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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Lunes 2 de febrero de 1998
II Jornada de la vida consagrada

 

1. Lumen ad revelationem gentium! «Luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32).

Estas palabras resuenan en el templo de Jerusalén, mientras María y José, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, se disponen a «presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). El evangelista san Lucas, subrayando el contraste entre la iniciativa modesta y humilde de sus padres y la gloria del acontecimiento percibida por Simeón y Ana, parece sugerir que el templo mismo espera la venida del Niño. En efecto, en la actitud profética de los dos ancianos toda la antigua Alianza expresa la alegría del encuentro con el Redentor.

Simeón y Ana, que esperaban al Mesías, van al templo, impulsados por el Espíritu Santo, mientras María y José, cumpliendo las prescripciones de la Ley, llevan allí a Jesús. Cuando ven al Niño, Simeón y Ana intuyen que él es precisamente el Esperado, y Simeón, casi en éxtasis, exclama: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32).

2. Lumen ad revelationem gentium! Simeón, el hombre de la antigua Alianza, el hombre del templo de Jerusalén, con sus palabras inspiradas expresa la convicción de que esa luz no sólo está destinada a Israel, sino también a los paganos y a todos los pueblos de la tierra. Con él la «vejez» del mundo acoge entre sus brazos el esplendor de la eterna «juventud» de Dios. Pero en el fondo ya se vislumbra la sombra de la cruz, porque las tinieblas rechazarán esa luz. En efecto, Simeón, al dirigirse a María, le profetiza: «Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35).

3. Lumen ad revelationem gentium! Las palabras del cántico de Simeón resuenan en muchos templos de la nueva Alianza, donde todas las noches los discípulos de Cristo terminan con el rezo de Completas la plegaria litúrgica de las Horas. De este modo, la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza, acoge casi la última palabra de la antigua Alianza y proclama el cumplimiento de la promesa divina, anunciando que la «luz para alumbrar a las naciones» se ha difundido sobre toda la tierra y está presente por doquier en la obra redentora de Cristo.

Junto con el cántico de Simeón, la liturgia de las Horas nos invita a repetir las últimas palabras pronunciadas por Cristo en la cruz: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum, «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Y también nos invita a contemplar con admiración y gratitud la acción salvífica de Cristo, «luz para alumbrar a las naciones», en favor de la humanidad: Redemisti nos, Domine, Deus veritatis, «Nos ha redimido, Señor, Dios de verdad».

Así, la Iglesia anuncia que se ha realizado la redención del mundo, que esperaban los profetas y anunció Simeón en el templo de Jerusalén.

4. Lumen ad revelationem gentium! Hoy también nosotros, con las candelas encendidas, vamos al encuentro de Aquel que es «la luz del mundo» y lo acogemos en su Iglesia con todo el fervor de nuestra fe bautismal. A cuantos profesan sinceramente esta fe se les ha prometido el «encuentro» último y definitivo con el Señor en su reino. En la tradición polaca, al igual que en la de otras naciones, las candelas bendecidas tienen un significado especial, porque, llevadas a casa, se encienden en los momentos de peligro, durante los temporales y los cataclismos, como signo de que se encomienda uno mismo, la familia y todo lo que se posee a la protección divina. Por eso, en polaco, estas candelas se llaman «gromnice», es decir, candelas que alejan los rayos y protegen del mal, y esta fiesta toma el nombre de Candelaria (literalmente: Santa María de las Candelas).

Más elocuente aún es la costumbre de poner la candela bendecida en este día entre las manos del cristiano, en su lecho de muerte, para que ilumine los últimos pasos de su camino hacia la eternidad. Con este gesto se quiere afirmar que el moribundo, al seguir la luz de la fe, espera entrar en las moradas eternas, donde ya no «tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará» (Ap 22, 5).

A esta entrada en el reino de la luz alude también el Salmo responsorial de hoy: «¡Portones!, alzad los dinteles; que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria» (Sal 23, 7).

Estas palabras se refieren directamente a Jesucristo, que entra en el templo de la antigua Alianza, llevado en brazos por sus padres; pero, por analogía, podemos aplicarlas a todo creyente que cruza el umbral de la eternidad, llevado en brazos por la Iglesia. Los creyentes acompañan su paso final rezando: «¡Brille para él la luz perpetua!», a fin de que los ángeles y los santos lo acojan, y Cristo, Redentor del hombre, lo envuelva con su luz eterna.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, celebramos hoy la segunda Jornada de la vida consagrada, que quiere suscitar en la Iglesia una renovada atención al don de la vocación a la vida consagrada. Queridos religiosos y religiosas; queridos miembros de los institutos seculares y de las sociedades de vida apostólica, el Señor os ha llamado para que lo sigáis de modo más íntimo y singular. En nuestro tiempo, en el que reinan el secularismo y el materialismo, con vuestra entrega total y definitiva a Cristo constituís el signo de una vida alternativa a la lógica del mundo, porque se inspira radicalmente en el Evangelio y se proyecta hacia las realidades futuras, escatológicas. Seguid siempre fieles a vuestra vocación especial.

Quisiera renovaros hoy la expresión de mi afecto y de mi estima. Saludo, ante todo, al cardenal Eduardo Martínez Somalo, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que preside esta celebración eucarística. Saludo, asimismo, a los miembros de ese dicasterio y a cuantos trabajan al servicio de la vida consagrada. Pienso especialmente en vosotros, jóvenes aspirantes a la vida consagrada; en vosotros, hombres y mujeres ya profesos en las diversas congregaciones religiosas y en los institutos seculares; en vosotros, que por la edad avanzada o por la enfermedad estáis llamados a prestar la contribución valiosa de vuestro sufrimiento a la causa de la evangelización. Os repito a todos con las palabras de la exhortación apostólica Vita consecrata: «Sabéis en quién habéis confiado (cf. 2 Tm 1, 12): ¡dadle todo! (...). Vivid la fidelidad a vuestro compromiso con Dios edificándoos mutuamente y ayudándoos unos a otros (...). ¡No os olvidéis que vosotros, de manera muy particular, podéis y debéis decir no sólo que sois de Cristo, sino que habéis "llegado a ser Cristo mismo"!» (n. 109).

Los cirios encendidos, que llevaba cada uno en la primera parte de esta liturgia solemne, manifiestan la vigilante espera del Señor que debe caracterizar la vida de todo creyente y, especialmente, de aquellos a quienes el Señor llama a una misión especial en la Iglesia. Son un fuerte llamamiento a testimoniar ante el mundo a Cristo, la luz que no tiene ocaso: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 16).

Amadísimos hermanos y hermanas, ojalá que vuestra total fidelidad a Cristo pobre, casto y obediente sea fuente de luz y de esperanza para todos aquellos con quienes os encontréis.

6. Lumen ad revelationem gentium! María, que cumplió la voluntad del Padre, dispuesta a la obediencia, intrépida en la pobreza, y acogedora en la virginidad fecunda, obtenga de Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso » (Vita consecrata, 112).

¡Alabado sea Jesucristo!

 



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