HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA EXPLANADA
DE LA CATEDRAL DE VELLETRI
Domingo 7 de septiembre de 1980
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. Ante todo, deseo manifestaros mi gran alegría al poderme encontrar entre vosotros, en vuestra bellísima Velletri. Os saludo a todos con particular cordialidad y os doy las gracias vivamente por vuestra entusiasta acogida. Mi saludo se dirige, de modo particular, al señor cardenal Sebastiano Baggio, Prefecto de la Sagrada Congregación para los Obispos, titular de esta gloriosa iglesia suburbicaria: al benemérito obispo Dante Bernini, a los miembros del presbiterio diocesano, a todos los representantes de las Ordenes religiosas masculinas y femeninas, a los futuros sacerdotes, a los que se preparan para el diaconado permanente. a los alumnos de la escuela de teología para laicos y a todos los que pertenecen a las diversas Asociaciones seglares. Este encuentro nuestro, ennoblecido por el contexto de la Santa Misa que estamos celebrando, es una óptima ocasión para confesar juntos nuestra fe común en Cristo Jesús, Señor nuestro, y para expresar la mutua comunión.
Sé que me encuentro en una ciudad antigua e ilustre, tanto en el ámbito civil como en el eclesiástico; en cuanto al primero, basta pensar en los orígenes del Emperador Octaviano Augusto; en el segundo sobresalen las figuras de no pocos obispos de Velletri elevados, o a la Cátedra de Pedro o incluso al honor de los altares. Pero igualmente sé muy bien que la vitalidad de los hijos de Velletri no se limita en absoluto al pasado, sino que constituye un patrimonio fecundo en el presente, en virtud del cual vuestra ciudad se distingue por su dinamismo en distintos niveles. De esto doy testimonio y, mientras me complazco por ello, os animo paternalmente a proseguir con igual empeño, tratando sobre todo de mantener siempre en alto el nombre cristiano que os distingue.
2. Las lecturas bíblicas, que nos propone la liturgia de este domingo, se centran en torno al concepto de la sabiduría cristiana que cada uno de nosotros está invitado a adquirir y profundizar. Por esto el versículo del Salmo responsorial está formulado con estas hermosas palabras: "Danos. Señor, la sabiduría del corazón". Efectivamente, sin ella, ¿cómo sería posible plantear dignamente nuestra vida, afrontar sus muchas dificultades y, más aún, conservar siempre una actitud profunda de paz y serenidad interior? Pero para hacer esto, como enseña la primera lectura, es necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de los propios límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos enriquezca desde dentro. El hombre de hoy, en efecto, por una parte encuentra arduo abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que también son objeto de observación científica. pero, por otra parte, se atreve a legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por definición escapan a los datos físicos: "Si apenas adivinamos lo que en la tierra sucede, ...¿quién rastreará lo que sucede en el cielo, ...si tú no enviaste de lo alto tu espíritu santo?" (Sab 9, 16-17).
Aquí se configura la importancia de ser verdaderos discípulos de Cristo porque, mediante el bautismo. El se ha convertido en nuestra sabiduría (cf. 1 Cor 1, 30), y por lo mismo la medida de todo lo que forma el tejido concreto de nuestra vida. El Evangelio que se ha leído pone en evidencia que Jesucristo es necesariamente el centro en nuestra existencia. Y lo hace con tres frases condicionales: si no le ponemos a El por encima de nuestras cosas más queridas, si no nos disponemos a ver nuestras cruces a la luz de la suya, si no tenemos el sentido de la relatividad de los bienes materiales, entonces no podemos ser sus discípulos, esto es, llamarnos cristianos. Se trata de interpelaciones esenciales a nuestra identidad de bautizados; sobre ellos debemos reflexionar siempre mucho, aunque ahora basta aludir brevemente.
3. Queridísimos hijos de Velletri, sobre estas sólidas bases evangélicas se injertan y adquieren un significado todavía mayor otros importantes valores humanos y cristianos. Sé que en Velletri se suele decir que se cultivan en particular tres amores: la familia, el trabajo y la Virgen. Pues bien, si me lo permitís, quiero deciros que los comparto, y me es grato hablar brevemente sobre cada uno de ellos.
