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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
Y ORDENACIÓN SACERDOTAL DE DIÁCONOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Estadio de Maracaná
Miércoles 2 de julio de 1980

 

Venerables hermanos y carísimos hijos:

1. Es solemne esta hora. El Señor está presente aquí, en medio de nosotros. Para darnos seguridad sobre esto, bastaría su promesa: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt 18, 20), Y en su nombre estamos reunidos para la ordenación sacerdotal de estos jóvenes que están aquí, delante del altar. Sobre ellos, elegidos de entre la maravillosa y generosa tierra de Brasil con afecto de predilección, Jesús hará descender, dentro de poco, el Espíritu del Padre y el Suyo. Y el Espíritu Santo, marcándolos con su sello a través de la imposición de las manos del obispo, enriqueciéndolos de gracias y poderes particulares, realizará en ellos una misteriosa y real configuración con Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y hará de ellos sus ministros para siempre.

Conviene, en este momento del solemne rito, detenernos a meditar. El Evangelio que hemos escuchado y la ceremonia litúrgica que precedió a su lectura son temas capaces de fijar nuestra mente en una contemplación sin fin. Es natural que en este momento de intensa alegría, yo me dirija de modo especial a vosotros, carísimos ordenandos, que sois el motivo de esta celebración. Y lo hago con las palabras del Apóstol Pablo: "Os nostrum patet ad vos... cor nostrum dilatatum est". "Os abrimos nuestra boca... ensanchamos nuestro corazón" (2 Cor 6, 11). Deseo ardientemente ayudaros a comprender la grandeza y el significado del paso que os disponéis a dar. Esta solemne hora tendrá indudablemente un reflejo sobre todas las que vendrán después en el transcurso de vuestra existencia. Deberéis volver muchas veces a recordar este momento a fin de tomar impulso para continuar, con renovado ardor y generosidad, el servicio que hoy sois llamados a ejercer en la Iglesia.

2. "¿Quién soy yo? ¿Qué se exige de mí? ¿Cuál es mi identidad?" Es esta la angustiosa pregunta que más frecuentemente se plantea hoy el sacerdote, ciertamente expuesto a los contraataques de la crisis de transformación que sacude al mundo.

Vosotros, carísimos hijos, no sentís ciertamente la necesidad de haceros esas preguntas. La luz que hoy os invade os da una certeza casi sensible de lo que sois, de aquello para lo que estáis llamados. Pero puede suceder que encontréis mañana a hermanos en el sacerdocio que, en medio de incertidumbres, se pregunten sobre su propia identidad. Puede suceder que, adormecido y distante el primer fervor, lleguéis también vosotros un día a interrogaros. Por eso, yo quisiera proponeros algunas reflexiones sobre la verdadera fisonomía del sacerdote, que sirviesen de poderosa ayuda para vuestra fidelidad sacerdotal.

Ciertamente, no encontraremos nuestra respuesta en las ciencias del comportamiento humano ni en las estadísticas socio-religiosas, pero sí en Cristo y en la fe. Interrogaremos humildemente al Divino Maestro y le preguntaremos quiénes somos, cómo quiere El que seamos, cuál es, ante El, nuestra identidad.

3. Una primera respuesta se nos da inmediatamente: somos llamados. La historia de nuestro sacerdocio comienza por un llamamiento divino, como sucedió a los Apóstoles. Al elegirlos, es manifiesta la intención de Jesús. Es El quien toma la iniciativa. El mismo lo hará notar: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros" (Jn 15, 16). Las sencillas y enternecedoras escenas que nos representan la llamada de cada discípulo revelan la actuación precisa de determinadas preferencias (cf. Lc 6, 13), sobre las cuales es conveniente meditar.

¿A quién elige El? No parece que considere la clase social de sus elegidos (cf. 1 Cor 1, 27), ni que cuente con entusiasmos superficiales (cf. Mt 8, 19-22). Una cosa es cierta: somos llamados por Cristo, por Dios. Lo que quiere decir que somos amados por Cristo, por Dios. ¿Pensamos en esto bastante? En realidad, la vocación al sacerdocio es una señal de predilección por parte de Aquel que, escogiéndoos entre tantos hermanos, os llamó a participar, de un modo totalmente especial, de su amistad: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Nuestro llamamiento al sacerdocio, al señalar el momento más alto en el uso de nuestra libertad, provocó la grande e irrevocable opción de nuestra vida y, por tanto, la página más bella en la historia de nuestra experiencia humana. ¡Nuestra felicidad consiste en no despreciarla jamás!

