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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Y PROCESIÓN DE «CORPUS CHRISTI»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 30 de mayo de 1991

 

1. «Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 25).

Durante la cena pascual, en el Cenáculo, los Apóstoles comían el pan y bebían el vino del cáliz: ¡la comida y la bebida!

Cristo les dio esta comida y esta bebida diciendo: «Tomad, éste es mi cuerpo (...). Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14, 22-24).

Cada año, el Jueves Santo, in Coena Domini, hacemos presente el acontecimiento pascual del Cenáculo de modo particular.

Hoy nos reunimos una vez más. Las lecturas de la liturgia de la santa misa nos preparan para la procesión eucarística a lo largo de las calles de la ciudad.

La procesión es una imagen del camino con el que Dios conduce al hombre en la comunidad del pueblo redimido. Cristo ha adquirido este pueblo con la sangre de su sacrificio en la cruz. Es la sangre derramada en el momento en que se le dio muerte al cuerpo del Hijo de Dios.

2. El acontecimiento del Cenáculo, «in Coena Domini», es el punto central del proceso que se perpetúa a través de las generaciones, penetrando la historia de la Alianza entre Dios y el hombre.

Las lecturas litúrgicas nos conducen primero a los pies del monte Sinaí, donde el holocausto corona la Alianza de Dios con Israel. Ofreciendo los animales, el sacerdote derrama su sangre; después, con esta misma sangre, rocía el altar y el pueblo reunido (...). «Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24, 8). Es sabido que en los fundamentos de esta alianza ha estado la palabra de la ley divina: la palabra del Decálogo.

3. Con su venida, Cristo concluyó la tradición de aquellos sacrificios «de machos cabrios y de novillos» (Hb 9, 12); pero confirmó y conservó la sangre como signo de holocausto. Por lo tanto, él, «como sumo sacerdote de los bienes futuros (...) penetró en el santuario una vez para siempre». Penetró en él «consiguiendo una redención eterna (...) con su propia sangre» (cf. Hb 9, 11-14).

La sangre de Cristo es signo de la Nueva Alianza. Es ésta la Alianza «en el Espíritu y en la verdad», porque Cristo, «(...) por el Espíritu Eterno, se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (Hb 9, 14), realizando así el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.

Este sacrificio está en el centro mismo del camino, a lo largo del cual las generaciones humanas, marcadas por la dignidad de la semejanza con Dios y, al mismo tiempo, abrumadas por la herencia del pecado, se acercan al Dios viviente.

La procesión del Corpus Domini es la imagen de este camino, del cortejo de las generaciones humanas, que han sido redimidas por la sangre del Cordero inmaculado.

Por este camino las conduce el mismo Espíritu eterno, que está presente en el mundo y obra en la potencia del sacrificio redentor de Cristo.

4. Durante la Última Cena, Cristo, al instituir la Eucaristía, dijo: «Yo ya no beberé del producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios» (Mc 14, 25).

En Cristo comenzó para el hombre el tiempo del destino definitivo. La comida y la bebida eucarísticas sirven a los peregrinos para poder avanzar hacia esta meta final. El Espíritu eterno guía a cada uno y a todos hacia la meta, que es la Alianza eterna.

La Nueva Alianza, sancionada en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, es también la Alianza eterna. «El cáliz de la salvación que elevamos», como signo sacramental del sacrificio de nuestra redención, ¿no es un anuncio del día de la eternidad, que nos ha preparado el Señor?

Allí nos espera el «cáliz nuevo» de la eterna Alianza: de la Eucaristía eterna, con quien estaremos en comunión «cara a cara» (1 Co 13, 12).

5. ¡Que se abran los caminos de la ciudad y de las aldeas!

¡Que se abran las calles de la Roma antigua! En vosotros está escrito espléndidamente el recorrido de la historia terrenal del hombre.

¡Dejad que Cristo-Eucaristía pase en medio de vosotros como signo de la nueva y eterna Alianza! ¡Haced lugar al Príncipe del siglo futuro (cf. Is 9, 5)!

Vayamos junto con él por el camino de nuestra fe y de nuestra esperanza. Esta es «la esperanza que no falla» (cf. Rm 5, 5). Amén.



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