Ante todo, la familia: es el primer ambiente vital que encuentra el hombre al venir al mundo, y su experiencia es decisiva para siempre. Por esto es importante cuidarla y protegerla, para que pueda realizar adecuadamente las tareas específicas que le son reconocidas y confiadas por la naturaleza y por la revelación cristiana. La familia es el lugar del amor y de la vida, más aún, el lugar donde el amor engendra la vida, porque ninguna de estas dos realidades sería auténtica si no estuviese acompañada también por la otra. He aquí por qué el cristianismo y la Iglesia las defienden desde siempre y las colocan en mutua correlación. A este respecto sigue siendo verdadero lo que mi predecesor, el gran Papa Pablo VI, proclamaba ya en su primer radiomensaje de Navidad en 1963: se está "a veces tentado a recurrir a remedios que se deben considerar peores que la enfermedad, si consisten en atentar contra la fecundidad misma de la vida con medios que la ética humana y cristiana ha de calificar de ilícitos: en vez de aumentar el pan en la mesa de la humanidad hambrienta, como lo puede hacer hoy el desarrollo productivo moderno, piensan algunos en disminuir, con procedimientos contrarios a la honradez, el número de los comensales. Esto no es digno de la civilización" (Insegnamenti di Paulo VI. I, 1963, pág. 419). Hago plenamente mías estas palabras y, aún más, quisiera subrayarlas con mayor fuerza, en vista de que desde que fueron pronunciadas hasta hoy la situación se puede decir que se ha agravado y hay necesidad del compromiso responsable y activo de todos los hombres honestos, a todos los niveles de la convivencia civil. Ciertamente sabéis que el inminente Sínodo de los Obispos tiene como tema de sus estudios precisamente el de la familia; roguemos al Señor para que sea fecundo en positivos y duraderos resultados para el bien de la Iglesia y de la misma sociedad humana.
4. En segundo lugar, vosotros amáis el trabajo. En estas fértiles colinas vuestro trabajo se concreta ciertamente en la imagen alegre y serena de la viña, que produce el típico y célebre vino local, del que os sentís tan orgullosos, y justamente. Pero no olvido cualquier otro tipo de actividad a la que cada uno de vosotros se aplica con el fin de ganar el pan de cada día para sí y para sus seres queridos.
La Iglesia, como sabéis, dedica sus atenciones más solícitas a los problemas del trabajo y de los trabajadores. En mis viajes apostólicos no he dejado de trazar las líneas maestras de esta primaria solicitud pastoral; y vosotros recordáis además cómo el Concilio Vaticano II ha afirmado que el trabajo "procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad" (Gaudium et spes, 67). Además, dada su importancia social, el trabajo necesita ser no sólo promovido, sino también protegido y defendido, de manera que los deberes de los trabajadores se equilibren justamente con sus derechos reconocidos y respetados. Jamás será lícito, desde el punto de vista cristiano, someter la persona humana ni a un individuo ni a un sistema, de modo que se la convierta en mero instrumento de producción. En cambio, siempre es considerada superior a todo provecho y a toda ideología; jamás al revés.
Deseo que vuestro trabajo os temple en virtudes fuertes y probadas, os haga cada vez más maduros y conscientes constructores del bien común, y realizadores de esa solidaridad que, tomando origen de Dios Creador, une y afianza vuestra convivencia. Más aún, me agrada ver en el producto de vuestra tierra buena un símbolo elocuente de fraternidad y mutua comunión, de manera que los hombres se transformen en otros tantos comensales, iguales y alegres, sentados al banquete de esta vida, como prefiguración del convite futuro y eterno que compartiremos con nuestro único Señor.
5. Finalmente, vosotros amáis a la Madre de Jesús. Sé que queréis de modo especial a la Virgen de las Gracias, cuya imagen se custodia filialmente y venera en vuestra hermosa catedral. Me congratulo de ello grandemente, y os exhorto a perseverar en esta devoción que. si se entiende y vive rectamente, os lleva con toda seguridad a penetrar cada vez en el misterio de Cristo, nuestro único Salvador. El corazón de su Madre es grande y tierno de tal modo, que vuelca el propio amor también sobre cada uno de nosotros, necesitados como estamos cada día de su protección. Por esto la invocamos con plena confianza. Y por esto también os encomiendo a Ella, mis queridísimos hijos de Velletri, a todos vosotros aquí presentes, y a cuantos no han podido participar en este maravilloso encuentro. De modo especial confío a sus cuidados maternales a los enfermos, a los ancianos, a los niños, a cuantos se sienten solos y débiles o se encuentran en particular necesidad. Todos tenemos lugar én su corazón y, bajo su guía, podemos afrontar valientemente las dificultades de la vida, y sobre todo llegar a una plena madurez cristiana..
Este es también mi vivísimo deseo, cordial y Heno de bendiciones. Así sea.
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