MISA CONCELEBRADA CON LOS PADRES SINODALES
EN SUFRAGIO DE PABLO VI Y JUAN PABLO I
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Basílica de San Pedro
Domingo 28 de septiembre de 1980
1. "Pero tú, hombre de Dios, huye de estas cosas y sigue la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la paciencia, la mansedumbre. Combate los buenos combates de la fe, asegúrate la vida eterna, para la cual fuiste llamado y de la cual hiciste solemne profesión delante de muchos testigos" (1 Tim 6, 11-12).
Estas palabras del Apóstol tomadas de la liturgia de este domingo, nos permiten evocar el recuerdo del Papa Juan Pablo I, a dos años de su muerte; este Papa fue llamado a la Sede de San Pedro el 26 de agosto de 1978, y desde ella fue convocado a la Casa del Padre, para alcanzar la vida eterna, el 28 de septiembre, al terminar en esta Sede su servicio, que apenas duró 33 días.
"Asegúrate la vida eterna, para la cual fuiste llamado y de la cual hiciste profesión delante de muchos testigos".
2. ¡Cuánto nos dicen estas palabras! Cuánto dicen a todos los que saludaron con alegría la elevación del cardenal Albino Luciani, Patriarca de Venecia, a la Sede de San Pedro; a todos los que le recuerdan y casi ven todavía su rostro amable, dulce, tan fácilmente iluminado por una sonrisa serena hacia cada uno de los hombres. Y cuánto dicen estas palabras a los sacerdotes, para quienes él fue, al mismo tiempo, hermano y padre, especialmente a aquellos sacerdotes a quienes tan gustosamente dirigía los ejercicios espirituales. Hace poco tiempo tuve ocasión de leer el texto de esos maravillosos ejercicios, llenos de su espíritu, en lenguaje figurativo, adaptados en cada uno de sus pasajes a la realidad de la vida sacerdotal y centrados en la figura del buen samaritano. Se ve claramente cómo este personaje le era muy entrañable.. y cómo se identificaba con él. Se puede suponer, además, que esta figura se hubiera convertido en la inspiradora principal de ese pontificado que, en cambio, apenas tuvo tiempo de comenzar. ¡Realmente Juan Pablo I fue para la Iglesia y para el mundo magis ostensus, quam datus!
3. Nosotros, obispos reunidos para la presente sesión del Sínodo, lo recordamos todavía como participante en la sesión de 1977. En el aula sinodal yo ocupaba un lugar cercano a él, precisamente delante de él. ¡Once meses después de esa sesión, fue llamado a la Sede de San Pedro, y un año después, ya no vivía más! Ni siquiera tuvo tiempo de publicar el documento sobre el tema de la catequesis, en el cual debía expresarse, a petición de la asamblea sinodal, el fruto de su trabajo; y se trataba de un tema muy entrañable para él. Sin embargo, durante el período de apenas cuatro semanas de su pontificado, tuvo tiempo de ofrecer una expresión particular del tema, especialmente por medio de sus catequesis en las audiencias generales del miércoles dedicadas a la fe, a la esperanza y a la caridad.
Por otra parte, no podemos olvidar las palabras que precisamente sobre el tema del Sínodo de los Obispos pronunció en su primer radiomensaje, al día siguiente de su elección: después de haber declarado, como su intención primera, la de desarrollar "sine intermissione" la herencia del Concilio Vaticano II, comprometiéndose a aplicar sus sabias normas, se dirigió a los cardenales del Sacro Colegio y a todos los obispos de la Iglesia de Dios "cuya colegialidad —añadió— queremos consolidar firmemente solicitando su colaboración en el gobierno de la Iglesia universal, sea mediante el Sínodo, sea a través de los dicasterios de la Curia Romana" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1978, 38. 41). Estas palabras son tan claras, que demuestran su compromiso formal de "valorizar" el Sínodo.
