VI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Czestochowa, Polonia
Solemnidad de la Asunción
Jueves 15 de agosto de 1991
1. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14).
Jóvenes amigos, hermanos y hermanas de Polonia y de todo el mundo. Comienzo con emoción esta homilía, pronunciada en polaco, pero me consuela la conciencia de que nuestros huéspedes la escuchan también en sus lenguas respectivas. Sucede algo semejante a lo que ocurrió el día de Pentecostés en Jerusalén; e incluso con más alcance, porque también los que se hallan lejos ven esta celebración litúrgica —y escuchan la homilía— gracias a las pantallas que nos han ofrecido benévolamente nuestros hermanos italianos. Asimismo, me consuela el buen tiempo que está haciendo y el sol.
Señor presidente de la República, señor primer ministro, representantes del Gobierno y del Parlamento, venerados hermanos míos en el episcopado, cardenales, obispos, hermanos míos en el sacerdocio, hermanos y hermanas en la vocación religiosa, en la vocación cristiana y humana, y todos los que os halláis aquí presentes.
Saludo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo a todos vosotros, queridos jóvenes, que habéis venido aquí procedentes de diversos países de Europa y de los demás continentes. Habéis venido a Jasna Góra con la convicción de que «recibisteis un espíritu de hijos adoptivos» (Rm 8, 15). Gracias a este espíritu sois «herederos de Dios» y, al mismo tiempo, «coherederos de Cristo» (Rm 8, 17). Podéis exclamar junto con él: «Abbá, Padre!» (Rm 8, 15). En efecto, «el Espíritu mismo da testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16).
Durante el encuentro de anoche meditamos sobre la verdad de vuestra vocación en Cristo, concentrándonos en tres signos: la cruz, la Biblia y el icono mariano.
En la solemnidad de hoy deseamos dirigirnos de modo particular a María, que fue guiada sobre todo por el Espíritu de Dios. La saludamos como hija amada de Dios-Padre, elegida como madre humana del Hijo de Dios. Saludamos a María, que aceptó esa elección eterna, dando a la luz a Jesucristo por obra del Espíritu Santo: la Virgen de Nazaret creyó que lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (cf. Lc 1, 37).
2. Hoy la Iglesia celebra con especial solemnidad su Asunción al cielo. Este cumplimiento definitivo de la vida y de la vocación de la Madre de Dios nos permite, a la luz de la liturgia, contemplar toda la anterior existencia terrena de María y su peregrinación materna mediante la fe. De forma muy concisa y, a la vez, más completa, expresan todo esto las palabras de Isabel durante la Visitación: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor!» (Lc 1, 45).
Las palabras que María oyó durante la Visitación se cumplieron admirablemente: desde el nacimiento de Jesús en Belén hasta la cruz en el Gólgota y, luego, desde la mañana de Pascua hasta el día de Pentecostés. En todas estas etapas de su peregrinación terrena, María conoció cada vez más profundamente todas «las maravillas que el Poderoso hizo en su favor» (cf. Lc 1, 49). Y todas esas «maravillas» (magnalia Dei) alcanzan su coronamiento casi definitivo en la Asunción. María entra como esposa del Espíritu Santo en la casa del destino supremo del hombre. En la morada de la Santísima Trinidad se encuentra su morada eterna. Y aquí, en la tierra «todas las generaciones la llamarán bienaventurada» (cf. Lc 1, 48).
Y también nosotros —esta comunidad particular de jóvenes— proclamamos a María bienaventurada entre todas las mujeres, rindiendo así el honor supremo al Hijo unigénito del Padre, el fruto bendito de su seno. Efectivamente, en él «todos recibimos la adopción de hijos» (cf. Rm 8, 15).
3. La liturgia de la solemnidad de la Asunción no termina aquí. Nos hace mirar hacia el «Santuario de Dios que se abrió en el cielo» (cf. Ap 11, 19), en el que todos los hijos adoptivos de Dios, junto con la Madre de Dios, toman parte como «coherederos de Cristo» en la vida inefable del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, que es la plenitud definitiva de toda verdad y amor. El libro del Apocalipsis nos hace contemplar, además, la Asunción de María como «un signo grandioso»: «Una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas» (Ap 12, 1). Por tanto, éste es el signo de ese cumplimiento, que alcanza las dimensiones de todo el cosmos. Las criaturas, en la totalidad de su múltiple riqueza, retornan en este signo a Dios, que es el Creador, o sea, el Comienzo absoluto de todo lo que existe.
