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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON OCASIÓN DEL XXV ANIVERSARIO DE LA MUERTE
DEL PADRE AGOSTINO GEMELLI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves 28 de junio de 1984

 

1. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29).

Es Cristo quien habla. Con los ojos de la fe le contemplamos en la concreción de su Humanidad, gracias a la cual es en todo semejante a nosotros, salvo en el pecado. Semejante en todo y, por tanto también en el hecho de tener un corazón que late en su pecho, activando en sus venas el flujo vital de la circulación sanguínea. A este corazón es, precisamente, al que alude, cuando nos habla a nosotros aquí reunidos en torno al altar: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón».

Hoy, solemnidad litúrgica del Sagrado Corazón, en esta institución universitaria y hospitalaria dedicada al Corazón de Jesús, nos sentimos invitados a meditar sobre el misterio de aquel Corazón divino, en el que late el amor infinito de Dios por el hombre, por todo hombre, por cada uno de nosotros. Aquel amor, que ya testimoniaba Moisés entre sus compatriotas, recordándoles: «Yavé se ha aliado con vosotros y os ha elegido, no por ser vosotros los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino porque Yavé os amó» (Dt 7, 7-8). Aquel amor en que el apóstol Juan vio la síntesis de todo tratado acerca de Dios, hasta el punto de poder afirmar: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4, 81.

¿Cómo no exclamar con el salmista: «El Señor es bueno y grande en el amor» (Salmo responsorial)? La liturgia de hoy nos pone en los labios las expresiones adecuadas para manifestar nuestro reconocimiento ante una generosidad tan imprevisible y estupenda: «Bendice al Señor, alma mía, todo lo que hay en mí bendiga tu santo nombre ... El perdona todas tus culpas, sana todas tus enfermedades, salva del hoyo tu vida, te corona de gracia y misericordia ... » (Salmo responsorial).

2. Meditemos sobre las «maravillas» del amor de Dios, contemplando el misterio del Corazón de Cristo. Es conocida la riqueza de reminiscencias antropológicas que, en el lenguaje bíblico, despierta la palabra «corazón». Con ella no sólo se evocan los sentimientos propios de la esfera afectiva, sino también todos aquellos recuerdos, pensamientos, razonamientos, proyectos que constituyen el mundo más íntimo del hombre. El corazón, en la cultura bíblica y también en gran parte de las otras culturas, es el centro esencial de la personalidad; centro en el que el hombre está ante Dios como totalidad de cuerpo y espíritu, como yo pensante que quiere y ama, como centro en el cual el recuerdo del pasado se abre a la proyección del futuro.

Ciertamente del corazón humano se interesan el anatomista, el fisiólogo, el cardiólogo, el cirujano, etc.; y su aportación científica —me complace reconocerlo en una sede como ésta— reviste gran importancia para el sereno y armonioso desarrollo del hombre en el curso de su existencia terrena. Pero el significado según el cual nos referimos ahora al corazón, trasciende de esas consideraciones parciales, para alcanzar el santuario de la autoconciencia personal, en el que se resume, y —por así decirlo— se condensa la esencia concreta del hombre; el centro en el que cada uno decide de sí ante los otros, ante el mundo, ante Dios mismo.

Sólo del hombre puede decirse propiamente que tiene un corazón; no del espíritu puro, como es evidente, ni tampoco del animal. El «redire ad cor» desde la dispersión en las múltiples experiencias exteriores es una posibilidad reservada únicamente al hombre.

3. Por la fe sabemos, que en un momento determinado de la historia, «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Desde aquel momento Dios comenzó a amar con corazón de hombre. Un corazón verdadero, capaz de latir de un modo intenso, tierno, apasionado. El Corazón de Jesús ha experimentado verdaderamente sentimientos de alegría ante el esplendor de la naturaleza, el candor de los niños, ante la mirada de un joven puro; sentimientos de amistad hacia los apóstoles, hacia Lázaro, hacia sus discípulos; sentimientos de compasión para los enfermos, los pobres y tantas personas probadas por el luto, por la soledad, por el pecado; sentimientos de indignación hacia los vendedores del templo, los hipócritas, los profanadores de la inocencia; sentimientos de angustia ante la perspectiva del sufrimiento y ante el misterio de la muerte. No hay sentimiento auténticamente humano que no haya probado el corazón de Jesús.

