HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA MISA CELEBRADA PARA EL PUEBLO
Domingo 28 de septiembre de 1980
Queridísimos fieles de Subiaco:
1. Me es grato, al terminar la peregrinación con los obispos europeos a la Santa Cueva, poder encontrarme con vosotros y daros testimonio del afecto profundo que alimento hacia vuestra comunidad, cuyo nombre, gracias a San Benito, es conocido en el mundo entero. Con el reverendísimo padre abad, os saludo a todos vosotros, y con especial intensidad de sentimiento, a las personas ancianas y a las que sufren. Mi saludo cordial se dirige también a los niños y los jóvenes, que alegran con su presencia jovial esta nuestra asamblea litúrgica.
Nos hemos reunido en torno al altar de Dios para celebrar el memorial de la pasión, de la muerte y de la resurrección de Cristo. Hemos escuchado la lectura de los pasajes bíblicos, que nos ofrece la liturgia de hoy, y ahora estamos invitados a meditar sobre las advertencias que contienen: son palabras de juicio y son palabras de promesa.
En este lugar y en este momento no podemos prescindir de pensar que sobre estas páginas también fijó la propia reflexión San Benito durante su vida terrena. ¡Con qué eco tan profundo debieron resonar en su alma las amenazas contra los ricos y contra las aberraciones que ordinariamente acompañan a la posesión de excesivos bienes materiales!
Y qué vibración íntima de consentimiento y de adhesión debió suscitar en él la palabra de Pablo a Timoteo, que también acabamos de oír: "Pero tú, hombre de Dios, huye de estas cosas y sigue la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, la mansedumbre. Combate los buenos combates de la fe, asegúrate la vida eterna, para la cual fuiste llamado y de cual hiciste solemne profesión delante de muchos testigos" (1Tim 6, 11-12)
2. Benito fue hombre de Dios y se convirtió en tal, siguiendo el camino de las virtudes tan claramente indicadas por los Apóstoles. Siguiéndolo constante e incesantemente. Fue un auténtico peregrino del Reino de Dios, un auténtico "homo viator". No se detuvo a lo largo del camino, no se desvió hacia caminos más fáciles. Todo su empeño estuvo orientado a seguir la consigna: combatir el buen combate de la fe para "conservar sin tacha ni culpa el mandato hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo" (1 Tim 6, 14).
En esta lucha empleó todo el tiempo que el Eterno Padre quiso concederle sobre esta tierra. Fue una batalla dura que mantuvo consigo mismo, derrotando "al hombre viejo" y haciendo en sí cada vez más espacio para el "hombre nuevo'', que crece para la "manifestación de nuestro Señor Jesucristo". Y el Señor, mediante el Espíritu Santo, hizo ciertamente que esta transformación no quedase solamente en él; dispuso en su Providencia admirable que la experiencia de Benito se convirtiese en una fuente de irradiación, que ha penetrado la historia de los hombres, que, sobre todo, ha penetrado la historia de Europa.
Subiaco fue y sigue siendo una etapa importante de este proceso: el lugar del ocultamiento de San Benito de Nursia y, al mismo tiempo, el lugar de su manifestación.
3. Hombre de Dios fue Benito, porque se esforzó en hacer su vida totalmente transparente al Evangelio. En efecto, no se contentó con leer el Evangelio para conocerlo; quiso conocerlo para traducirlo, todo entero en cada uno de los aspectos de su vida. Leyó el Evangelio en su conjunto y, al mismo tiempo, cada uno de sus pasajes, cada una de las perícopes que la Iglesia vuelve a leer en su liturgia, cada uno de sus fragmentos. Efectivamente, en cada fragmento del Evangelio se contiene, en cierto sentido, el conjunto: el conjunto vive en cada fragmento, igual que cada fragmento vive del conjunto. »
Bajo esta luz debemos pensar en este fragmento que volvemos a leer hoy aquí, es decir, la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. "Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino...".
El hombre, de Dios, Benito, vibraba en sintonía con el relato, mientras leía con toda la profundidad de su alma estas palabras eternas, absorbiendo, en cierto sentido, toda la sencillez de la verdad encerrada en este fragmento. Y la verdad es la que emerge, fulgurante, del ejemplo de Cristo, el cual —como pone de relieve San Pablo— "siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza" (2 Cor 8, 9).
4. La verdad está, pues, en una profunda "inversión de tendencia": es necesario sustituir el afán de poseer cada vez más por el compromiso del alejamiento de los bienes de la tierra; es necesario contraponer a la lógica de la competición para adueñarse de una riqueza cada vez más grande, el esfuerzo por llevar a un justo bienestar al mayor número posible de hombres; a una mentalidad, que considera los bienes materiales como objeto de presa, es necesario sustituirla por una mentalidad que ve en ellos los medios de amistad y de comunión.
