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SANTA MISA PARA LA PROCLAMACIÓN DE CINCO NUEVOS BEATOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Domingo 22 de junio de 1980

 

«Alabad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 135 [136], 1).

1. Esta entusiasta invitación del Salmista a unirnos todos en la glorificación de Dios, por su infinita bondad y misericordia, es acogida hoy por toda la Iglesia, llena de rebosante alegría, porque puede inclinarse a venerar a cinco de sus hijos, elevados al honor de los altares mediante la beatificación y, al mismo tiempo, puede presentarlos a la imitación de los fieles y a la admiración del mundo. Son los siguientes: un jesuita «Apóstol del Brasil», José de Anchieta; una mística misionera, María de la Encarnación (Guyart); un terciario franciscano fundador de la congregación betlemita, Pedro de Betancur; un obispo, Francisco de Montmorency-Laval, y una joven virgen piel roja, Catalina Tekakwitha.

Dios derramó sobre ellos su bondad y su misericordia, enriqueciéndoles con su gracia; les amó con amor paternal, pero exigente, que prometía sólo pruebas y sufrimientos; les invitó y llamó a la santidad heroica; les arrancó de sus patrias de origen y les invitó a otras tierras para que anunciaran, entre indecibles fatigas y dificultades, el mensaje del Evangelio. Dos son hijos de España, dos de Francia, una nació en la zona que hoy corresponde al Estado de Nueva York y transcurrió luego el resto de su vida en Canadá. Todos ellos, al igual que Abraham, en un determinado momento de su vida sintieron —persuasiva, misteriosa, imperiosa— la voz de Dios: «Salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré» (Gén 12, 1). Obedecieron, con una disponibilidad humanamente inexplicable y se fueron hacia zonas desconocidas, no para buscar riquezas y glorias mundanas, ni para hacer de su propia vida una aventura interesante, sino sencillamente para anunciar a sus contemporáneos que Dios es amor y que Jesús de Nazaret es el Mesías y el Señor, el Hijo de Dios encarnado, el supremo Salvador y Redentor y el definitivo Liberador del hombre, de cada hombre, de todo el hombre.

Sus vicisitudes terrenas se desenvolvieron en un arco global de 150 años, más o menos, entre 1534 y 1680; un período caracterizado por complejos fenómenos sociales, políticos, culturales, económicos y, en el campo eclesial, entre otras cosas, por el Concilio de Trento y por la institución, que realizó Gregorio XV en 1622, de la Congregación de Propaganda Fide, que animó el grandioso despertar y el incontenible impulso misionero de la Iglesia en la época moderna

2. Y un incansable y genial misionero es José de Anchieta, que a los 17 años, ante la imagen de la Santísima Virgen María, en la catedral de Coimbra, hace voto de virginidad perpetua y decide dedicarse al servicio de Dios. Habiendo ingresado en la Compañía de Jesús, parte, el año 1553, para el Brasil, donde, en la misión de Piratininga, emprende múltiples actividades pastorales con el fin de acercar y ganar para Cristo a los indios de las selvas vírgenes. Ama con inmenso afecto a sus hermanos «brasís», comparte con ellos su vida, estudia profundamente sus costumbres y comprende que su conversión a la fe cristiana debe ser preparada, ayudada y consolidada por un apropiado trabajo de civilización, para su promoción humana. Su celo ardiente le mueve a realizar innumerables viajes, cubriendo distancias inmensas, en medio de grandes peligros. Pero la oración continua, la mortificación constante, la caridad ferviente, la bondad paternal, la unión íntima con Dios, la devoción filial a la Virgen Santísima —a quien dedica un largo poema de elegantes versos latinos— dan a este gran hijo de San Ignacio una fuerza sobrehumana, especialmente cuando debe defender contra las injusticias de los colonizadores a sus hermanos los indígenas. Para ellos compone un catecismo, adaptado a su mentalidad, que contribuye grandemente a su cristianización. Por todo ello, bien merece el título de «Apóstol del Brasil».

