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SANTA MISA PARA LOS PEREGRINOS DE PIACENZA, ITALIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Gruta de Nuestra Señora de Lourdes, Vaticano
Lunes 2 de julio de 1979

 

Carísimos:

1. Nuestro encuentro matutino en este lugar tan sugestivo que nos lleva con la mente y el corazón a la gruta de Lourdes, lugar predilecto y bendito, donde María Santísima se apareció a la pequeña Bernardette, tiene un significado bien concreto: es un encuentro familiar junto al altar del Señor y bajo la mirada de la Virgen María, con el Secretario de Estado, el nuevo cardenal Agostino Casaroli, mi primer colaborador; con el obispo y una representación de sacerdotes de su diócesis natal, Piacenza, así como con sus parientes y amigos.

Es para mí este un momento de particular alegría, que me ofrece la ocasión de manifestar mis sentimientos de afecto y de vivo aprecio hacia aquel que, tras largos años de generosa dedicación transcurridos en el servicio total y directo a la Santa Sede y al Papa, ha sido ahora revestido con la importante y grave responsabilidad de Secretario de Estado.

Siento el deber de dar vivamente las gracias al cardenal Casaroli por la solicitud y acierto con que se prodiga por el bien de la Iglesia, así como por haber aceptado este cargo tan alto y tan importante. E invito a todos a que le acompañen con la constante fervorosa oración, a fin de que el Señor le sirva siempre de luz, de ayuda y de consuelo.

Me complazco también con toda la diócesis de Piacenza que, con la seria y amorosa formación impartida en sus seminarios, ha sabido dar para el servicio de la Iglesia muchas y eminentes personalidades. No puedo sino desear de corazón cada vez más numerosas y santas vocaciones sacerdotales en vuestra diócesis, para las necesidades locales y de la Iglesia universal.

Dirijo un saludo especialmente cordial a los familiares del cardenal Casaroli, asegurándoles que participo vivamente de su sincera alegría en estos días, tan significativos e importantes.

2. Inspirándonos ahora en la Palabra de Dios que nos brinda la liturgia de hoy, vamos a tratar de sacar de ella alguna buena norma para nuestra vida.

Tenemos, por de pronto, ante nuestros ojos la escena, plásticamente descrita por el Evangelista San Juan: estamos en el Monte Calvario, hay una cruz, en la que está clavado Jesús; y está, allí al lado, la Madre de Jesús, rodeada de algunas mujeres; está también el discípulo predilecto, Juan precisamente. El Moribundo habla, con la respiración afanosa de la agonía: "¡Mujer, he ahí a tu hijo!". Y luego, dirigiéndose al discípulo: "¡He ahí a tu Madre!". La intención es evidente: Jesús quiere confiar su Madre a los cuidados del discípulo amado.

¿Solamente esto? Los antiguos Padres de la Iglesia entrevieron a través de ese episodio, aparentemente tan sencillo, un significado teológico más profundo. Ya Orígenes identifica al Apóstol Juan con cada uno de los cristianos y, después de él, se hace cada vez más frecuente la cita de este texto para justificar la maternidad universal de María.

Es una convicción que tiene un preciso fundamento en el dato revelado: ¿cómo no pensar, efectivamente, al leer este pasaje, en las palabras misteriosas de Jesús durante las bodas de Caná (cf. Jn 2, 4) cuando, a petición de María, El responde llamándola "mujer" —como ahora— y aplazando el comienzo de su colaboración con ella en favor de los hombres al momento de la pasión, es decir, su "hora", como El solía llamarla? (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 27; 13, 1; Mc 14, 35. 41; Mt 26, 45; Lc 22, 53).

María es plenamente consciente de la misión que le ha sido confiada: la encontramos en los comienzos de la vida de la Iglesia, junto con los discípulos que se están preparando al eminente acontecimiento de Pentecostés, como nos recuerda la primera lectura de la Misa. En esa narración de Lucas, el nombre de Ella destaca entre los de las otras mujeres; la comunidad primitiva, reunida "en el piso superior" se estrecha en oración en torno a Ella, que es "la Madre de Jesús", como para buscar protección y consuelo frente a las incógnitas de un futuro lleno de amenazadoras sombras.

3. El ejemplo de la comunidad cristiana de los primeros tiempos es paradigmático: también nosotros, en las vicisitudes, aun tan diversas, de nuestro tiempo, no podemos hacer nada mejor que recogernos en torno a María, reconociendo en Ella la Madre de Cristo, del Cristo total, es decir de Jesús y de la Iglesia; la Madre nuestra. Y aprender de Ella. Aprender ¿qué?.

A creer, ante todo. María fue llamada "bienaventurada", porque supo creer (cf. Lc 1, 45). Su fe fue la más grande que ser humano haya tenido jamás; mayor que la misma fe de Abraham. En efecto, "el Santo", que de Ella había nacido, "creciendo, se alejaba de Ella, subía por encima de Ella y, elevado sobre Ella, vivía en una distancia infinita. Haberlo engendrado, alimentado y visto en su abandono y no dejarse cobardemente turbar frente a su majestad, pero sin dudar tampoco de su amor cuando su protección materna se encontró superada; y creer que era justo que sucediese todo esto y que se cumplía en ello la voluntad de Dios; no cansarse jamás, no entristecerse jamás, sino más bien sentirse fuerte y hacer, paso a paso, por la fuerza de la fe, el camino que sigue la persona de su Hijo en su carácter arcano: he aquí su grandeza" (R. Guardini, Il Signore, Milán, 1964, págs. 28-29).

Y he aquí también la primera lección que Ella nos ofrece.

Viene después la lección de la plegaria: una plegaria "asidua y concorde" (cf. Act 1, 14). Muchas veces en nuestras comunidades nos recogemos para discutir, para analizar situaciones, para hacer programas. Puede ser también ése un tiempo bien empleado. Pero es necesario reafirmar que el tiempo más útil, el que da sentido y eficacia a las discusiones y a los proyectos, es el tiempo dedicado a la oración. En efecto, durante ella el alma se dispone a acoger al "Consolador" que Cristo prometió enviar (cf. Jn 15, 26) y al cual se le confió la tarea de "conducirnos a la verdad toda entera" (cf. Jn 16, 13).

Otra cosa nos enseña también María con su ejemplo: Ella nos dice que es necesario permanecer en comunión con la comunidad jerárquicamente estructurada. Entre las personas recogidas en el Cenáculo de Jerusalén, San Lucas recuerda en primer lugar a los once Apóstoles, de los cuales enumera los nombres, pese a que ya habían incluido la lista en las páginas de su Evangelio (cf. Lc 6, 14 y ss.). Hay en todo esto una "intención" evidente. Si antes de la Pascua de Resurrección los Apóstoles constituían el séquito especial de Jesús, ahora ellos comparecen ya como hombres a los que el Resucitado ha confiado los plenos poderes y una misión: son, por tanto, los responsables de la obra de salvación que la Iglesia debe realizar en el mundo.

María está con ellos. Más aún, bajo cierto aspecto, está subordinada a ellos. La comunidad cristiana se constituye "sobre el fundamento de los Apóstoles". Es ésta la voluntad de Cristo. María, la Madre, la ha aceptado gozosamente. También en este aspecto Ella es para nosotros un modelo ejemplar.

Vamos a continuar ahora la celebración de la Misa. Revive místicamente, en esa nuestra asamblea litúrgica, la experiencia del Cenáculo. María está con nosotros. Nosotros la invocamos, nos confiamos a Ella. Que nos sostenga con su ayuda en el propósito, que renovamos, de quererla imitar generosamente.

 



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