4. Con el rito de la sagrada ordenación seréis introducidos, hijos carísimos, en un nuevo género de vida, que os separa de todo y os une a Cristo con un vínculo original, inefable, irreversible. Así, vuestra identidad se enriquece con otra distinción: sois consagrados.

Esa misión del sacerdocio no es un simple título jurídico. No consiste precisamente en un servicio eclesial prestado a la comunidad, delegado por ella y, por tanto, revocable por la misma comunidad o renunciable por libre decisión del "funcionario". Se trata, por el contrario, de una real e íntima transformación por la que pasó vuestro organismo sobrenatural gracias a una "señal" divina, el "carácter", que os habilita para obrar "in persona Christi" (haciendo las veces de Cristo), y por eso os califica en relación a El como instrumentos vivos de su acción.

Comprenderéis ahora cómo el sacerdote se convierte en un "segregatus in Evangelium Dei" (elegido para anunciar el Evangelio de Dios, cf. Rom 1, 1); no pertenece a este mundo, sino que se halla, de ahora en adelante, en un estado de exclusiva propiedad del Señor. El carácter sagrado le afecta de modo tan profundo que orienta integralmente todo su ser y su obrar hacia un destino sacerdotal. De modo que no queda en él ya nada de lo que pueda disponer como si no fuese sacerdote y, menos todavía, como si estuviese en contraste con tal dignidad. Aun cuando realiza acciones que, por su naturaleza son de orden temporal, el sacerdote es siempre ministro de Dios. En él, todo, incluso lo profano, debe convertirse en "sacerdotalizado", como en Jesús, que siempre fue sacerdote, siempre actuó como sacerdote, en todas las manifestaciones de su vida.

Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es El quien actúa por medio de nosotros. "Por el sacramento del orden —dijo alguien acertadamente—, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. Es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre" (cf. J. M. Escrivá de Balaguer, Sacerdote para la eternidad, pág. 20. Madrid, 1973). Y podemos añadir: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: "Tus pecados te son perdonados" (Mt 9, 2; Lc 5, 20; 7, 48; cf. Jn 20, 23). Y es El quien habla, cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida los enfermos, los niños y los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados.

Como veis, nos encontramos aquí en la culminación del sacerdocio de Cristo, del que somos partícipes y que hacía exclamar al autor de la Carta a los Hebreos: "... Grandis sermo et inínterpretabilis ad dicendum", "tenemos mucho que decir, de difícil inteligencia" (Heb 5,11).

La expresión "Sacerdos, alter Christus", "el sacerdote es otro Cristo", acuñada por la intuición del pueblo cristiano, no es un simple modo de hablar, una metáfora, sino una maravillosa, sorprendente y consoladora realidad.

5. Este don del sacerdocio, no os olvidéis nunca de ello, es un prodigio que fue realizado en vosotros, pero no para vosotros. Lo fue para la Iglesia, lo que quiere decir para que el mundo se salve. La dimensión sagrada del sacerdocio está totalmente ordenada a la dimensión apostólica; es decir, a la misión, al ministerio pastoral. "Como me envió mi Padre, así os envío yo" (Jn 20, 21).

El sacerdote es, por tanto, un enviado. Es ésta otra nota esencial de la identidad sacerdotal.

El sacerdote es el hombre de la comunidad, ligado de forma total e irrevocable a su servicio, lo explicó claramente el Concilio (cf. Presbyterorum ordinis, 12). Bajo este aspecto, estáis destinados al cumplimiento de una doble función, que bastaría, de por sí, para una interminable meditación sobre el sacerdocio. Revistiéndoos de la persona de Cristo ejerceréis de algún modo su función de mediador. Seréis intérpretes de la Palabra de Dios, dispensadores de los misterios divinos (cf. 1 Cor 4, 1; 2 Cor 6, 4) ante el pueblo. Y seréis, ante Dios, los representantes del pueblo en todos sus componentes: los niños, los jóvenes, las familias, los trabajadores, los pobres, los humildes, los enfermos, e incluso los distanciados y los enemigos. Seréis los portadores de sus ofrendas. Seréis su voz orante y suplicante, alegre y llorosa. Seréis su expiación (cf. 2 Cor 5, 21).

Llevemos, por tanto, grabada en la memoria y en el corazón la palabra del Apóstol: "Pro Cristo legatione fungimur, tamquam Deo exhortante per nos", "Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros" (2 Cor 5, 20), para hacer de nuestra vida una íntima, progresiva y firme imitación de Cristo Redentor.