Por esto, nosotros, hoy, en el momento en que estamos reunidos de nuevo en el Sínodo, consideramos como una necesidad particular del corazón recordar ante Dios a nuestro hermano y padre, el Papa Juan Pablo I, inclinando la cabeza ante el inescrutable misterio de la Providencia, como se ha manifestado en su elección y en su muerte, y dando gracias porque él conservó "sin tacha ni culpa el mandamiento hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo" (1 Tim 6,14).
4. La figura de Juan Pablo I siempre llevará nuestros pensamientos hacia sus dos predecesores en la Sede de San Pedro, cuyos nombres asumió conjuntamente en herencia, como si quisiese afirmar que no es lícito separarlos y que, estando al servicio en la Sede de Pedro, es necesario proseguir su obra,
Si hoy, a través de los mismos nombres de Juan y de Pablo dirigimos nuestro pensamiento hacia sus dos predecesores, los cuales inauguraron, en cierto sentido, una nueva época en la Iglesia, debemos, de modo particular, fijar este pensamiento juntamente con la plegaria y el sacrificio en el Papa Pablo VI, ante todo porque el segundo aniversario de su muerte se remonta sólo a algunas semanas y precede por muy poco a este aniversario de la muerte de su inmediato sucesor.
Entre las muchas obras realizadas, Pablo VI pasará a la historia como aquel que, al poner en práctica la enseñanza del Concilio Vaticano II acerca de la colegialidad, dio vida precisamente al Sínodo de los Obispos, para el que nos reunimos en sesión ordinaria ya por quinta vez. A este propósito resulta fundamental el texto del documento institucional Apostolica sollicitudo, ya que, con una anticipación de tres meses a la conclusión misma del Concilio, fijaba los rasgos todavía válidos del nuevo organismo eclesial, concebido como peculiare sacrorum Antistitum consilium, y claramente indicaba su espíritu y sus finalidades: favorecer la más estrecha unión y la oportuna colaboración entre el Sumo Pontífice y los obispos de todo el mundo (cf. Motu proprio Apostolica sollicitudo en AAS 57, 1965, págs. 775 ss).
5. Al inaugurar la precedente sesión ordinaria del Sínodo de los Obispos con una concelebración en la Capilla Sixtina, Pablo VI saludaba a la asamblea como "estupendo ejemplo de comunión eclesial" y, dirigiéndose a la conciencia personal de cada uno de los obispos presentes, decía, entre otras cosas, así: "Hemos sido elegidos, llamados, el Señor nos ha encomendado la misión de transformar a los demás. Como obispos, es decir, Sucesores de los Apóstoles y Pastores de la Iglesia de Dios, nuestra tarea propia es la de ser testigos, portadores del mensaje evangélico, maestros ante la humanidad. Queremos recordar todo esto, venerables hermanos, para reavivar la conciencia de nuestra elección, de nuestra vocación, de las responsabilidades de la misión grande, arriesgada, incómoda que nos ha sido confiada; pero sobre todo para robustecer la confianza que hemos puesto en Cristo sabiendo bien que El nos acompaña en nuestros sufrimientos, fatigas y esperanzas".
Y añadía:
"Ser verdaderos apóstoles de Cristo hoy constituye un acto de gran valentía y, al mismo tiempo, un acto de gran confianza en la potencia y en la ayuda de Dios; ayuda que Dios ciertamente no dejará de dar si el corazón del apóstol está abierto al influjo suave y poderoso de su gracia".
Y continuaba:
"El panorama del mundo, al que se proyecta la responsabilidad de todos nosotros, evangelizadores, nos da idea de la inmensidad y nos hace tocar con la mano el peso de nuestra misión. ¡Cuánto, cuánto queda aún por hacer! De aquí resulta a primera vista una inferioridad aplastante y por parte nuestra una falta de adecuación que puede parecer insuficiencia total. Por esto debe afirmarse y confirmarse nuestro empeño: la mirada al mundo y al futuro no debe engendrar la pereza (...). Todo lo contrario; lejos de replegamos en nosotros mismos, y precisamente para reaccionar a la tentación de la inercia, debemos estar seguros de que la 'virtud', es decir, la fuerza, la ayuda, el auxilio del Señor está con nosotros" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1977, págs. 437-438).