En este signo retorna a Dios el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Todos nosotros debemos retornar de la misma manera, si hemos recibido la filiación adoptiva en el Hijo unigénito de Dios, quien por nuestra adopción se hizo Hijo del hombre: hijo de María.
Sin embargo, ese retorno omnicomprensivo de los hijos al Padre está unido a un drama particular a lo largo de toda la historia del hombre en la tierra. La liturgia de hoy pone de relieve este drama con las palabras de la carta de san Pablo a los Corintios: «Habiendo venido por un hombre la muerte (...), en Adán mueren todos» (1 Co 15, 21-22). Esta muerte tiene una dimensión más profunda que la muerte meramente biológica.
4. Es una muerte que afecta al espíritu, privándolo de la vida que proviene de Dios mismo. El pecado es la causa de esta muerte, pues es rebelión contra Dios por parte de la criatura racional y libre.
El drama se remonta a los orígenes, cuando el hombre, tentado por el Maligno, quiso alcanzar su propia realización de forma autónoma. «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal», fue la instigación de la serpiente (cf. Gn 3, 5); es decir, seréis capaces de decidir por vosotros mismos acerca de lo que es bueno y lo que es malo, independientemente de la Fuente de la Verdad y del Bien, que es Dios mismo.
Precisamente este drama, el drama original, encuentra su expresión simbólica en el marco grandioso que nos presenta la liturgia de este día. Delante de la mujer vestida de sol, símbolo del cosmos transformado en el reino de Dios vivo, aparece otro símbolo, el del Maligno del drama original. En la Sagrada Escritura tiene diferentes nombres. Aquí está representado por un dragón, que quiere devorar al niño que la mujer ha dado a luz, el pastor «de todas las naciones» (cf. Ap 12, 4-5).
El último libro del Nuevo Testamento confirma, por consiguiente, al primero, el Génesis: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre su linaje y su linaje» (Gn 3, 15). La historia humana se presenta así como una larga serie de combates y de luchas entre el bien y el mal, entre el Padre eterno, que ama el mundo hasta entregar a su Hijo unigénito, y el «padre de la mentira», que es «homicida desde el principio» (cf. Jn 8, 44).
5. ¿Por qué razón lucha, pues, el «padre de la mentira»? Lucha para privar al hombre de la filiación divina adoptiva, para quitarle la herencia que el Padre le otorgó en Cristo.
Lucha contra la Mujer, que es la Madre virginal del Redentor del mundo, contra aquella que es el modelo sublime de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 53).
El signo de la «Mujer» en el Apocalipsis indica a la Madre de Dios y a la Iglesia. Indica a todos los que «son guiados por el Espíritu de Dios». Todos los que, junto con Cristo, como hijos en el Hijo, claman: «¡Abbá, Padre!».
Ese signo se refiere también a nosotros. Al clamar junto con Cristo «Abbá, Padre», participamos como hijos adoptivos en la victoria pascual de la cruz y la resurrección, en la que María participó antes que nadie: ¡María elevada al cielo!
6. Queridos amigos, os habéis reunido aquí, desde muchos lugares; habláis muchas lenguas diferentes. Traéis en vosotros el patrimonio de muchas culturas, de muchas experiencias históricas. De diversos modos habéis experimentado y experimentáis, vosotros y vuestras sociedades, la lucha que a través de toda la historia del hombre se lleva a cabo en el hombre y por el hombre.
