MISA EN BARCELONA
HOMILÍA DE JUAN PABLO II
Barcelona, 7 de noviembre de 1982
Queridos hermanos y hermanas:
1. Ens trovem reunits en aquest estadi per celebrar el dia del Senyor. Units al vostre Pastor i a tants germans de Barcelona i de molts altres indrets.
La segunda lectura de esta Misa, tomada de la Carta a los Hebreos, presenta la importancia del acto interno de ofrecimiento de Jesús al Padre. Lo realizó, por primera vez, al entrar en el mundo por la Encarnación (cf. Hb 10, 5); su ofrecimiento se refiere entonces a su futuro sacrificio redentor.
Manteniendo siempre ese ofrecimiento interno, da unidad de sentido a toda su vida terrena. El ofrecimiento acompañó los dolores y sufrimientos de la cruz, y les dio el valor redentor que sin ese acto de oblación no habrían tenido. Pero aun después de la resurrección y ascensión, la vida de Cristo sigue teniendo unidad de sentido, ya que también ahora Jesús sigue ofreciendo al Padre los dolores ya pretéritos de la pasión.
La epístola utiliza la liturgia veterotestamentaria del día de la expiación, como esquema explicativo del misterio redentor. En ella las víctimas inmoladas se quemaban fuera del campamento. También Cristo fue inmolado en el Calvario, entonces fuera de la ciudad (cf. Hb 12, 11 ss.). El Sumo Sacerdote entraba en el Sancta Sanctorum para ofrecer a Yahvé el sacrificio. También Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza, resucitó y subió a los cielos, para entrar así en el santuario celeste y presentar al Padre perennemente la sangre que un día derramó sobre la cruz.
Es el mismo Cristo que viene al altar, repitiendo su ofrecimiento al Padre por nosotros. La pequeñez de nuestros deseos de entrega a Cristo y de llevar una vida cristiana, tienen que ser puestos sobre el altar, para que queden unidos al ofrecimiento de Jesús. Nuestra humilde entrega —insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la pobre viuda se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de Jesús.
¿Y en qué ha de consistir nuestra entrega a Cristo? De inmediato os digo que lo primero que el Papa y la Iglesia esperan de vosotros es que, frente a vuestra propia existencia, frente a la misma Iglesia, frente a la problemática humana actual, adoptéis actitudes verdaderamente cristianas.
2. Vuestra vida como seres humanos tiene ya en sí una grandeza y dignidad únicas. Ellas imponen una recta valoración, para vivirla en coherente respeto de las exigencias de verdad, de honestidad, de uso correcto del magnífico don divino de la libertad en todas sus dimensiones.
Pero esta realidad espléndida no puede encerrarse en esos solos horizontes, por más que no pueda prescindir de ellos. Ha de abrirse a la novedad que Cristo vino a traer al mundo, enseñando a cada hombre que es hijo de Dios (cf. Mt 6, 9-15), redimido con la sangre del mismo Cristo (cf. Ef 1, 7), coheredero con El (cf. Rm 8, 17), destinado a una meta trascendente (cf. ibíd. 8, 20-23; Ef 2, 6 s).
Sería la mayor mutilación privar al hombre de esa perspectiva, que lo eleva a la dimensión más alta que puede tener. Y que, en consecuencia, le ofrece el cauce más apto para desplegar sus mejores energías y entusiasmo.
Como escribí en la Encíclica Redemptor Hominis: «Esta unión de Cristo en el hombre es en sí misma un misterio, del que nace “el hombre nuevo”, llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y la verdad. La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio: “Dioles Dios poder de venir a ser hijos”» (Redemptor Hominis, 18).
Aquí se halla el fundamento del conocimiento en profundidad del valor de la propia existencia. El fundamento de nuestra identidad como cristianos. De ahí ha de derivar una actitud práctica coherente, hecha de estima hacia todo lo humano que sea bueno e informada eficazmente por la fe.