Hoy estamos en adorante oración ante aquel corazón, en el que el Verbo eterno ha querido experimentar directamente nuestra miseria, «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejantes a los hombres» (cf. Fil 2, 6-7). Del infinito poder que es propio de Dios el corazón de Cristo sólo ha conservado la inerme potencia del amor que perdona. Y en la soledad radical de la cruz ha aceptado ser atravesado por la lanza del centurión, para que la herida abierta vertiese sobre las suciedades del mundo el torrente inagotable de una misericordia que lava, purifica y renueva.

En el corazón de Cristo se encuentran, pues, riqueza divina y pobreza humana, poder de la gracia y fragilidad de la naturaleza, llamada de Dios y respuesta del hombre. En él tiene su apoyo definitivo la historia de la humanidad, porque «el Padre ha entregado todo juicio al Hijo» (cf. Jn 5, 22). Al corazón de Cristo, debe, pues referirse, lo quiera o no lo quiera, todo corazón humano.

4. ¡Nuestro corazón! La Biblia no ahorra expresiones pesimistas acerca del corazón humano, en el que se esconde a menudo la doblez como en el caso de aquellos que «hablan de paz a su prójimo, pero tienen la malicia en el corazón» (Sal 28, 3); o se insinúa la infidelidad respecto a la alianza, como lamentaba el salmista a propósito del pueblo hebreo: «Su corazón no era sincero con El, y no eran fieles a su alianza» (Sal 78, 37). ¿Quién no recuerda la amarga comprobación: «este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29, 13)? El hombre no debe pues, olvidar que si le es posible engañar a sus semejantes, eso no sucede con Dios, por que si «el hombre mira a las apariencias, Dios mira al corazón» (1 Sam 16, 7).

Ante la realidad decepcionante de un corazón «desviado e indócil» (Jer 5, 23), queda sólo una esperanza: la de una iniciativa divina que renueve el corazón humano y lo haga todavía capaz de amar a Dios y a los hermanos, con ímpetu sincero y generoso. Es lo que el Señor ha prometido por boca del profeta Ezequiel: «Yo os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos; os daré un corazón nuevo, pondré dentro de vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (36, 25 s).

5. La promesa se ha realizado en Cristo. En el encuentro con El, se ofrece al hombre la posibilidad de rehacerse un corazón nuevo, un corazón no ya «de piedra» sino «de carne». Para llegar a esto, sin embargo, es preciso ante todo que «renazca del agua y del Espíritu Santo», como se dijo, una noche, «a un hombre llamado Nicodemo» (cf. Jn 3, 1 ss.); y es preciso también que entre en la escuela de Jesús para aprender de El cómo se ama concretamente. Esto es precisamente lo que El mismo ha pedido. En efecto, ha dicho: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Con la palabra y con el ejemplo, Cristo nos ha enseñado la mansedumbre y la humildad, como cualidades indispensables para amar realmente; nos ha enseñado que el Hijo del Hombre «no ha venido para ser servido, sino para servir y dar la propia vida como rescate por muchos» (Mt. 20,28). El amor auténtico no se sirve del otro, sino que lo sirve, gastándose por él incluso hasta el sacrificio total de sí y de las propias cosas.

6. Pero precisamente en este anonadarse por amor reside el secreto de la verdadera sabiduría, que llega a entrever algo del misterio de Dios y a percibir la sabiduría superior de las normas que surgen de su voluntad tres veces santa. Jesús lo revela no sin un temblor de íntima alegría: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque así te plugo» (Mt 11, 27 ss.).

