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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PLAZA SUFRANA DE MANAUS 


Viernes 11 de julio de 1980

 

Señor arzobispo administrador apostólico,
hermanos míos en el Episcopado y en el sacerdocio ministerial,
carísimos religiosos y religiosas,
queridos hermanos y hermanas:

1. En el marco de un viaje pastoral intensamente deseado como este de Brasil, el Papa ha tenido mucho interés por la presente visita al Amazonas y concretamente a la bella ciudad de Manaus, capital de este gran Estado. Yo quería conocer esta realidad original y difícilmente comparable a nada de cuanto pude observar en otros puntos del país. Quería proporcionar a las poblaciones de esta región la posibilidad de "ver a Pedro", en la humilde persona de este Sucesor suyo. Quería, además, rendir en esta Iglesia misionera, un sincero homenaje a las misiones y a los misioneros en general.

Os saludo, pues, a todos vosotros aquí presentes y, en vosotros, saludo a las poblaciones y las diócesis de los Estados del Amazonas y del Acre y de los territorios de Rondónia, Roraima y Amapá. Saludo también a las personas que representan grupos llegados de Venezuela. Por todos vosotros ofrezco el sacrificio eucarístico. Os dejo mi bendición. Rezo por vuestro bienestar material y por vuestro crecimiento en la fe. Acompaño vuestra vida y vuestros trabajos, vuestras angustias y esperanzas.

Pero os pido licencia para dirigirme, en este momento de nuestra Eucaristía, de modo especial a vuestros misioneros. Al hablarles, hablo indirectamente de vosotros y a vosotros. Confirmándoles en su misión, confirmo en la fe a esa comunidad eclesial por ellos alimentada y sustentada.

2. Deseo en este momento tener también un pensamiento especial para la significativa parcela de población que constituyen los indios. Y quiero repetir aquí sustancialmente lo que les dije ayer en el encuentro que tuve con ellos. La Iglesia procura dedicarse hoy a los indios, como se dedicó, desde el descubrimiento de Brasil, a sus antepasados. El Beato José de Anchieta es, en ese sentido un adelantado y, en cierto modo, un modelo para generaciones y generaciones de misioneros jesuitas, salesianos, franciscanos, dominicos, capuchinos, misioneros del Espíritu Santo o de la Preciosa Sangre, benedictinos y tantos otros.

Con meritoria constancia procuraron comunicar a los indios el Evangelio y ofrecerles toda ayuda posible en orden a su promoción humana.

¡Confío a los poderes públicos y a los demás responsables los votos que hago de todo corazón en nombre del Señor, para que a los indios, cuyos antepasados fueron los primeros habitantes de esta tierra, les sea reconocido el derecho de habitarla en paz y serenidad!

Sin el temor, verdadera pesadilla, de ser desalojados, en beneficio de otros, antes bien seguros de un espacio vital que será la base no solamente para la supervivencia, sino para la preservación de su identidad como pueblo.

Deseo grandemente que a esta cuestión compleja y espinosa se dé una respuesta ponderada, oportuna, inteligente para beneficio de todos. Así, se respetará y favorecerá la dignidad y la libertad de cada uno de los indios, como persona humana y como un pueblo.

¡Queridos misioneros: obispos, hermanos sacerdotes, hermanos religiosos, hermanas religiosas, laicos y laicas, todos hermanos y hermanas!

Al encontrarme aquí con vosotros, me asalta un pensamiento: hace menos de veinte años, la Providencia quiso que el entonces arzobispo de Cracovia estuviera intensa y profundamente ligado a la preparación de algunos de los más importantes documentos del Concilio Vaticano II, que después firmaría con millares de otros Padres. Yo viví, en aquellos días memorables de un Concilio eminentemente eclesiástico, las reflexiones, los estudios, los debates que llevarían a la definición de la Iglesia como Pueblo de Dios reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, como signo e instrumento de comunión de los hombres entre sí y de la humanidad con Dios, como sacramento de salvación para el mundo al cual la Iglesia era enviada. Ellos proclamarían también que, en virtud de todo esto, la Iglesia es esencialmente misionera. Pablo VI volvería a repetir con vigor esa frase en su magistral Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi sobre la evangelización: "Toda la Iglesia es misionera" (núm. 59, cf. Ad gentes, 35).

Pues bien, en esta Iglesia misionera yo tengo la conciencia de ser, por la fuerza del ministerio pontificio que un designio misterioso de Dios me confió, el primer responsable de la acción misionera. Y esta precisa responsabilidad me trajo a Brasil hasta vosotros y me induce a hablaros hoy con gran apertura de corazón.

