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VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN MATEO APÓSTOL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 15 de noviembre de 1998

 

1. «Velad y estad preparados, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor» (cf. Mt 24, 42 y 44).

Estas palabras tomadas del Aleluya nos ayudan a comprende mejor el significado del tiempo litúrgico que estamos viviendo. Ya se acerca la conclusión del año litúrgico, y la Iglesia nos invita a considerar los acontecimientos últimos de la vida y de la historia.

Las lecturas bíblicas, que acabamos de escuchar, presentan la espera del regreso de Cristo con las emotivas palabras del profeta Malaquías, que describe el «día del Señor» (Ml 3, 1) como una intervención imprevista y decisiva de Dios en la historia. El Señor vencerá definitivamente el mal y restablecerá la justicia, castigando a los malos y trayendo el premio para los buenos.

Desde la perspectiva final del mundo, es muy apremiante la invitación a velar y estar preparados, proclamada en el Aleluya. El cristiano está llamado a vivir con la perspectiva del encuentro con Cristo, siempre consciente de que debe contribuir todos los días, con su esfuerzo personal, a la instauración gradual del reino de Dios.

2. «El que no trabaja, que no coma» (2 Ts 3, 10).

Esta invitación del apóstol Pablo a la comunidad de Tesalónica pone de manifiesto que la espera del «día del Señor» y la intervención final de Dios no significan para el cristiano una fuga del mundo o una actitud pasiva frente a los problemas diarios.

Por el contrario, la palabra revelada funda la certeza de que las vicisitudes humanas, aunque estén sometidas a presiones y a desórdenes a veces trágicos, permanecen firmemente en las manos de Dios.

De este modo, la espera del «día del Señor» impulsa a los creyentes a trabajar con mayor ahínco por el progreso integral de la humanidad. Al mismo tiempo, les inspira una actitud de prudente vigilancia y sano realismo, viviendo, día tras día, con la esperanza del encuentro definitivo con el Señor.

3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Mateo en Morena, prosiguiendo las visitas pastorales a las parroquias romanas, la providencia de Dios me ha guiado hoy hasta aquí, al confín de la diócesis de Roma con la de Frascati. Desde un punto de vista geográfico, vuestra parroquia está situada en una zona lejana de la casa del Papa; sin embargo, no lo está desde el punto de vista del afecto y la comunión eclesial. Por otra parte, como toda comunidad parroquial, está muy cercana a mí, y siento una gran alegría al encontrarme con vosotros en esta feliz circunstancia.

Os saludo a todos con gran cordialidad. En primer lugar, saludo al cardenal vicario y al monseñor vicegerente, que sigue directamente la pastoral del sector este de la diócesis, al que pertenece esta comunidad. Saludo, asimismo, a vuestro párroco, padre Pedro Martínez Pedromingo, y a los sacerdotes Misioneros Identes que colaboran con él, a quienes agradezco de corazón el generoso ministerio que desempeñan desde hace cinco años en esta parroquia.

Dirijo un saludo particular a las Esclavas Parroquiales del Espíritu Santo que, con su presencia, su testimonio y su ayuda pastoral, constituyen un componente valioso de vuestra comunidad. Saludo, igualmente, a los miembros de los numerosos grupos parroquiales y a todos los que, de diferentes maneras, participan en la labor de evangelización de la zona. A este respecto, no puedo menos de mencionar en particular a los misioneros de vuestra parroquia que están comprometidos en la misión ciudadana en el territorio.

A propósito de la misión ciudadana, el domingo 29 de noviembre, en la basílica vaticana, durante la celebración eucarística €de apertura del tercer €año de preparación para el gran jubileo del año 2000, Dios mediante, tendré la dicha de conferir el mandato a los misioneros y misioneras de la diócesis, para que vayan a anunciar el Evangelio a los ambientes de vida y trabajo de la ciudad. En esa significativa celebración, durante la cual se promulgará la bula de indicción del Año santo, les entregaré el crucifijo que llevarán a cada uno de esos lugares.

El anuncio del amor de Dios Padre, que se manifestó plenamente en la muerte y resurrección de Cristo, no tiene confines de espacio y tiempo. Con la misión ciudadana, ese anuncio debe resonar en todos los rincones de la diócesis, porque el Evangelio está destinado a todos los hombres; es un mensaje de salvación que hay que proclamar siempre y por doquier.

4. Como escribí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, en el tercer año de preparación inmediata para el jubileo del año 2000, «recordando que Jesús vino a .evangelizar a los pobres. (Mt 11, 5; Lc 7, 22)», habrá que «subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados» (n. 51). Por tanto, me congratulo con vosotros, queridos parroquianos, porque queréis crear, sobre todo a partir de este año, un voluntariado que responda de modo cada vez más adecuado a las necesidades de los menos favorecidos que viven en vuestro barrio. Me refiero especialmente a los ancianos, a las familias que han perdido la alegría de vivir unidas, a los muchachos y a los jóvenes que no tienen espacios suficientes y adecuados para el tiempo libre.

A propósito de los jóvenes, no puedo por menos de pensar en la Jornada mundial de la juventud, que la diócesis de Roma acogerá durante el mes de agosto del año 2000. Estoy seguro de que, tanto para vosotros como para todas las demás parroquias, constituirá la ocasión propicia para reavivar la pastoral juvenil e incrementar la atención de toda la comunidad diocesana hacia las generaciones jóvenes. Deseo, desde ahora, que todas las parroquias, los institutos religiosos, las escuelas católicas, las demás estructuras eclesiales y las familias se comprometan a acoger a los numerosos jóvenes que vendrán a Roma para esa significativa celebración.

5. «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21, 19).

Éstas son las palabras finales del pasaje evangélico de hoy. Encuadran la perspectiva del fin del mundo y del juicio final en un marco de espera confiada y de esperanza cristiana. Los discípulos de Cristo saben, por la fe, que el mundo y la historia provienen de Dios y a Dios están destinados. En esta convicción se funda la perseverancia cristiana, que impulsa a los creyentes a afrontar con optimismo las inevitables pruebas y dificultades de la vida diaria.

Con la mirada dirigida a esa meta definitiva, hagamos nuestras las palabras del Salmo responsorial: «¡Ven, Señor, a juzgar el mundo!». Sí, ¡ven, Señor Jesús, a instaurar en el mundo el Reino! El Reino de tu Padre y nuestro Padre; el Reino de vida y de salvación; el Reino de justicia, de amor y de paz. Amén.



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