6. Queridos hijos: con esta rápida exposición he procurado trazaros los rasgos fundamentales del perfil del sacerdote.

Deseo ahora sacar algunas consecuencias prácticas que os ayudarán en el cumplimiento de vuestra actividad sacerdotal, dentro o fuera de la sociedad eclesial.

Ante todo, en el mundo eclesial. Sabéis que la doctrina del sacerdocio común de los fieles, tan ampliamente desarrollada por el Concilio, ofreció al laicado la ocasión providencial de descubrir cada vez más la vocación de todo bautizado al apostolado y su necesario compromiso, activo y consciente, con la tarea de la Iglesia. De ello resultó un amplio y consolador florecimiento de iniciativas y de obras que constituyen una inestimable contribución para el anuncio del mensaje cristiano, tanto en tierras de misión como en países como el vuestro, donde se siente más agudamente la necesidad de suplir, con el auxilio de los laicos, la presencia del sacerdote.

Es algo consolador y debemos ser los primeros en alegrarnos con esta colaboración del laicado y alentarla.

Urge decir, mientras tanto, que nada de eso disminuye en modo alguno la importancia y la necesidad del ministerio sacerdotal, ni puede justificar un menor interés por las vocaciones eclesiásticas. Menos aún, puede justificar el intento de trasladar a la asamblea o a la comunidad el poder que Cristo confirió exclusivamente a los ministros sagrados. El papel del sacerdote sigue siendo insustituible. Debemos, ciertamente, solicitar, de todos modos, la colaboración de los laicos. Pero, en la economía de la Redención, existen tareas y funciones —como la ofrenda del sacrificio eucarístico, el perdón de los pecados, el oficio del magisterio— que Cristo quiso ligar esencialmente al sacerdocio y en las cuales nadie nos podrá sustituir sin haber recibido las sagradas órdenes. Sin el ministerio sacerdotal, la vitalidad religiosa corre el riesgo de ver cortadas sus fuentes; la comunidad cristiana, de disgregarse; y la Iglesia, de secularizarse.

Es verdad que la gracia de Dios puede actuar de igual modo, especialmente donde existe la imposibilidad de tener un ministro de Dios, y donde nadie tiene culpa del hecho de no tenerlo. Es necesario, sin embargo, no olvidar que el camino normal y seguro de los bienes de la Redención pasa a través de los medios instituidos por Cristo y en las formas establecidas por El.

De aquí se deduce también el interés que cada uno de nosotros debemos tener por el problema de las vocaciones. Os exhortamos a consagrar las primeras y más desveladas preocupaciones de vuestro ministerio a este sector. Es un problema de la Iglesia (cf. Optatam totius, 2). Es un problema que sobresale entre todos. De él depende la certeza del futuro religioso de vuestra patria. Podrán tal vez desanimaros las dificultades reales para hacer llegar al mundo joven la invitación de la Iglesia. Pero ¡tened confianza! También la juventud de nuestro tiempo siente poderosamente la atracción hacia las alturas, hacia las cosas arduas, hacia los grandes ideales. No os ilusionéis con que la perspectiva de un sacerdocio menos austero en sus exigencias de sacrificio y de renuncia —como por ejemplo en la disciplina del celibato eclesiástico— pueda aumentar el número de quienes pretenden comprometerse en el seguimiento de Cristo. Por el contrario, más bien es una mentalidad de fe vigorosa y consciente lo que falta y se hace necesario crearla en nuestras comunidades. Allí donde el sacrificio cotidiano mantiene despierto el ideal evangélico y eleva a alto nivel el amor de Dios, las vocaciones continúan siendo numerosas. Lo confirma la situación religiosa en el mundo. Los países donde la Iglesia es perseguida son, paradójicamente, aquellos en que las vocaciones son más florecientes y algunas veces incluso más abundantes.

7. Es necesario, además, que toméis conciencia, amados sacerdotes, de que vuestro ministerio se desarrolla hoy en el ámbito de una sociedad secularizada, cuya característica es el eclipse progresivo de lo sagrado y la eliminación sistemática de los valores religiosos. Estáis llamados a realizar en ella la salvación como signos e instrumentos del mundo invisible.

Prudentes, pero confiados, viviréis entre los hombres para compartir sus angustias y esperanzas, para alentarles en sus esfuerzos de liberación y de justicia. No os dejéis, sin embargo, poseer por el mundo ni por su príncipe, el maligno (cf. Jn 17, 14-15). No os acomodéis a las opiniones y a los gustos de este mundo, como exhorta San Pablo: "Nolíte conformari huic saeculo" (Rom 12, 1-2). Por el contrario, ajustad vuestra personalidad, con sus aspiraciones, a la línea de la voluntad de Dios.