3. Quiero, antes que nada, traeros estímulo y aliento para vuestra labor misionera. Tarea realmente exigente, ya que os arrancó de vuestro país natal o de otras regiones de Brasil y del seno de vuestra familia; y os ha enfrentado con una realidad las más de las veces erizada de dificultades, que os supone un trabajo cuyos frutos probablemente no seréis vosotros quienes los recojan.

¿Cómo maravillarnos, por tanto, si algunos días sentís gravar sobre vuestras espaldas esa tarea como un peso que os parece, a veces, superior a vuestras fuerzas? En estos instantes, como por otra parte en todos los demás momentos, deben ser para vosotros fuente de consuelo y de estímulo:

— la íntima convicción de que para esta tarea no os presentáis vosotros mismos por razón alguna humana, sino que fuisteis elegidos y convocados por el primero y supremo misionero. Nuestro Señor Jesucristo;

— la certeza de que vuestro trabajo no sólo es útil y necesario, sino que es indispensable para la construcción de la Iglesia en este pedazo de tierra que, bien lo sé, adoptasteis como vuestra;

— el afecto y gratitud que os profesa el pueblo bueno al que anunciáis el Evangelio;

— y, por último, lo digo con total sinceridad, el inmenso aprecio que el Papa nutre hacia vuestro trabajo, el respeto, la admiración, la fraterna amistad que él tiene para con vuestras personas.

4. Además de estas expresiones de estímulo, ¿deseáis que el Papa os diga algo más para vuestra misión?

Pues bien, sed, en esta porción de Iglesia adonde Dios os condujo de la mano, lo que vinisteis a ser: verdaderos evangelizadores. La verdadera evangelización, según la estimulante perspectiva de la Evangelii nuntiandi, es fundamentalmente el anuncio explícito de Jesucristo Redentor del hombre y de su Buena Nueva de salvación. Es, por consiguiente, comunicación alegre y esperanza-dora de la revelación sobre la paternidad de Dios, su designio de amor, su Reino que se inicia en este mundo y tiende a su plenitud en la eternidad. Es también la proclamación de que en Jesucristo y por Jesucristo nace un hombre nuevo, renovado en la justicia y en la santidad, y con hombres nuevos debe surgir una sociedad nueva regida por las normas de las bienaventuranzas e inspirada por la caridad que genera fraternidad y solidaridad. Toda evangelización, por tanto, tiende a suscitar, profundizar y consolidar la fe y, a la luz de la fe, hacer posible una sociedad más justa y fraterna.

En lo que concierne a la fe, vosotros encontráis en este país un pueblo numeroso de bautizados, pueblo profundamente religioso, que recurre a vosotros como a ministros de Jesucristo. Por una serie de circunstancias históricas, entre las que sobresale la constante insuficiencia de sacerdotes y demás ministros sagrados, a la edificante piedad popular de la mayoría de esa gente no le corresponde una adecuada formación, tanto a nivel de conocimiento de la Palabra de Dios y de las verdades fundamentales, como a nivel de la práctica sacramental o, también a nivel de la inserción de la religión en la vida y en los diversos aspectos de ésta.

Vosotros encontráis, por otro lado, no pocas situaciones de pobreza, de ignorancia, de dolencias, de marginación, que claman por una atención desinteresada y eficaz de todos los que pueden ayudar a la promoción humana integral de amplias masas populares.

5. Vuestra actividad misionera os impulsa a revelar a todos, pequeños o grandes, el "misterio escondido desde los siglos" (Col 1, 26), a mostrarles el rostro de Dios, a alimentarlos con los sacramentos, a enseñarles el camino de la oración, el espíritu de las bienaventuranzas. Pero esa actividad se complementa con lo mucho que tendréis que hacer también para ayudar a los necesitados a promoverse pasando de situaciones de miseria y abandono, indignas de hijos de Dios, a condiciones de vida más humanas. Así hicieron legiones de misioneros antes que vosotros aquí mismo en América Latina, aquí mismo en Brasil.

Lo que importa —lo digo aquí en homenaje a la conciencia que ciertamente ya tenéis de ello— es que el precio de vuestra acción a favor de la promoción material de las personas no implique ni remotamente la disminución de vuestra actividad estrictamente religiosa. Sería un peligroso contra-testimonio, tanto más grave si dais la impresión de hacerlo bajo el impulso de cualquier imperativo ideológico. La experiencia muestra además que el testimonio, los pronunciamientos y la acción de la Iglesia en cualquiera de sus niveles, sólo tiene credibilidad y verdadera eficacia en el campo social si están basados en un testimonio, pronunciamientos y acción aún más intensos en su campo principal, que es el de la educación de la fe y el de la vida sacramental. Si la Iglesia hace esto de verdad, es su mejor forma de preparar cristianos que actúen en una línea de profunda inspiración cristiana y sin riesgo de desviaciones.