Por desgracia, la riqueza es normalmente ocasión de división e incentivo para la lucha; en cambio, debe convertirse en instrumento de participación común en la alegría de una vida digna de seres humanos: riqueza, pues, como fuente de elevación para todos, con la posibilidad de acceder a los valores de la cultura, del conocimiento recíproco, de la misma experiencia religiosa, favorecida por, una disponibilidad mayor de tiempo y por la libertad interior de las ansias de un mañana incierto.
Se trata, de valores que sólo puede captar el "hombre nuevo", el cual, al renacer en Cristo, descubre el significado verdadero de las cosas. Es necesaria la conversión del corazón para poder mirar a las realidades mundanas con los ojos de Cristo, que, con la palabra y con el ejemplo, nos ha revelado que la verdadera riqueza está en el alejamiento, la verdadera fuerza en lo que la gente, considera debilidad, la verdadera libertad en ponerse voluntariamente al servicio de los hermanos.
5. Benito, hombre de Dios, asimiló esta verdad hasta en sus profundidades más recónditas. De ello es prueba la "regla" que se inspira en esta verdad en cada una de las partes: el monje es un hombre qué renuncia a competir con los demás para superarlos y para dominarlos, pero se compromete, en cambio, a competir consigo mismo en dominar las propias codicias, para ponerse al servicio de los otros por el amor.
Así, pues, el criterio principal que guió a San Benito en la redacción de las normas de convivencia dentro del monasterio, fue precisamente el de la caridad mutua, por la cual los "hermanos" debían ser inducidos a una actitud de constante atención recíproca y de diligente disponibilidad para prestarse unos a otros los servicios necesarios. Hay un capítulo de la "regla", el 72, que traza un cuadro sugestivo de las relaciones que deben establecerse dentro de la familia monástica. Se trata de la página a la que debería mirar como a un estímulo ideal no sólo la familia cristiana, sino a la que puede tender últimamente también la comunidad civil, para sacar de ella inspiración en el planteamiento de las propias relaciones de convivencia.
Al ilustrar, pues, "el fervor que debe animar a los monjes con ardentísimo espíritu de caridad", Benito establece: "Anticípense a honrarse unos a otros; tolérense con suma paciencia sus flaquezas, así físicas como morales; préstense obediencia a porfía mutuamente; nadie busque lo que juzgue útil para sí, sino más bien para los demás; practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor... y nada absolutamente antepongan a Cristo, el 'cual nos lleve a todos a la vida eterna" (LXXII- 3-9. 11-12).
No cabe duda de que son indicaciones muy elevadas, cuya práctica puede parecer reservada a pocos espíritus privilegiados. Sin embargo, no se debe olvidar que Benito se atrevió a proponer tal ideal a hombres que provenían de una sociedad en decadencia, en la que predominaban el arbitrio, la violencia, la explotación. Y basándose en estas normas fue como del mundo decrépito de la romanidad, reducido ya a una apariencia inconsistente, pudieron surgir en varias partes de Italia y de Europa los lozanos núcleos sociales de los monasterios, en los cuales hombres diversos por edad, raza, cultura, se encontraron hermanados en la obra ciclópea de la construcción de una nueva civilización.
6. Sobre estos valores también nuestra sociedad, corroída interiormente por peligrosos gérmenes de disgregación y desmoronamiento, puede encontrar de nuevo factores decisivos de cohesión y de restauración; Benito nos ofrece la prueba incontrovertible de cómo se puede hacer penetrar el Evangelio en la historia concreta de los hombres, aportándole un dinamismo transformador, capaz de impensados, benéficos desarrollos. La experiencia benedictina, fuerte ya con la prueba de casi XV siglos de historia, está bajo nuestros ojos para demostrarnos cómo el amor, que se abre a los hermanos para compartir con ellos dotes personales, energías, bienes, se revela como verdadero "resorte" del progreso, el único capaz de hacer avanzar a la sociedad, sin sacrificar jamás al hombre.
Que Dios conceda a los hombres de hoy acoger esta lección fecunda y caminar con decisión, siguiendo las huellas de San Benito, por los caminos del respeto recíproco, de la apertura leal, del compartir generoso, del compromiso concorde, en una palabra, por los caminos del amor. El futuro lo construye no quien odia, sino quien ama.
Lo volvemos a afirmar en esta celebración litúrgica, en la que Cristo nos acoge en torno a su mesa, para distribuirnos ese Pan que hace de todos nosotros una sola cosa con El y en El. La participación en el Cuerpo y en la Sangre del Señor compromete a los cristianos —está bien recordarlo de vez en cuando— para ser en el mundo los testigos del amor de Aquel que, dejándose clavar en la cruz, "perdió la propia vida" (Mt 10, 39), para permitir al hombre que se encuentre a sí mismo.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana