CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN HONOR DE SAN JUAN DE LA CRUZ
HOMILÍA DE JUAN PABLO II
Segovia, 4 de noviembre de 1982
1. “En la grandeza y hermosura de las criaturas, proporcionalmente se puede contemplar a su Hacedor original . . . Y si se admiraron del poder y de la fuerza, debieron deducir de aquí cuánto más poderoso es su plasmador...; si fueron seducidos por su hermosura, ... debieron conocer cuánto mejor es el Señor de ellos, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas” (Sb 13, 5. 4. 3).
Hemos proclamado estas palabras del libro de la Sabiduría, queridos hermanos y hermanas, en el curso de esta celebración en honor de San Juan de la Cruz, junto a su sepulcro. El libro de la Sabiduría habla del conocimiento de Dios por medio de las criaturas; del conocimiento de los bienes visibles que muestran a su Artífice; de la noticia que lleva hasta el Creador a partir de sus obras.
Bien podemos poner estas palabras en labios de Juan de la Cruz y comprender el sentido profundo que les ha dado el autor sagrado. Son palabras de sabio y de poeta que ha conocido, amado y cantado la hermosura de las obras de Dios; pero sobre todo, palabras de teólogo y de místico que ha conocido a su Hacedor; y que apunta con sorprendente radicalidad a la fuente de la bondad y de la hermosura, dolido por el espectáculo del pecado que rompe el equilibrio primitivo, ofusca la razón, paraliza la voluntad, impide la contemplación y el amor al Artífice de la creación.
2. Doy gracias a la Providencia que me ha concedido venir a venerar las reliquias, y a evocar la figura y doctrina de San Juan de la Cruz, a quien tanto debo en mi formación espiritual. Aprendí a conocerlo en mi juventud y pude entrar en un diálogo íntimo con este maestro de la fe, con su lenguaje y su pensamiento, hasta culminar con la elaboración de mi tesis doctoral sobre La fe en San Juan de la Cruz. Desde entonces he encontrado en él un amigo y maestro, que me ha indicado la luz que brilla en la oscuridad, para caminar siempre hacia Dios, “sin otra luz ni guía / que la que en el corazón ardía. / Aquesta me guiaba / más cierto que la luz del mediodía” (S. Juan de la Cruz, Noche oscura del alma, 3-4).
En esta ocasión saludo cordialmente a los miembros de la provincia y diócesis de Segovia, a su Pastor, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a las autoridades y a todo el Pueblo de Dios que vive aquí, bajo el cielo limpio de Castilla, así como a los venidos de las zonas cercanas y de otras partes de España.
3. El Santo de Fontiveros es el gran maestro de los senderos que conducen a la unión con Dios. Sus escritos siguen siendo actuales, y en cierto modo explican y complementan los libros de Santa Teresa de Jesús. El indica los caminos del conocimiento mediante la fe, porque sólo tal conocimiento en la fe dispone el entendimiento a la unión con el Dios vivo.
¡Cuántas veces, con una convicción que brota de la experiencia, nos dice que la fe es el medio propio y acomodado para la unión con Dios! Es suficiente citar un célebre texto del libro segundo de la “Subida del Monte Carmelo”: “La fe es sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios... Porque así como Dios es infinito, así ella nos lo propone infinito; y así como es Trino y Uno, nos le propone Trino y Uno... Y así, por este solo medio, se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y por tanto cuanto más fe tiene el alma, más unida está con Dios” (Idem, Subida del Monte Carmelo, II, 9, 1).
Con esta insistencia en la pureza de la fe, Juan de la Cruz no quiere negar que el conocimiento de Dios se alcance gradualmente desde el de las criaturas; como enseña el libro de la Sabiduría y repite San Pablo en la Carta a los Romanos (cf. Rm 1, 18-21; cf. S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 4, 1). El Doctor Místico enseña que en la fe es también necesario desasirse de las criaturas, tanto de las que se perciben por los sentidos como de las que se alcanzan con el entendimiento, para unirse de una manera cognoscitiva con el mismo Dios. Ese camino que conduce a la unión, pasa a través de la noche oscura de la fe.
4. El acto de fe se concentra, según el Santo, en Jesucristo; el cual, como ha afirmado el Vaticano II, a es a la vez el mediador y la plenitud de toda la revelación” (Dei Verbum, 2). Todos conocen la maravillosa página del Doctor Místico acerca de Cristo como Palabra definitiva del Padre y totalidad de la revelación, en ese diálogo entre Dios y los hombres: “El es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (Subida del Monte Carmelo, II, 22, 5).
Y así, recogiendo conocidos textos bíblicos (cf. Mt 17, 5; Hb 1,1), resume: “Porque en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y no tiene más que hablar” (Subida del Monte Carmelo, II, 22, 3). Por eso la fe es la búsqueda amorosa del Dios escondido que se revela en Cristo, el Amado (Cántico espiritual, I, 1-3. 11).