3. Nacido de familia pobre, dedicada a la agricultura y a la ganadería, Pedro de Betancur, tiene en su vida un solo objetivo: llevar el mensaje cristiano a las «Indias Occidentales». A los 23 años deja su patria y llega a Guatemala, enfermo, sin recursos, solo, desconocido, convirtiéndose en el apóstol de los esclavos negros, de los indios sometidos a trabajos inhumanos, de los emigrantes sin trabajo ni seguridad, de los niños abandonados. El hermano Pedro, animado por la caridad de Cristo, se hizo todo para todos, en particular para los pequeños vagabundos de cualquier raza y color, en favor de los cuales funda una escuela. Para los enfermos pobres, despedidos de los hospitales pero todavía necesitados de ayuda y asistencia, Pedro funda el primer hospital del mundo para convalecientes. Muere a los 41 años de edad.

El Niño de Belén, en cuyo nombre fundó la congregación betlemita, fue el tema asiduo de la meditación espiritual del Beato, el cual en los pobres supo descubrir siempre el rostro de «Jesús Niño»: por esto los amó con una delicada ternura, cuyo recuerdo sigue siempre vivo en Guatemala.

4. María de la Encarnación (Marie Guyart), ha sido justamente llamada «Madre de la Iglesia católica en Canadá».

A los 17 años se casa con Claude Martin; a los 18, es madre; a los 20 se queda viuda. María rechaza un segundo matrimonio que le proponían sus padres y, a los 32 años, entra en el monasterio de las ursulinas de Tours. Dios le hace comprender la fealdad del pecado y la necesidad de la redención. Profundamente devota del Corazón de Jesús y meditando asiduamente el misterio de la Encarnación, madura su vocación misionera. «Mi cuerpo estaba en nuestro monasterio —escribiría en su autobiografía— pero mi espíritu no podía estar encerrado allí. El Espíritu de Jesús me llevaba a las Indias, al Japón, a América, al Oriente, al Occidente, a las regiones de Canadá y a los Hurones, a toda la tierra habitable, donde había almas que yo quería perteneciesen a Jesucristo». En 1639, la encontramos en Canadá. Es la primera religiosa francesa misionera. Su apostolado catequístico en favor de los indígenas es infatigable; compone un catecismo en lengua de los hurones, otro en la de los iraqueses, un tercero en la de los algonquinos.

Alma profundamente contemplativa, pero comprometida en la acción apostólica, formula el voto de «buscar la mayor gloria de Dios en todo lo que sirva para mayor santificación» y en mayo de 1653 se ofrece interiormente en holocausto a Dios por el bien de Canadá.

Maestra de vida espiritual, hasta el punto de que Bossuet la definió como «la Teresa del Nuevo Mundo», y promotora de obras de evangelización, María de la Encarnación reúne en sí, de modo admirable, la contemplación y la acción. En ella se realiza plenamente la mujer cristiana, con raro equilibrio, en todos los estados de vida: esposa, madre, viuda, directora de empresas, religiosa, mística, misionera; y todo ello, siendo siempre fiel a Cristo, siempre en estrecha unión con Dios.

5. Noble hijo de Francia, Francisco de Montmorency-Laval, animado también él por el carisma misionero, habría podido aspirar a las carreras humanas más prometedoras, pero prefirió corresponder generosamente a la invitación de Cristo, que le enviaba a anunciar el Evangelio en tierras lejanas. Nombrado vicario apostólico en «Nueva Francia», investido del carácter episcopal, se establece en Quebec y se decide, con celo infatigable a la expansión del Reino de Dios, realizando en sí la figura ideal del obispo. Consagra a los indios las primicias de su ministerio; viaja constantemente a través de la inmensa región, mitad del continente norteamericano; funda el seminario de Quebec, que llegará a ser seguidamente la «Universidad Laval», una de las primeras Universidades Católicas de los tiempos modernos; se preocupa, con cuidado particular, de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas y obtiene de la Santa Sede la institución en París de un seminario para «Misiones extranjeras».

María de la Encarnación, que le había precedido en Canadá veinte años antes y que hoy es beatificada con él, escribía a poco de su llegada: «Es un hombre de gran mérito y de virtud insigne; no son los hombres quienes le han elegido; debo decir realmente que vive como un santo y como un apóstol».

