al decir siempre con ella, mirando a Dios Padre, en el don de su Hijo amado, hecho presente entre nosotros por el Espíritu: “Glorifica mi alma al Señor” (Lc 1, 46).

3. Precisamente, cuando los fieles vienen a este santuario, como he querido venir yo también hoy, peregrino en esta sierra mexicana, ¿qué otra cosa hacen sino alabar y honrar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la figura de María, unida por vínculos indisolubles con las tres personas de la Santísima Trinidad, como también enseña el Concilio Vaticano II? (cf. Lumen gentium, 53).  Nuestra visita al santuario de Zapopán, la mía hoy, la vuestra tantas veces, significa por el hecho mismo la voluntad y el esfuerzo de acercarse a Dios y de dejarse inundar por él, mediante la intercesión, el auxilio y el modero de María.

En estos lugares de gracia, tan característicos de la geografía religiosa mexicana y latinoamericana, el Pueblo de Dios, convocado en la Iglesia, con sus pastores, y en esta feliz ocasión, con quien humildemente preside en la Iglesia a la caridad (cf. San Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, Prol.), se reúne en torno al altar y bajo la mirada materna de María, para dar testimonio de que lo que cuenta en este mundo y en la vida humana es la apertura al don de Dios, que se comunica en Jesús, nuestro Salvador, y nos viene por María. Esto es lo que da a nuestra existencia terrena su verdadera dimensión trascendente, como Dios la quiso desde el principio, como Jesucristo la ha restaurado con su Muerte y su Resurrección, y como resplandece en la Virgen Santísima.

Ella es el refugio de los pecadores (Refugium peccatorum ). El Pueblo de Dios es consciente de la propia condición de pecado. Por eso, sabiendo que necesita una purificación constante “busca sin cesar la penitencia y la reconciliación” (Lumen gentium, 8). Cada uno de nosotros es consciente de ello: Jesús buscaba a los pecadores: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, y no he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5, 31-32). Al paralítico, antes de curarlo le dijo: “Hombre, tus pecados te son perdonados” (Lc, 5, 20); y a una pecadora: “Vete y no peques más” (Jn 8, 11).

Si la conciencia del pecado nos oprime, buscamos instintivamente a Aquel que tiene el poder de perdonar los pecados (cf. Lc 5, 24) y lo buscamos por medio de María, cuyos Santuarios son lugares de conversión, de penitencia, de reconciliación con Dios.

Ella despierta en nosotros la esperanza de la enmienda y de la perseverancia en el bien, aunque a veces pueda parecer humanamente imposible.

Ella nos permite superar las múltiples “estructuras de pecado” en las que está envuelta nuestra vida personal, familiar y social. Nos permite obtener la gracia de la verdadera liberación, con esa libertad con la que Cristo ha liberado a todo hombre.

4. De aquí parte también, como de su verdadera fuente, el compromiso auténtico por los demás hombres, nuestros hermanos, especialmente con los más pobres y necesitados, y por la necesaria transformación de la sociedad. Porque esto es lo que Dios quiere de nosotros y a esto nos envía, con la voz y la fuerza de su Evangelio al hacernos responsables los unos de los otros. María, como enseña mi predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica Marialis cultus (núm. 37) es también modelo, fiel cumplidora de la voluntad de Dios, para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, ni son víctimas de la “alienación”, como hoy se dice, sino que proclaman con ella que Dios es “vindicador de los humildes” y, si es el caso “depone del trono a los soberbios” para citar de nuevo el Magnificat (cf.Lc 1, 51-53). Porque ella es así “tipo del perfecto discípulo de Cristo, que es artífice de la ciudad terrena y temporal, pero tiende al mismo tiempo a la celestial y eterna, que promueve la justicia, libera a los necesitados, pero sobre todo es testigo de aquel amor activo que construye a Cristo en las almas” (Marialis cultus, 37).

Esto es María Inmaculada para nosotros en este santuario de Zapopán. Esto es lo que hemos venido a aprender hoy de ella, a fin de que ella sea siempre para estos fieles de Guadalajara, para la nación mexicana y para toda América Latina, con su ser cristiano y católico, la verdadera “estrella de la Evangelización”.

5. Pero no quería acabar este coloquio sin añadir algunas palabras que considero importantes en el contexto de cuanto antes indicado.

Este santuario de Zapopán, y tantos otros diseminados por toda la geografía de México y América Latina, donde acuden anualmente millones de peregrinos con un profundo sentido de religiosidad, pueden y deben ser lugares privilegiados para el encuentro de una fe cada vez más purificada, que les conduzca a Cristo.

Para ello será necesario cuidar con gran atención y celo la pastoral en los santuarios marianos, mediante una liturgia apropiada y viva, mediante la predicación asidua y de sólida catequesis, mediante la preocupación por el ministerio del sacramento de la penitencia y la depuración prudente de eventuales formas de religiosidad que presenten elementos menos adecuados.

Hay que aprovechar pastoralmente estas ocasiones, acaso esporádicas, del encuentro con almas que no siempre son fieles a todo el programa de una vida cristiana, pero que acuden guiadas por una visión a veces incompleta de la fe, para tratar de conducirlas al centro de toda piedad sólida, Cristo Jesús, Hijo de Dios Salvador.

De este modo la religiosidad popular se irá perfeccionando, cuando sea necesario, y la devoción mariana adquirirá su pleno significado en una orientación trinitaria, cristocéntrica y eclesial, como tan acertadamente enseña la Exhortación Apostólica Marialis cultus (núms. 25-27).

A los sacerdotes encargados de los santuarios, a los que hasta ellos conducen peregrinaciones, les invito a reflexionar maduramente acerca del gran bien que pueden hacer a los fieles, si saben poner en obra un sistema de evangelización apropiado.

No desaprovechéis ninguna ocasión de predicar a Cristo, de esclarecer la fe del pueblo, de robustecerla, ayudándolo en su camino hacia la Trinidad Santa. Sea María el camino. A ello os ayude la Virgen Inmaculada de Zapopán. Así sea.

 



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