Nuestro siglo ha sido y sigue siendo un campo de batalla donde se libra esa lucha. Generaciones enteras han sido envueltas en semejante lucha, de la que todos y cada uno de nosotros somos los auténticos protagonistas: todo hombre, en la realidad de la creación a imagen y semejanza de Dios, que sufre, al mismo tiempo, la tentación de transformar esa imagen y semejanza en un reto dirigido a su Creador y Redentor. La tentación de rechazarlo. La tentación de vivir su propia vida aquí en la tierra, como «si Dios no existiera». Como si no existiera Dios en toda su realidad trascendente. Como si no existiera su amor al hombre, amor que movió al Padre «a entregar» a su Hijo unigénito para que el hombre, por medio de él, tuviera la vida eterna en Dios.
En esa lucha, en la sucesión de esos combates espirituales, se emplean muchos medios para privar a los hombres de su herencia: la «adopción como hijos». Vosotros, los jóvenes, habéis venido aquí en peregrinación con la finalidad de confirmar esta adopción como hijos, con el propósito de optar nuevamente por ella. Para modelar con ella vuestra existencia humana; para acercaros y atraer a los demás hacia ella.
¡Sed felices!
Sed felices junto con María, que creyó en el cumplimento de las palabras que le dijo el Señor.
¡Sed felices! Ojalá que el signo de la mujer vestida de sol camine con vosotros, con cada una y cada uno, a lo largo de todos los senderos de la vida. Ojalá que os conduzca al cumplimiento en Dios de vuestra adopción como hijos en Cristo.
¡El Señor ha hecho verdaderamente maravillas en vosotros!
7. De estas «maravillas», queridos jóvenes, debéis ser siempre testigos coherentes y valerosos en vuestro ambiente, entre vuestros coetáneos, en todas las circunstancias de vuestra vida.
Está a vuestro lado María, la Virgen dócil a todos los soplos del Espíritu, la que con su «sí» generoso al proyecto de Dios abrió al mundo la perspectiva, largamente añorada, de la salvación.
Mirándola a ella, esclava humilde del Señor, hoy elevada a la gloria del cielo, os digo con san Pablo: ¡«Vivid según el Espíritu»! (Ga 5, 16). Dejad que el Espíritu de sabiduría e inteligencia, de consejo y fortaleza, de conocimiento, piedad y temor del Señor (cf. Is 11, 2) penetre en vuestros corazones y vuestras vidas y, por medio de vosotros, transforme la faz de la tierra.
Como os dijo un día el obispo al conferiros el sacramento de la confirmación, así hoy os repito a vosotros, jóvenes que habéis venido aquí desde todos los continentes: ¡Recibid el Espíritu Santo! Revestíos de la fuerza que brota de él, convertíos en constructores de un mundo nuevo: un mundo diferente, fundado en la verdad, la justicia, la solidaridad y el amor.
8. Esta VI Jornada mundial de la juventud se distingue por una característica particular: es la primera vez que se registra una participación tan numerosa de jóvenes de Europa oriental.
¿Cómo no descubrir en esto un gran don del Espíritu Santo? Quiero darle las gracias junto con vosotros. Tras ese largo período en que prácticamente no se podían cruzar las fronteras, la Iglesia en Europa puede respirar ahora libremente con sus dos pulmones.
Por este motivo, queridos jóvenes de Europa del este, vuestra presencia es muy significativa. La iglesia universal tiene necesidad del tesoro precioso de vuestro testimonio cristiano: testimonio por el que ha sido pagado un precio a veces muy alto de sufrimiento en la marginación, en la persecución e incluso en la prisión.
9. ¡Hoy, finalmente, ha llegado vuestra hora! En los duros años de la prueba, la Iglesia y el Sucesor de Pedro jamás os han olvidado. Aquí, en el santuario de Jasna Góra, ahora podéis ofrecer al mundo el testimonio público de vuestra pertenencia a Cristo y de vuestra comunión con la Iglesia. Lo ofrecéis ante vuestros coetáneos que proceden de todo el mundo y, de forma especial, de los países de Europa occidental.
El Viejo Continente cuenta con vosotros, jóvenes del este y del oeste europeo, para construir la «casa común» de la que se espera un futuro de solidaridad y paz; cuenta con vosotros la Iglesia que, en la próxima Asamblea extraordinaria del Sínodo de los obispos, se recogerá para reflexionar sobre las consecuencias que se desprenden de los recientes cambios y para disponer iniciativas oportunas en orden a una acción pastoral más incisiva en el continente.