6. Esta corona maravillosa de nuevos Beatos, espléndido don de Dios a su Iglesia, se cierra con la dulce, frágil y fuerte figura de una joven, muerta a los 24 años de edad: Catalina Tekakwitha, el «lirio de los Mohawks», la primera virgen iroquesa, que en Norteamérica renovó, en el siglo XVII, los prodigios de santidad de Santa Escolástica, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Sena, Santa Angela de Merici, Santa Rosa de Lima, precediendo, en el camino del Amor, a su gran hermana espiritual, Teresa del Niño Jesús.

Transcurre su breve existencia, parte en el territorio donde se encuentra hoy el Estado de Nueva York y el resto en Canadá. Es gentil, dócil, laboriosa y pasa el tiempo trabajando, rezando y meditando. A los 20 años recibe el bautismo. Incluso en las temporadas de caza, siguiendo a su propia tribu, continúa sus ejercicios de piedad, que realiza ante una tosca cruz, que ella misma ha tallado en la selva. Invitada por su familia al matrimonio, responde con mucha serenidad y firmeza que tiene a Jesús como único esposo; tal decisión, consideradas las condiciones sociales de la mujer en las tribus indias de aquel tiempo, supone para Catalina el riesgo de vivir marginada y en la miseria. Es un gesto valeroso, contracorriente, profético: el 25 de marzo de 1679, a los 23 años, Catalina, con el consentimiento de su director espiritual, hace voto de perpetua virginidad, el primero conocido, de esa índole, entre lo indios de Norteamérica.

Los últimos meses de su vida son una manifestación cada vez mayor de su fe sólida, de su límpida humildad, de su serena resignación, de su gozo luminoso, aun en medio de atroces sufrimientos. Sus últimas palabras, sencillas y sublimes, susurradas en trance de muerte, sintetizan, como cántico altísimo, una vida de purísima caridad: «Jesús, te amo».

7. Llenos de emocionada alegría, damos gracias a Dios que continúa dando generosamente a la Iglesia el don de la santidad, y nos inclinamos reverentes para venerar los nuevos Beatos y las nuevas Beatas, cuya fisonomía espiritual hemos esbozado brevemente. Escuchemos dóciles el mensaje que nos dirigen con la fuerza de su testimonio. Verdaderamente, sus corazones, mediante la fe, se abrieron con generosidad a la Palabra de Dios y llegaron a ser habitación de Cristo; todos ellos, enraizados y basados en la caridad, alcanzaron una especial profundidad de conocimiento y comprensión del misterioso designio divino de salvación, conociendo el amor de Cristo, que supera todo conocimiento (cf. Ef 3, 17-19). En este día glorioso nos recuerdan que todos nosotros estamos invitados y obligados a buscar la santidad y la perfección de nuestro estado (cf. Lumen gentium, 42) y la Iglesia, que vive en tiempo, es misionera por naturaleza y debe seguir el mismo camino seguido por Cristo; a saber: el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio y del sacrificio de sí mismo hasta la muerte (cf. Ad gentes, 1, 5)

Oh Beatos y Beatas, que hoy glorifica y exalta la Iglesia peregrinante: ¡dadnos la fuerza de imitar vuestra fe límpida, cuando nos encontremos en momentos de tinieblas; vuestra serena esperanza, cuando nos veamos abatidos por las dificultades; vuestra ardiente caridad hacia Dios, cuando nos sintamos tentados a adorar a las criaturas; vuestro amor delicado hacia los hermanos, cuando queramos encerrarnos en nuestro egoísta individualismo!

Oh Beatos y Beatas: ¡bendecid vuestras patrias, las de origen y las que os fueron dadas por Dios, la «Tierra prometida» a Abraham, y que vosotros amasteis, evangelizasteis, santificasteis!

Oh Beatos y Beatas, ¡bendecid a la Iglesia entera, peregrina, que espera la patria definitiva!

Oh Beatos y Beatas, ¡bendecid al mundo, que tiene hambre y sed de santidad!

Beato José de Anchieta, Beata María de la Encarnación, Beato Pedro de Betancur, Beato Francisco de Montmorency-Laval, Beata Catalina Tekakwitha, ¡rogad por nosotros!

 



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