3. Para un cristiano es parte muy importante la relación que establece con la Iglesia. Relación que puede ir de un polémico rechazo, a la aceptación parcial; de una crítica sistemática, a la fidelidad madura y responsable.
Un primer planteamiento que se impone, para evitar confusiones o perspectivas falsas, es considerar a la Iglesia en su naturaleza verdadera: una sociedad de tipo espiritual y con fines espirituales, encarnada en los hombres de cada tiempo (cf. Lumen gentium, 2). Sin afán alguno de entrar en competencia con los poderes civiles, para ocuparse de los asuntos meramente materiales o políticos, que ella reconoce gustosamente no ser de su incumbencia. Sin renunciar tampoco a su misión, que es mandato recibido de Cristo, de formar en la fe la conciencia de sus fieles. Para que ellos, en su doble faceta de ciudadanos y fieles, contribuyan al bien en todas las esferas de la vida, de acuerdo con sus propias convicciones y con el debido respeto a las ajenas.
La Iglesia fundada por Cristo sobre Pedro y los Apóstoles, misión continuada hoy en sus Sucesores (cf. ibíd., 18), es sacramento universal de salvación, signo e instrumento de la gracia de Cristo en la que renacemos a vida nueva (cf. ibíd., 1, 2). Lo es por su figura visible, que recuerda a los hombres la presencia y acción divinas. Lo es por la predicación de la Palabra de Dios y la administración de los sacramentos, fuentes de salvación. Lo es a través de la vida de sus fieles, llamados a contribuir, cada uno según su condición, a extender el mensaje evangélico y hacer presente a Cristo en todos los ambientes de la sociedad.
De estas premisas deriva una actitud bien concreta para el cristiano. La Iglesia ha sido constituida por Cristo, y no podemos pretender hacerla según nuestros criterios personales. Tiene por voluntad de su Fundador una guía formada por el Sucesor de Pedro y de los Apóstoles: ello implica, por fidelidad a Cristo, fidelidad al Magisterio de la Iglesia.
Ella es Madre, en la que renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe ser amada. Ella es santa en su Fundador, medios y doctrina, pero formada por hombres pecadores; hay que contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, que no se logra con críticas corrosivas.
La Iglesia ofrece cada día la palabra de salvación y los sacramentos instituidos por Cristo y no depende de criterios de número o de moda; ello obliga al respeto a la voz de la Jerarquía, criterio y guía inmediatos en la fe. Ella está formada por todos nosotros, Pueblo de Dios (cf. Lumen gentium, 9); ello impone la colaboración responsable de cada cristiano o grupo, sus fuerzas, su capacidad vivencial, pero en leal escucha de los legítimos Pastores. Ella ama al hombre en su integridad, nada de lo humano de verdad le es indiferente; pero luchando por elevar al hombre, no olvida que su misión esencial propia es procurarle la salvación.
4. Frente a la problemática del mundo actual en el que vive inmerso, el cristiano no puede menos de adoptar una actitud que refleje el concepto que tiene de sí mismo, a la luz de su relación con la Iglesia.
Consciente de su deber de “dar un sentido más humano al hombre y a su historia” (Gaudium et spes, 40), el cristiano deberá estar en primera línea como testigo de la verdad, honestidad y justicia. Es la primera consecuencia del valor humanizador de la fe y del dinamismo creador de la misma.
Bien radicado en esa fe y desde una clara y valiente convicción evangélica, no dudará en asumir su parte de responsabilidad, para “instaurar en Cristo el orden de las realidades temporales” (Apostolicam actuositatem, 7). Nunca podrán olvidar los cristianos que deben ser “fermento y alma de la sociedad” (Gaudium et spes, 40) y que en las tareas temporales “la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno” (Ibíd., 43).
El hijo de la Iglesia ha de vivir la convicción de que ha de ser cristiano de la fidelidad a Cristo, para ser cristiano de la coherencia en el amor al hombre, en la defensa de sus derechos, en el compromiso por la justicia, en la solidaridad con cuantos buscan la verdad y elevación del hombre (Ibíd.).
