SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI»
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Piacenza
Domingo 5 de junio de 1988
1. "Alzaré la copa de la salvación" (Sal 115/116, 13).
Estamos reunidos, queridos hermanos y hermanas, para levantar la copa de la salvación e invocar el Nombre del Señor, como proclama el Salmista en la liturgia de este día.
La copa de la salvación...
Hoy, mientras la Iglesia en Italia celebra la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos acercamos juntos al Cenáculo. Toda la Iglesia retorna allí incesantemente. Este es el lugar de la cotidiana peregrinación del Pueblo de Dios a las fuentes del misterio Eucarístico. Este día es un momento especial de esta peregrinación. Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido participar en la peregrinación eucarística, dentro de la Iglesia, aquí, en Plasencia, junto con todos vosotros que formáis la Iglesia del Dios vivo. La Iglesia de la Eucaristía.
Me agrada saludar a mons. Antonio Mazza, el cual, con genuina caridad de Pastor os guía, reúne en unidad y os fortifica, queridos hermanos y hermanas de la diócesis placentina, con la Palabra de Dios y con el Cuerpo de Cristo. Saludo con gran alegría a los cardenales originarios de esta diócesis de Plasencia y aquí presentes: el cardenal Secretario de Estado, Agostino Casaroli, el cardenal Opilio Rossi, y el cardenal Silvio Oddi. Saludo a otro placentino, el Nuncio Apostólico en Italia, mons. Poggi. Saludo junto a los placentinos a los demás obispos invitados, en primer lugar al arzobispo de Rávena, que nos honra con su presencia. Os saludo muy cordialmente a vosotros, sacerdotes, que cooperáis con el ministerio apostólico de vuestro obispo, conduciendo a la amistad fraterna de Cristo las comunidades que os están encomendadas.
Llegue también mi palabra de saludo a vosotros, religiosos y religiosas que, con vuestra vida consagrada y vuestras actividades, testimoniáis el amor redentor del Hijo de Dios.
Os saludo a vosotros, laicos comprometidos en las diversas asociaciones y movimientos. Carísimos, os exhorto a perseverar en el camino de la santidad y a contribuir a la edificación de la Iglesia.
A todos alcance mi saludo afectuoso, acompañado de mi deseo de serenidad y la llamada a participar con frecuencia y asiduamente en la Eucaristía, sacramento que comunica en plenitud el espíritu de caridad del Redentor.
2. "Alzaré la copa de la salvación", como lo hizo Cristo.
El Evangelista recuerda que durante la última Cena, Cristo "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio (a los discípulos) diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos" (Mc 14, 22-24).
La copa de la salvación, la Sangre de la Alianza.
3. La liturgia, en la primera lectura tomada de libro del Éxodo, recuerda la Antigua Alianza, que también sé estableció mediante la sangre.
Fue ésta "la sangre de machos cabríos y de toros", según leemos en la Carta a los Hebreos (Heb 9, 13). Con la sangre de los novillos, Moisés "roció al pueblo y dijo: Esta es la sangre de la Alianza eme Yahveh ha hecho con vosotros" (Ex 24. 8).
La Nueva Alianza es distinta, La sangre de los machos cabríos y de los toros podía significar la reconciliación, pero no podía realizarla.
Y por eso Cristo, "no con sangre de machos cabríos y de novillos, sino con su propia sangre penetró en el santuario consiguiendo una redención eterna" (Heb 9. 12). No a través de un santuario hecho por mano del hombre, sino a través del santuario de su Cuerpo, a través de la humanidad del Hijo de Dios.
Y entrando así, como sacerdote, el único Sacerdote, de la nueva y eterna Alianza con Dios, ha procurado con su sacrificio "una redención eterna" (ib.).
4. Cristo durante la última Cena prepara a los Apóstoles y a la Iglesia precisamente para este sacrificio. Por eso habla del cuerpo y de la sangre que será derramada.
En la última Cena estaba ya contenida la realidad del sacrificio de la cruz. La Eucaristía es el sacramento de este sacrificio. Es el sacramento de la redención eterna en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo.
Cada vez que volvemos al Cenáculo celebrando este admirable sacramento de nuestra fe: "anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús" (cf. Plegarias eucarísticas).
La Eucaristía es el sacramento de esta vía que Cristo ha atravesado viniendo del Padre a nosotros y por la cual retorna al Padre, conduciéndonos consigo como participantes de la redención eterna.
Cada vez que nos reunimos para participar en la Eucaristía de Cristo, nos encaminamos por esta vía junto con El.
5. Esta es la vía del sacrificio que sella la Nueva y Eterna Alianza de Dios con el hombre y del hombre con Dios.
La Antigua Alianza, estipulada por Moisés con el signo de la sangre sacrificial, estaba ya unida con la obediencia a las palabras de Dios y a sus mandamientos. «Moisés tomó después el libro de la Alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: "obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh"» (Ex 24, 7).