Sin embargo, el Doctor de la fe no se olvida de puntualizar que a Cristo lo encontramos en la Iglesia, Esposa y Madre; y que en su magisterio encontramos la norma próxima y segura de la fe, la medicina de nuestras heridas, la fuente de la gracia: “Y así, escribe el Santo, en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre y de la Iglesia y sus ministros, humana y visiblemente, y por esa vía remediar nuestras ignorancias y flaquezas espirituales; que para todo hallaremos abundante medicina por esta vía” (Subida del Monte Carmelo, II, 22, 7).
5. En estas palabras del Doctor Místico encontramos una doctrina de absoluta coherencia y modernidad.
Al hombre de hoy angustiado por el sentido de la existencia, indiferente a veces ante la predicación de la Iglesia, escéptico quizá ante las mediaciones de la revelación de Dios, Juan de la Cruz invita a una búsqueda honesta, que lo conduzca hasta la fuente misma de la revelación que es Cristo, la Palabra y el Don del Padre. Lo persuade a prescindir de todo aquello que podría ser un obstáculo para la fe, y lo coloca ante Cristo. Ante El que revela y ofrece la verdad y la vida divinas en la Iglesia, que en su visibilidad y en su humanidad es siempre Esposa de Cristo, su Cuerpo Místico, garantía absoluta de la verdad de la fe (cf. S. Juan de la Cruz, Llama de amor viva, Prol., 1).
Por eso exhorta a emprender una búsqueda de Dios en la oración, para que el hombre caiga en la cuenta de su finitud temporal y de su vocación de eternidad (Cántico espiritual, 1, 1) . En el silencio de la oración se realiza el encuentro con Dios y se escucha esa Palabra que Dios dice en eterno silencio y en silencio tiene que ser oída (cf. Dichos de luz y amor, 104). Un grande recogimiento y un desasimiento interior, unidos al fervor de la oración, abren las profundidades del alma al poder purificador del amor divino.
6. Juan de la Cruz siguió las huellas del Maestro, que se retiraba a orar en parajes solitarios (Subida del Monte Carmelo, III, 44, 4). Amó la soledad sonora donde se escucha la música callada, el rumor de la fuente que mana y corre aunque es de noche. Lo hizo en largas vigilias de oración al pie de la Eucaristía, ese “vivo pan” que da la vida, y que lleva hasta el manantial primero del amor trinitario.
No se pueden olvidar las inmensas soledades de Duruelo, la oscuridad y desnudez de la cárcel de Toledo, los paisajes andaluces de la Peñuela, del Calvario, de los Mártires, en Granada. Hermosa y sonora soledad segoviana la de la ermita-cueva, en las peñas grajeras de este convento fundado por el Santo. Aquí se han consumado diálogos de amor y de fe; hasta ese último, conmovedor, que el Santo confiaba con estas palabras dichas al Señor que le ofrecía el premio de sus trabajos: “Señor, lo que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo menospreciado y tenido en poco”. Así hasta la consumación de su identificación con Cristo Crucificado y su pascua gozosa en Úbeda, cuando anunció que iba a cantar maitines al cielo.
7. Una de las cosas que más llaman la atención en los escritos de San Juan de la Cruz es la lucidez con que ha descrito el sufrimiento humano, cuando el alma es embestida por la tiniebla luminosa y purificadora de la fe.
Sus análisis asombran al filósofo, al teólogo y hasta al psicólogo. El Doctor Místico nos enseña la necesidad de una purificación pasiva, de una noche oscura que Dios provoca en el creyente, para que más pura sea su adhesión en fe, esperanza y amor. Sí, así es. La fuerza purificadora del alma humana viene de Dios mismo. Y Juan de la Cruz fue consciente, como pocos, de esta fuerza purificadora. Dios mismo purifica el alma hasta en los más profundos abismos de su ser, encendiendo en el hombre la llama de amor viva: su Espíritu.
El ha contemplado con una admirable hondura de fe, y desde su propia experiencia de la purificación de la fe, el misterio de Cristo Crucificado; hasta el vértice de su desamparo en la cruz, donde se nos ofrece, como él dice, como ejemplo y luz del hombre espiritual. Allí, el Hijo amado del Padre “fue necesitado de clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío! por qué me has desamparado? (Mt 27, 46). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida. Y así en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios” (Subida del Monte Carmelo, II, 7, 11).
8. El hombre moderno, no obstante sus conquistas, roza también en su experiencia personal y colectiva el abismo del abandono, la tentación del nihilismo, lo absurdo de tantos sufrimientos físicos, morales y espirituales. La noche oscura, la prueba que hace tocar el misterio del mal y exige la apertura de la fe, adquiere a veces dimensiones de época y proporciones colectivas.
También el cristiano y la misma Iglesia pueden sentirse identificados con el Cristo de San Juan de la Cruz, en el culmen de su dolor y de su abandono. Todos estos sufrimientos han sido asumidos por Cristo en su grito de dolor y en su confiada entrega al Padre. En la fe, la esperanza y el amor, la noche se convierte en día, el sufrimiento en gozo, la muerte en vida.
Juan de la Cruz, con su propia experiencia, nos invita a la confianza, a dejarnos purificar por Dios; en la fe esperanzada y amorosa, la noche empieza a conocer “los levantes de la aurora”; se hace luminosa como una noche de Pascua —“O vere beata nox!”, “¡Oh noche amable más que la alborada!”— y anuncia la resurrección y la victoria, la venida del Esposo que junta consigo y transforma al cristiano: “Amada en el Amado transformada”.
¡Ojalá las noches oscuras que se ciernen sobre las conciencias individuales y sobre las colectividades de nuestro tiempo, sean vividas en fe pura; en esperanza “que tanto alcanza cuanto espera”; en amor llameante de la fuerza del Espíritu, para que se conviertan en jornadas luminosas para nuestra humanidad dolorida, en victoria del Resucitado que libera con el poder de su cruz!
9. Hemos recordado en la lectura del Evangelio las palabras del profeta Isaías, asumidas por Cristo: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18).
También el “santico de Fray Juan” —como decía la madre Teresa— fue, como Cristo, un pobre que evangelizó con inmenso gozo y amor a los pobres; y su doctrina es como una explicación de ese evangelio de la liberación de esclavitudes y opresiones del pecado, de la luminosidad de la fe que cura toda ceguera. Si la Iglesia lo venera como Doctor Místico desde el año 1926, es porque reconoce en él al gran maestro de la verdad viva acerca de Dios y del hombre.
La Subida del Monte y la Noche oscura culminan en la gozosa libertad de los hijos de Dios en la participación en la vida de Dios y en la comunión con la vida trinitaria (cf. Cántico espiritual, 39, 3-6). Sólo Dios puede liberar al hombre; éste sólo adquiere totalmente su dignidad y libertad, cuando experimenta en profundidad, como Juan de la Cruz indica, la gracia redentora y transformante de Cristo. La verdadera libertad del hombre es la comunión con Dios.
10. El texto del libro de la Sabiduría nos advertía: “Si pueden alcanzar tanta ciencia y son capaces de investigar el universo, ¿cómo no conocen más fácilmente al Señor de él?” (Sb 13, 9). He aquí un noble desafío para el hombre contemporáneo que ha explorado los caminos del universo. Y he aquí la respuesta del místico, que desde la altura de Dios descubre la huella amorosa del Creador en sus criaturas y contempla anticipada la liberación de la creación (cf. Rm 8, 19-21.
Toda la creación, dice San Juan de la Cruz, está como bañada por la luz de la encarnación y de la resurrección: “En este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su Resurrección según la carne no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (Cántico espiritual, 39, 5.4). El Dios que es “Hermosura” se refleja en sus criaturas.
En un abrazo cósmico que en Cristo une el cielo y la tierra, Juan de la Cruz ha podido expresar la plenitud de la vida cristiana: “No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo en quien me diste todo lo que quiero... Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes; los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí” (Dichos de luz y amor, 29-31).
11. Hermanos y hermanas: He querido rendir con mis palabras un homenaje de gratitud a San Juan de la Cruz, teólogo y místico, poeta y artista, “hombre celestial y divino” —como lo llamó Santa Teresa de Jesús—, amigo de los pobres y sabio director espiritual de las almas. El es el padre y maestro espiritual de todo el Carmelo Teresiano, el forjador de esa fe viva que brilla en los hijos más eximios del Carmelo: Teresa de Lisieux, Isabel de la Trinidad, Rafael Kalinowski, Edith Stein.
Pido a las hijas de Juan de la Cruz, las carmelitas descalzas, que sepan vivir las esencias contemplativas de ese amor puro que es eminentemente fecundo para la Iglesia (cf. Cántico espiritual, 29, 2-3). Recomiendo a sus hijos, los carmelitas descalzos, fieles custodios de este convento y animadores del Centro de Espiritualidad dedicado al Santo, la fidelidad a su doctrina y la dedicación a la dirección espiritual de las almas, así como al estudio y profundización de la teología espiritual.
Para todos los hijos de España y de esta noble tierra segoviana, como garantía de revitalización eclesial, dejo estas hermosas consignas de San Juan de la Cruz que tienen alcance universal: clarividencia en la inteligencia para vivir la fe: “Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto sólo Dios es digno de él” (Dichos de luz y amor, 32). Valentía en la voluntad para ejercitar la caridad: “Donde no hay amor, ponga amor y sacará amor” (Carta 26, a la M. María de la Encaranción). Una fe sólida e ilusionada, que mueva constantemente a amar de veras a Dios y al hombre; porque al final de la vida, “a la tarde te examinarán en el amor” (Dichos de luz y amor, 64). Con mi Bendición Apostólica para todos.
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