Escuchamos de nuevo estas palabras en un ambiente que institucionalmente se dedica a los estudios superiores de medicina, entre personas que han hecho de la investigación científica la razón de su vida. Las escuchan los muchos jóvenes aquí reunidos, que han emprendido los estudios universitarios, movidos por el deseo de hacer propias las adquisiciones de una disciplina que tantos y tan extraordinarios progresos ha efectuado en este siglo nuestro. ¿Hay quizá en las palabras de Cristo alguna expresión de desconfianza frente al empeño con que el hombre se lanza hacia el conocimiento cada vez más profundo de sí y del mundo?

Ciertamente no, desde el momento en que, como Verbo de Dios, Cristo es la sabiduría personificada y, como hombre, el evangelista lo presenta dedicado a crecer «en sabiduría», además de «en edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (cf. Lc 2, 52).

La Iglesia nunca ha tenido dudas al respecto y, por eso, en el curso de su historia milenaria ha suscitado continuamente en todos los lugares centros de estudios no sólo sagrados, sino también profanos, en la convicción de que todo progreso en el conocimiento de la verdad constituye objetivamente un homenaje a Dios, Verdad subsistente «qua veritate —por decirlo con Santo Tomás— omnia vera sunt vera» (In Ev. Io. 1, lect. I, n. 33).

¿Acaso no nos hemos reunido aquí esta tarde para recordar, en el XXV aniversario de su muerte, al fundador de uno de estos centros de estudio más prestigioso? Cuando el padre Agostino Gemelli da comienzo a la Universidad Católica del Sagrado Corazón, la ve como «obra destinada al progreso de la vida sobrenatural de los hombres, tanto mediante la educación de los jóvenes, como mediante la investigación y la defensa de la verdad» (Agostino Gemelli, Testamento, Pascua de 1954). Y, en el último tramo de su vida, ese ideal hizo que se dedicara a la realización de esta Facultad de Medicina con su Hospital policlínico, que sintió como la coronación del sueño que había brotado muchos años antes en su corazón de médico y sacerdote, que deseaba de crear en los repartos del hospital «una atmosfera en la que el enfermo percibe un vínculo con quienes le curan». 

No es pues la verdadera ciencia la que cierra al hombre el conocimiento de Dios y de su misterio. La ciencia que se siente sierva de la verdad y no dueña, que no pierde el sentido del misterio, porque sabe que —más allá del horizonte limitado que puede alcanzar con los propios medios— existen unas perspectivas sin límite que se pierden en aquel abismo de luz que tiene por nombre Dios; esa ciencia no sólo no cierra, sino que, más aún, dispone a la revelación de los secretos de Dios.

A esta ciencia están llamados cuantos, como vosotros, ilustres profesores y queridos estudiantes han hecho de su compromiso de estudio una elección de fe. Formar parte de una universidad católica, que lleva el nombre del Sagrado Corazón de Jesús, es un hecho que os honra y a la vez os compromete altamente. ¿Quién, sino vosotros, deberá entrar en la escuela de aquel Corazón divino que con sus latidos mueve la historia del mundo y la historia personal de cada uno de nosotros? En aquel Corazón «se esconden todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 31. ¡Qué perspectiva para quien ha hecho de la investigación de la verdad la razón de su vida!

7. Pero también podéis recurrir al Corazón de Jesús vosotros, queridísimos enfermos, que lucháis con la enfermedad que os ha golpeado y tenéis necesidad de tanta fuerza moral para no ceder a la tentación del abatimiento y la desconfianza. ¿No ha dicho El: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28)?

Estas palabras, cargadas de tanta humana dulzura, os la repite también a vosotros, enfermos, que en este Policlínico halláis asistencia cuidadosa y atenciones adecuadas; las repite a cuantos se prodigan a vuestro servicio, como enfermeras y enfermeros, con dedicación entregada; las repite a vuestros familiares, que comparten con vosotros la inquietud por la enfermedad y la esperanza de una pronta curación; las repite a todos nosotros: «Venid a mí»

Si estamos «fatigados y agobiados», acojamos la invitación tan amorosamente insistente: vayamos a El y, aprendamos de El, confiémonos a El. Experimentaremos la verdad de aquella promesa: encontraremos aquel «descanso del alma» que anhela nuestro corazón cansado.

¡Así sea!

 



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