Entonces Moisés dijo: "Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros según todas estas palabras'' (Ex 24, 8). Eran las palabras de los mandamientos divinos, el decálogo. La sangre debía ser el signo de la obediencia interior de las conciencias.
¡Cuánto más esto tiene lugar en la Nueva Alianza de la Eucaristía! "Cuánto más la Sangre de Cristo que, por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo" (Heb 9, 14).
La Sangre de Cristo permanece siempre como el signo eficaz de la conversión de las conciencias humanas. Permanece como signo de la obediencia al Dios Vivo. El signo del servicio, el servir al Dios Vivo quiere decir reinar.
Esta es la vida, la Vida nueva que nace del sacrificio de Cristo, que nace en cada uno de nosotros. La Eucaristía nos llama incesantemente a este renacimiento. Las "obras muertas" deben ceder su puesto a los actos de la fe viva. Y éstos son las obras de caridad que nos permiten participar de la vida de Dios, ya que Dios es amor.
6. "Alzaré la copa de la salvación e invocaré el nombre del Señor .
La Eucaristía y la vida...: no se puede pronunciar en vano el nombre del Señor.
No se puede escuchar en vano su mandamiento nuevo: "Amaos los unos a los otros. Que como yo os he amado así os améis también vosotros" (Jn 13, 34). Tan cargado está de vida nueva para nosotros.
Y ¿cuál es la novedad de este mandamiento? Es la suprema exigencia de la Nueva Alianza, cuya ley está escrita en el corazón (cf. Jer 31, 33); su novedad consiste en el hecho de que antes de ser un precepto externo, es el don que Cristo nos hace de vivir con El y en El.
El Pan eucarístico es el Cuerpo que Jesús nos da. Como El se ha ofrecido a Sí mismo al Padre y a los hermanos, así hemos de hacer nosotros. Esta es la alegre exigencia de la caridad.
Debemos por ello vivir la donación a Dios por medio de la práctica de la virtud de la religión, que la oración personal y el culto eucarístico alimentan y acrecientan.
Debemos desarrollar esta donación en el trabajo, permitiendo de este modo que las realidades materiales, mediante el ofrecimiento de nuestro esfuerzo, se transformen en elementos para el reino (cf. Gaudium et spes, 38).
Debemos vivir esta donación en la familia, creciendo así en el amor recíproco, que Dios ha purificado y santificado, y en la responsable apertura a la vida.
He aquí cómo todos estos problemas de la vida moral de cada día, que exigen un renacimiento general de las conciencias, brotan de la Eucaristía, de la Sangre y del sacrificio de Cristo, y a ella hacen una referencia precisa.
7. "¿Qué daré al Señor, por todo lo que me ha dado?" (Sal 115/116, 12).
Escuchemos una vez más al Salmista para volver a evocar a todos aquellos que el Señor ha llamado aquí durante generaciones a su servicio y que sigue llamando en nuestro tiempo.
Podemos hacer aquí referencia a los versículos siguientes del Salmo responsorial: "Te ofreceré un sacrificio de alabanza... cumpliré mis votos al Señor en presencia de todo el pueblo" (Sal 115/116, 17-18).
Este culto espiritual lo ejercita todo creyente que, unido a Cristo y a los hermanos, constituye una comunidad de sacerdotes, la cual se edifica mediante la práctica de los sacramentos y de las virtudes morales (cf. Lumen gentium, 10). Por esto el Concilio Vaticano II enseña que el sacerdocio común de los, fieles y el ministerial, diferenciándose esencialmente y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro (cf. ib.). El presbítero educa y rige el Pueblo de Dios, preside la Eucaristía, administra el sacramento de la reconciliación; por su parte, los fieles, concurren a la ofrenda eucarística y ejercen el sacerdocio común, sobre todo con el testimonio de la vida cristiana y la solicitud por el bien de toda la Iglesia y por la redención de toda la humanidad, con el asiduo compromiso para lograr que el orden temporal se vaya haciendo conforme con el plan providencial de Dios.
8. Volvamos todavía al Cenáculo.
Cristo dice: "Esta es mi sangre de la Alianza que es derramada por muchos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios" (Mc 14, 24-25).
El cáliz de la salvación...
Cristo nos guía hacia el término de esta vía, en medio de la cual se encuentran la cruz en el Calvario y la Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén. La Eucaristía en la vida diaria de la Iglesia.
La meta está en el reino de Dios. Allí nos conduce a todos Cristo: El, "Mediador de la Nueva Alianza", nos permite entrar en él mediante su muerte, mediante el Cuerpo entregado en la cruz, mediante la Sangre derramada para el perdón de los pecados.
Nos conduce a todos...
Porque todos estamos llamados a recibir "la herencia eterna prometida" (Heb 9, 15).
El era esta promesa, y El es su realización.
Y todos nosotros —en El, con El y por El— para gloria del Padre en la unidad del Espíritu Santo.
Amén.
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