XXXIV JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA SANTA MISA DE ORDENACIONES
Basílica de San Pedro
Domingo 20 de abril de 1997
1. «Yo soy el buen pastor» (Jn 10, 11).
Hoy, cuarto domingo de Pascua, «Domingo del Buen Pastor», tengo la alegría de ordenar en esta basílica a 31 nuevos presbíteros, que se han formado en los seminarios de la diócesis de Roma. Se trata de una hermosa costumbre, que se sitúa muy bien en el ámbito litúrgico y espiritual de esta jornada, dedicada a la oración por las vocaciones. Mientras doy gracias al Señor por el don del sacerdocio, quisiera detenerme a considerar con vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, las palabras de Cristo a propósito del buen pastor.
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas» (Jn 10, 11). ¿Cómo no ver en estas palabras una referencia implícita al misterio la muerte y resurrección del Señor? «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para darla y poder para recuperarla» (Jn 10, 17-18). Cristo se entregó libremente a la cruz y resucitó en virtud de su poder divino. Por tanto, la alegoría del buen pastor tiene un fuerte carácter pascual, y por eso la Iglesia la propone a nuestra reflexión durante este tiempo de Pascua. «Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10, 14-15). Del misterio del conocimiento eterno de Dios y de la intimidad del amor trinitario brotan el sacerdocio y la misión pastoral de Cristo, que afirma: «Yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 15-16). La misión pastoral de Cristo es misión universal; no se limita a los hijos e hijas de Israel; en virtud del sacrificio de la cruz, abraza a todos los hombres y pueblos.
2. Leyendo atentamente esta página evangélica, descubrimos que constituye una síntesis sugestiva de la teología del sacerdocio de Cristo y del sacerdocio ministerial que vosotros, queridos diáconos, estáis a punto de recibir. Habéis sido llamados, como el buen pastor, a entregar vuestra vida, guiando al pueblo cristiano hacia la salvación. Debéis imitar a Cristo, convirtiéndoos en sus testigos valientes, ministros incansables de su Evangelio.
Queridos ordenandos, os saludo con afecto; saludo a todos los que os han guiado a lo largo del itinerario de vuestra formación en los diversos seminarios de Roma; saludo a vuestras familias y a las comunidades cristianas en las que floreció vuestra vocación, así como a vuestros amigos, que hoy comparten con vosotros la alegría de vuestra ordenación presbiteral.
La vocación sacerdotal es llamada al ministerio pastoral, es decir, al servicio de la grey de Cristo; un servicio que estáis a punto de comenzar en la diócesis de Roma y en otras Iglesias particulares. La comunidad cristiana ora hoy por vosotros, para que «el gran pastor de la ovejas» (Hb 13, 20) os comunique el amor total que es indispensable para los pastores de la Iglesia.
Lo que hemos escuchado en el Evangelio acerca de Cristo, buen pastor, se transforma en este momento en una invocación coral al Padre celestial para que os infunda el amor y la entrega generosa de Cristo. «El buen pastor da la vida por las ovejas» (Jn 10, 11).
3. Amadísimos diáconos, deberéis traducir estas palabras en experiencia vivida, en cada tarea y en cada circunstancia de vuestra vida sacerdotal. Será necesario que en ellas encontréis la luz y la fuerza indispensables para vuestro ministerio pastoral.
Os acompaña la oración de la comunidad cristiana, particularmente intensa en esta liturgia. Oración que se une a vuestra súplica confiada, expresada por el conmovedor rito de la postración rostro en tierra, durante el canto de las Letanías de los santos. La Iglesia pide para vosotros la gracia del sacramento del sacerdocio y la santificación, a fin de que podáis santificar a los demás. Este es un momento decisivo de vuestra existencia, que quedará grabado para siempre en vuestra mente y en vuestro corazón, como sucede a todos los sacerdotes.
También yo conservo un recuerdo vivo y emocionado de esta gran plegaria de impetración que precede al momento culminante de la ordenación, cuando el obispo impone las manos al ordenando, pronuncia la plegaria de consagración y, mediante este antiguo gesto litúrgico que se remonta a los Apóstoles, le transmite el poder sacramental del sacerdocio, introduciéndolo en el «presbyterium » de la Iglesia. Mientras se desarrolla este solemne momento se canta el Veni creator, con el que se invoca al Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, para que venga y transfigure con su luz y su poder lo que realizamos con nuestra debilidad humana.
«Veni, creator Spiritus; mentes tuorum visita; imple superna gratia quae tu creasti pectora»: «Ven, Espíritu creador, visita nuestra mente; llena con tu gracia los corazones que has creado».
4. «Bendito el que viene en nombre del Señor» (Sal 117, 26). A través de las palabras del Salmo responsorial, que acabamos de cantar, la liturgia de este domingo insiste en mostrarnos el misterio de Cristo resucitado. Es un himno de acción de gracias; alabamos y damos gracias al Señor porque es bueno: es eterna damos gracias, porque nos ha escuchado y ha sido nuestra salvación (cf. Sal 117, 21). Lo alabamos, sobre todo, por Cristo, quien, con su muerte y resurrección, se ha convertido en la piedra angular de la construcción divina (cf. Sal 117, 22). Sobre él está edificada la Iglesia y fundado el sacerdocio real de todo bautizado y, más aún, el sacerdocio ministerial de los presbíteros.
Las palabras de este Salmo nos introducen en el misterio eucarístico que, desde este momento y durante todos los días de vuestra vida, será vuestro lote particular y vuestro don espiritual.
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Todos nosotros, obispos y presbíteros, celebrando el sacrificio divino, en el momento del «Sanctus» e inmediatamente antes de la consagración, repetimos esta invocación. Así, acogemos a Cristo que diariamente se hace presente en el altar, como entró en Jerusalén el domingo de Ramos, para ofrecer el sacrificio de la redención. Cuando en su nombre, in persona Christi capitis, pronunciamos las palabras de la consagración que él dijo en el cenáculo, es siempre el mismo Cristo quien, a través de nuestro ministerio, hace presente el sacrificio de la cruz.
Sacerdos, alter Christus! ¡Piensa, ministro del altar; piensa, sacerdote de Cristo, qué gran misterio es tu lote y tu herencia! ¡Cuán gran misericordia ha tenido Dios contigo! Pide a Dios la gracia de saber responder con un amor total a su amor infinito.
La Virgen María, que al pie de la cruz se unió al sacrificio de su Hijo y que él nos dio como Madre, te asista y te proteja con su intercesión, para que seas imagen fiel del buen Pastor en medio de tus hermanos. Amén.
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