6. Os quiero decir otra palabra, breve pero cargada de sentimientos: un mensaje de un sacerdote a sus hermanos sacerdotes. Es la invitación, que quiero dejaros en recuerdo de mi visita, a que seáis misioneros en tal profundidad que no sea para vosotros sólo un título, si bien bello y glorioso, sino el contenido más profundo de vuestra vida sacerdotal. En otras palabras: que el ser misioneros sea la razón de vuestra vida, la inspiración profunda de vuestra acción, el secreto de vuestra espiritualidad.

Vuestro modelo, en esta espiritualidad misionera, no puede ser otro más que el mismo Cristo, misionero del Padre, constantemente sumergido en la adoración de este Padre celestial y constantemente entregado, hasta la entrega final sobre la cruz, a la obra de salvación de los hombres en total obediencia a la voluntad del mismo Padre. Vuestra actitud interior más radical ha de ser la de buenos Pastores llenos de compasión para con todos los que Dios confía a vuestro celo, capaces de conocerlos como el Pastor conoce a sus ovejas, preparados para alimentarlos con la Palabra y los sacramentos, a defenderlos, a ocupar en ellos vuestro tiempo, talentos, energías y la vida misma. Vuestra preocupación, siempre en esta espiritualidad misionera, ha de ser la de evangelizar aún más por el testimonio de vuestra vida que por vuestras palabras. "Forma factus gregis" escribía Pedro a los primeros misioneros en los albores de la Iglesia (1 Pe 5, 3); "sed modelos del rebaño", os dice el humilde Sucesor de Pedro en este encuentro con vosotros. Vuestro estímulo permanente ha de ser una inmensa caridad, esa caridad que es reflejo en nosotros del amor de Cristo, de la que decía San Pablo que nos impulsa, literalmente: que nos punza como un aguijón y nos hace caminar. Aquí, a orilla del río-mar, ¿cómo no deciros: "Aquae multae non potuerunt extinguere caritatem" (Cant 8, 7)? Los caudales del Amazonas no son capaces de apagar el gran amor a Dios y a vuestros hermanos que os trajo aquí; antes bien son modelo de la inmensidad y del vigor que debe tener ese amor.

7. Una palabra más: un emotivo homenaje a los millares de misioneros que desde los años del descubrimiento hasta hoy trabajaron en toda la extensión de Brasil y, particularmente, en la región amazónica, "praedicaverunt verbum veritatis et genuerunt ecclesias" ("predicaron la palabra de la verdad y generaron iglesias": San Agustín, Enarrat. in Ps. 44,23: C.C.L. XXXVIII, pág. 510). ¿Cuántos vinieron de sus patrias en Europa para no volver nunca más? ¿Cuántos agotaron rápidamente sus jóvenes energías, consumidos por el esfuerzo o por las enfermedades? ¿Cuántos encontraron la muerte tragados por las aguas o duermen el último sueño en cualquier túmulo sin nombre en algún lugar de la inmensa selva? Yo me arrodillo ante cada una de esas sepulturas y, aún más, ante cada una de esas figuras de misioneros, hombres como nosotros, con defectos y flaquezas, engrandecidos sin embargo por el testimonio de la donación plena de sí mismos a las misiones.

Son vuestros precursores; no cedáis nunca a la fácil tentación de pensar que la misión comienza con vosotros, sino apoyaos sobre lo mucho que os dejaron estos vuestros hermanos antepasados. Sean también, muchos de ellos que hoy contemplan la faz de Dios, vuestros intercesores.

Entre ellos, algunos recibieron la gloria de los altares, como los Mártires de Río Grande y, hace unos días, el Beato José de Anchieta, a quien va nuestra veneración. Otros, escondidos a los ojos de los hombres, encuentran en la luz de Cristo resucitado el premio de sus sacrificios. Que consigan ellos de Dios, para vosotros, el valor en las horas sombrías, la alegría de servir con amorosa generosidad y, sobre todo, la fidelidad que os haga no mirar hacia atrás, sino caminar siempre atraídos por el Señor, que un día ha de deciros al atardecer: "Ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25, 21). Será ésta la palabra definitiva, premio de vuestros trabajos, síntesis de vuestra vida.

 


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