Para el bien de las generaciones que vendrán es necesario que la nueva Europa se apoye sobre los fundamentos de los valores espirituales que constituyen el núcleo más íntimo de su tradición cultural.
10. Una gran alegría embarga mi corazón al veros juntos, jóvenes del este y del oeste, del norte y del sur, unidos por la fe en Jesús, que «ayer como hoy (...) es el mismo, y lo será siempre» (Hb 13, 8). Sois la juventud de la Iglesia, que se apresta a afrontar el nuevo milenio. ¡Sed la Iglesia del futuro, la Iglesia de la esperanza!
Queridos jóvenes, sabéis por experiencia que la caída de la ideología en los países de Europa oriental ha dejado en muchos de vuestros compañeros el sentimiento de un gran vacío, la impresión de haber sido engañados y una angustia deprimente ante el futuro.
También en los países de Europa occidental gran parte de la juventud ha perdido los motivos por los que vale la pena vivir. El fenómeno de la droga es un síntoma de este extravío profundo. El desinterés por la política manifiesta en muchos el sentimiento de impotencia en la lucha por el bien.
Sois enviados a estos hermanos y hermanas como mensajeros de la Buena Nueva de la salvación. Al encontrar a Jesús y conocer vuestra vocación a la filiación divina por medio de vuestro testimonio de alegría, descubrirán cuál es el sentido de la vida. En efecto, ansían encontrar ese sentido, y Jesucristo es la verdad que nos hace libres.
A todos los que están desilusionados frente a los cometidos terrenos de la civilización, los tenéis que invitar a ser, junto con vosotros, artífices de la «civilización del amor», cuyo gran programa está trazado en la doctrina social de la Iglesia, que recientemente he recordado y confirmado en la encíclica Centesimus annus.
Trabajar generosamente para construir una sociedad que se distinga por la búsqueda constante de la justicia, la concordia, la solidaridad y la paz es un ideal que revela a cada cual la riqueza de entrega y de servicio que lleva dentro de sí.
Cada uno, colaborando en la obra de fraternidad entre los hombres y los pueblos, y empeñándose generosamente en ayudar a los más pobres, descubrirá la belleza de la vida.
Queridos amigos, tenéis la responsabilidad de llevar este mensaje evangélico que conduce a la vida eterna y, al mismo tiempo, señala el camino para vivir de forma más humana en la tierra.
Gran parte de lo que será el futuro depende del empeño de la generación cristiana de hoy. Depende, sobre todo, de vuestro empeño, queridos jóvenes, que pronto tendréis la responsabilidad de decisiones que influirán no sólo en vuestro destino, sino también en el de muchos otros.
Os corresponde, pues, a vosotros la misión de asegurar en el mundo futuro la presencia de valores como la plena libertad religiosa, el respeto a la dimensión personalista del desarrollo, la tutela del derecho a la vida, la promoción de la familia, la valoración de la diversidad de culturas con miras a un enriquecimiento recíproco y la salvaguardia del equilibrio ecológico amenazado por peligros cada vez más graves.
11. Son tareas inmensas, que requieren corazones intrépidos, capaces de «esperar contra toda esperanza» (cf. Rm 4, 18). Queridos jóvenes, ¡no estáis solos en esta empresa! A vuestro lado está Cristo nuestro Señor, quien dijo: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Esto es lo que puede templar vuestro corazón y hacer que se atreva a afrontar las empresas más arduas: el fuego que Jesús ha traído, el fuego del Espíritu Santo, que quema toda miseria humana, todo egoísmo sórdido y todo pensamiento mezquino.
Dejad que este fuego arda en vuestros corazones.
La Virgen María lo ha encendido en vosotros aquí en Czestochowa.
Llevad este fuego a todo el mundo. ¡Que nada ni nadie lo apague nunca! ¿Qué ha sido para vosotros Jasna Góra? Ha sido para vosotros hoy el Cenáculo, un nuevo Pentecostés: la Iglesia, una vez más, reunida en compañía de María, una Iglesia joven y misionera, consciente de su misión. ¡Recibid el Espíritu Santo y sed fuertes! Amén.
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