5. Estas actitudes comportan un profundo empeño y una gran capacidad de esfuerzo y valentía. Se abre ante los ojos del cristiano la necesidad de cambiar tantas cosas que son inadecuadas o injustas y que requieren la transformación desde dentro y desde fuera.
Pero hay un espejismo al que se puede sucumbir: querer cambiar la sociedad cambiando sólo las estructuras externas o buscando únicamente la satisfacción de las necesidades materiales del hombre. Y, en cambio, hay que empezar por cambiarse a sí mismo; por renovarse moralmente; por transformarse desde dentro, imitando a Cristo; por destruir las raíces del egoísmo y del pecado que anida en cada corazón. Personas transformadas colaboran eficazmente a transformar la sociedad.
6. Para vivir en esa actitud cristiana, el hijo de la Iglesia, que siente la propia debilidad y pecado, necesita un constante empeño de conversión y de retorno a las fuentes ideales que inspiran su conducta. Necesita un constante retorno a su conciencia y a Cristo. En su fe ha de hallar la fuerza y dinamismo para corregirse y confirmarse cada día en el bien. Sin abandonarse a esa pasividad resignada que serpea en tantos espíritus.
Un empeño de conversión que ha de ser personal y también comunitario. Capaz de orientar siempre hacia una mayor fidelidad a la propia condición cristiana y a superar, en metas más altas, los fallos o errores del pasado. Sin dejarse paralizar por ellos, en un inútil inmovilismo o sentimiento de culpabilidad. El fallo y el pecado anidan por desgracia en cada hombre, en cada sector humano u organismo compuesto por hombres, en la Iglesia y fuera de ella.
Pero Dios nos ayuda a renovarnos constantemente en su gracia y amor. La Palabra revelada, el ejemplo de Cristo, la gracia de los sacramentos son nuestros caminos de superación a través de la conversión.
7. Estas actitudes cristianas necesitan criterios y guías concretos que las orienten de modo seguro, evitando posibles desviaciones.
¿Queréis un criterio seguro, concreto, sistemático, que os guíe en el momento presente? Seguid la voz del Magisterio y sed fieles al Concilio de nuestro tiempo: el Vaticano II.
Sin reticencias, temores o resistencias, por una parte. Sin interpretaciones arbitrarias o confusiones de la enseñanza objetiva con las propias ideas, por otra. Arranque de ahí el camino de la necesaria unidad querida por Cristo.
Esa correcta aplicación de las enseñanzas conciliares constituye, como he dicho en repetidas ocasiones, uno de los objetivos principales de mi pontificado.
8. Así, queridos hermanos y hermanas, vivid vosotros e infundid en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo, conscientes de que esa fe no destruye nada auténticamente humano, sino que lo refuerza, lo purifica, lo eleva.
Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo la indisolubilidad y los demás valores del matrimonio, promoviendo el respeto a toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la fe cristiana.
Sed también fuertes y generosos a la hora de contribuir a que desaparezcan las injusticias y las discriminaciones sociales y económicas; a la hora de participar en una tarea positiva de incremento y justa distribución de los bienes. Esforzaos por que las leyes y costumbres no vuelvan la espalda al sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la vida.
9. En el momento culminante de la Misa se hace presente en el altar el misterio del Calvario. Jesús mismo renueva la oblación de aquel día, la oblación que nos salva.
Junto a la cruz estuvo la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25), participando de su dolor. Que Ella, la Madre de la Merced, os ayude con su intercesión a renovar en esta Santa Misa vuestro compromiso de cristianos. Confiados en su patrocinio, desechad pasivismos y titubeos. Y sed fieles a vosotros mismos, a la Iglesia y a vuestro tiempo con coherentes actitudes cristianas. Así sea.
¡Que Déu us beneeixi!
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