La fuerza del signo no está en el conformismo, sino en la distinción. La luz es distinta de las tinieblas para poder iluminar el camino de quien anda en la oscuridad. La sal es distinta de la comida para darle sabor. El fuego es distinto del hielo para calentar los miembros ateridos por el frío. Cristo nos llama luz y sal de la tierra. En un mundo disipado y confuso como el nuestro, la fuerza del signo está exactamente en ser diferente. El signo debe destacarse tanto más cuanto que la acción apostólica exige mayor inserción en la masa humana.

A este propósito, ¿cómo negar que una cierta absorción de la mentalidad del mundo, la frecuentación de ambientes disipadores, así como también el abandono del modo externo de presentarse, distintivo de los sacerdotes, pueden disminuir la sensibilidad del propio valor del signo?

Cuando se pierden de vista esos horizontes luminosos, la figura del sacerdote se oscurece, su identidad entra en crisis, sus deberes peculiares no se justifican ya y se contradicen, se debilita su razón de ser.

Y no se recupera esa fundamental razón de ser haciéndose el sacerdote "un hombre para los demás". ¿Acaso no lo debe ser quienquiera que desee seguir al Divino Maestro? . "Hombre para los demás" el sacerdote lo es, ciertamente, pero en virtud de su manera peculiar de ser "hombre para Dios". El servicio de Dios es el cimiento sobre el que hay que construir el genuino servicio de los hombres, el que consiste en liberar a las almas de la esclavitud del pecado y volver a conducir al hombre al necesario servicio de Dios. Dios, en efecto, quiere hacer de la humanidad un pueblo que lo adore, "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).

Quede así bien claro que el servicio sacerdotal, si quiere permanecer fiel a sí mismo, es un servicio excelente y esencialmente espiritual. Que se acentúe esto hoy, contra las multiformes tendencias a secularizar el servicio del cura, reduciéndolo a una función meramente filantrópica. Su servicio no es el del médico, del asistente social, del político o del sindicalista. En ciertos casos, tal vez, el cura podrá prestar, quizá de manera supletoria, esos servicios y, en el pasado, los prestó de forma muy notable. Pero hoy, esos servicios son realizados adecuadamente por otros miembros de la sociedad, mientras que nuestro servicio se especifica cada vez más claramente como un servicio espiritual. Es en el campo de las almas, de sus relaciones con Dios, y de su relación interior con sus semejantes, donde el sacerdote tiene una función esencial que desempeñar. Es ahí donde debe realizar su asistencia a los hombres de nuestro tiempo. Ciertamente, siempre que las circunstancias lo exijan, no debe eximirse de prestar también una asistencia material, mediante las obras de caridad y la defensa de la justicia. Pero, como he dicho, eso es en definitiva un servicio secundario, que no debe jamás perder de vista el servicio principal, que es el de ayudar a las almas a descubrir al Padre, abrirse a El y amarlo sobre todas las cosas.

Solamente así, es como el sacerdote jamás podrá sentirse un inútil, un fracasado, aun cuando se viere obligado a renunciar a alguna actividad exterior. El Santo Sacrifico de la Misa, la oración, la penitencia, lo mejor, —más aún, lo esencial— de su sacerdocio, permanecería íntegro, como lo fue para Jesús en los treinta años de su vida oculta. A Dios le sería dada una gloria todavía más inmensa. La Iglesia y el mundo no quedarían privados de un auténtico servicio espiritual.

8. Queridos ordenandos, carísimos sacerdotes: al llegar aquí, mi plática se transforma en oración, en una oración que deseo confiar a la intercesión de María Santísima, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. En la ansiosa espera del sacerdocio, os colocasteis ciertamente cerca de Ella, como los Apóstoles en el Cenáculo. Que Ella os obtenga las gracias que más necesitáis para vuestra santificación y para la prosperidad religiosa de vuestro país. Que Ella os conceda sobre todo el amor, su amor, el que le dio la gracia de engendrar a Cristo, para ser capaces de cumplir la misión de engendrar a Cristo en las almas. Que Ella os enseñe a ser puros, como Ella lo fue, os haga fieles al llamamiento divino, os haga comprender, toda la belleza, la alegría y la fuerza de un ministerio vivido sin reservas en la dedicación y en la inmolación por el servicio de Dios y de las almas. Pedimos finalmente a María, para vosotros y para todos nosotros los aquí presentes, que nos ayude a decir, a ejemplo suyo, la gran palabra: SÍ a la voluntad de Dios, aun cuando sea exigente, aun cuando sea incomprensible, aun cuando sea dolorosa para nosotros. ¡Así sea!

 


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