Estas fueron las palabras corroborantes que oímos el 30 de septiembre de 1977. Era necesario que hoy resonasen de nuevo entre nosotros, para dar testimonio de la continuidad de esta gran causa, para servir a la cual nos hemos reunido nuevamente.
6. Pero, al llegar a este punto, ya que por la tarde iré en peregrinación a Subiaco con los representantes de las Conferencias Episcopales de los países europeos, no puedo dejar de hacer referencia, aunque sea brevemente, a otro de los méritos insignes de Pablo VI. Aludo a lo que él dijo y decidió para que en la conciencia de la Europa moderna permaneciese siempre viva, como fermento activo, la memoria de la gran aportación de pensamiento y de obras que le dio San Benito y, más en general, la tradición benedictina. Después de haber proclamado al Santo Patrono de Europa, fue a Montecassino a visitar su tumba, consagró la iglesia del resurgido gran monasterio, y en un discurso memorable habló de la sociedad "tan necesitada hoy de sacar nuevas linfas de las raíces..., las raíces cristianas que en tanta parte le dio San Benito". Y señalaba oportunamente las motivaciones superiores, es decir, los "dos motivos que siempre hacen desear la austera y suave presencia de Benito entre nosotros: por la fe, que él y su Orden predicaron en la familia de los pueblos, especialmente en la que se llama Europa; la fe cristiana, la religión de nuestra civilización, la de la Santa Iglesia, madre y maestra de las gentes; y por la unidad, en la que el gran monje solitario y social nos educó a ser hermanos, y por la que Europa fue la cristiandad. Fe y unidad: ¿podemos desear y pedir algo mejor para todo el mundo, y de modo particular, para la conspicua y excelente porción que se llama Europa?" (cf. Insegnamenti di Paolo VI, II, 1964, pág. 606).
Basándose precisamente en esta heredad histórica, el mismo Pontífice, al recibir en diversas ocasiones a grupos de obispos pertenecientes a las naciones europeas, inculcó muchas veces el deber, más aún, la misión de servir de estímulo a las otras naciones y de colaborar con empeño más responsable a la difusión de la fe. A los representantes de algunas Conferencias Episcopales de Europa les recordó "el valor de los ejemplos de las Iglesias de este continente ante las otras áreas del mundo católico y, sobre todo, ante las Iglesias de más reciente formación", las cuales esperan la ayuda necesaria de las Iglesias más antiguas (cf. Insegnamenti di Paolo VI, V, 1967, pág. 495).
Los mismos conceptos repitió en marzo de 1971 a los presidentes y delegados de las Conferencias de Europa reunidos en Roma, para constituir el "Consejo" especial de los Episcopados Europeos. En aquella ocasión quiso recordar una vez más el carácter unitario de la tradición, de la civilización y de las costumbres de los habitantes del continente y exhortó a "ofrecer un testimonio evangélico de fe, esperanza, caridad, justicia y paz ante los grandes problemas que preocupan a la Iglesia y a la sociedad humana en Europa", sin olvidar, no obstante, las necesidades de la Iglesia universal, especialmente en el Tercer Mundo (cf. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de abril de 1971, pág. 1; Insegnamenti di Paolo VI, IX, 1971, págs. 221-222).
7. Quiera "el Rey de reyes y Señor de los señores, el único inmortal, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver" (1 Tim 6, 15-16) descubrir en la eternidad feliz el esplendor de su santidad "cara a cara" y admitir en la comunión consigo en la caridad eterna a nuestros dos venerables y amados hermanos y padres: Pablo VI y Juan Pablo I.
"¡A El el honor y el poder para siempre!".
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