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IMPOSICIÓN DEL PALIO A 17 METROPOLITANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad de San Pedro y San Pablo
Lunes 29 de junio de 1998

 

1. La solemne memoria de los apóstoles Pedro y Pablo nos invita, una vez más, a ir en peregrinación espiritual al cenáculo de Jerusalén, el día de la resurrección de Cristo. Las puertas «estaban cerradas, por miedo a los judíos» (Jn 20, 19); los Apóstoles presentes, ya probados íntimamente por la pasión y muerte del Maestro, estaban turbados por las noticias sobre la tumba vacía, que se habían difundido a lo largo de aquel día. Y, repentinamente, a pesar de que las puertas estaban cerradas, aparece Jesús: «La paz con vosotros β€”les dice β€”. Como el Padre me envió, también yo os envío (...). Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos » (Jn 20, 21-23).

Él afirma esto con una fuerza que no deja lugar a dudas. Y los Apóstoles le creen, porque lo reconocen: es el mismo que habían conocido; es el mismo que habían escuchado; es el mismo que tres días antes había sido crucificado en el Gólgota y sepultado no muy lejos de allí. Él es el mismo: está vivo. Para asegurarles que es precisamente él, les muestra las heridas de las manos, de los pies y del costado. Sus heridas constituyen la prueba principal de lo que acaba de decirles y de la misión que les confía.

Así, los discípulos experimentan plenamente la identidad de su Maestro y, al mismo tiempo, comprenden a fondo de dónde le viene el poder de perdonar los pecados; poder que pertenece sólo a Dios. Una vez, Jesús había dicho a un paralítico: «Tus pecados te son perdonados », y ante los fariseos indignados, como signo de su poder, lo había curado (cf. Lc 5, 17-26). Ahora vuelve a donde estaban los Apóstoles, después de haber realizado el mayor milagro: su resurrección, en la que de modo singular y elocuente está inscrito el poder de perdonar los pecados. ¡Sí, es verdad! Sólo Dios puede perdonar los pecados, pero Dios quiso realizar esta obra mediante el Hijo crucificado y resucitado, para que todo hombre, en el momento en que recibe el perdón de sus culpas, sepa con claridad que de ese modo pasa de la muerte a la vida.

2. Si nos detenemos a reflexionar en la perícopa evangélica que acabamos de proclamar, volvemos más atrás aún en la vida de Cristo, para meditar en un episodio altamente significativo, que tuvo lugar en las cercanías de Cesarea de Filipo, cuando él preguntó a los discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (...). Y vosotros ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 13-15). Simón Pedro responde en nombre de todos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). A esta confesión de fe siguen las conocidas palabras de Jesús, destinadas a marcar para siempre el futuro de Pedro y de la Iglesia: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecer án contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 17-19).

El poder de las llaves. El Apóstol es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable: el tesoro de la redención. Tesoro que trasciende ampliamente la dimensión temporal. Es el tesoro de la vida divina, de la vida eterna. Después de la resurrección, fue confiado definitivamente a Pedro y a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Quien posee las llaves tiene la facultad y la responsabilidad de cerrar y abrir. Jesús habilita a Pedro y a los Apóstoles para que dispensen la gracia de la remisión de los pecados y abran definitivamente las puertas del reino de los cielos. Después de su muerte y resurrección, ellos comprenden bien la tarea que se les ha confiado y, con esa conciencia, se dirigen al mundo, impulsados por el amor a su Maestro. Van por doquier como sus embajadores (cf. 2 Co 5, 14. 20), puesto que el tiempo del Reino se ha convertido ya en su herencia.

3. Hoy la Iglesia, en particular la que está en Roma, celebra la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Roma, corazón de la comunidad católica esparcida por el mundo; Roma, lugar que la Providencia ha dispuesto como sede del testimonio definitivo ofrecido a Cristo por estos dos Apóstoles.

O Roma felix! En tu larguísima historia, el día de su martirio es seguramente el más importante. Ese día, mediante el testimonio de Pedro y Pablo, muertos por amor a Cristo, los designios de Dios se inscribieron en tu rico patrimonio de acontecimientos. La Iglesia, acercándose al comienzo del tercer milenio β€”tertio millennio advenienteβ€”, no deja de anunciar esos designios a toda la humanidad.

4. En este día tan solemne vienen a Roma, según una significativa tradición, los arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año. Han venido de diferentes partes del mundo, para recibir del Sucesor de Pedro el sagrado palio, signo de comunión con él y con la Iglesia universal.

Con gran alegría os acojo, venerados hermanos en el episcopado, y os abrazo en el Señor. Expreso mi sincera gratitud a cada uno de vosotros por vuestra presencia, que manifiesta de modo singular tres de las notas esenciales de la Iglesia, es decir, que es una, católica y apostólica; en cuanto a su santidad, resalta con claridad en el testimonio de las «columnas » Pedro y Pablo.

Al celebrar con vosotros la Eucaristía, oro de modo particular por las comunidades eclesiales encomendadas a vuestro cuidado pastoral; invoco sobre ellas la abundante efusión del Espíritu Santo; que las guíe para cruzar, rebosantes de fe, esperanza y amor, el umbral del tercer milenio cristiano.

5. Además, es motivo de particular alegría y consuelo la presencia en esta celebración de los venerados hermanos de la Iglesia ortodoxa, delegados del Patriarca ecuménico de Constantinopla. Les agradezco de corazón este renovado signo de homenaje a la memoria de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y recuerdo con emoción que hace tres años, en esta solemne celebración, Su Santidad Bartolomé I quiso venir a encontrarse conmigo en Roma: juntos tuvimos entonces la alegría de profesar la fe ante la tumba de Pedro y bendecir a los fieles.

Estos signos de recíproca cercanía espiritual son providenciales, especialmente en este tiempo de preparación inmediata del gran jubileo del año 2000: todos los cristianos y, de modo especial los pastores, están invitados a realizar gestos de caridad que, en el respeto a la verdad, manifiesten el compromiso evangélico en favor de la unidad plena y, al mismo tiempo, la promuevan, seg ún la voluntad del único Señor Jesús. La fe nos dice que el itinerario ecuménico está firme en las manos de Dios, pero pide la cooperación solícita de los hombres. Encomendamos hoy su destino a la intercesión de san Pedro y san Pablo, que derramaron su sangre por la Iglesia.

6. Jerusalén y Roma, los dos polos de la vida de Pedro y Pablo. Los dos polos de la Iglesia, que la liturgia de hoy nos ha hecho evocar: del cenáculo de Jerusalén al «cenáculo» de esta basílica vaticana. El testimonio de Pedro y Pablo empezó en Jerusalén y culminó en Roma. Así lo quiso la divina Providencia, que los libró de los anteriores peligros de muerte, pero permitió que terminaran su carrera en Roma (cf. 2 Tm 4, 7) y recibieran aquí la corona del martirio.

Jerusalén y Roma son también los dos polos del gran jubileo del año 2000, hacia el cual la presente celebración nos hace avanzar con íntimo impulso de fe. ¡Ojalá que el testimonio de los santos Apóstoles recuerde a todo el pueblo de Dios el verdadero sentido de esta meta que, desde luego, es histórica, pero que trasciende la historia y la transforma con el dinamismo espiritual propio del reino de Dios!

Desde esta perspectiva, la Iglesia hace suyas las palabras del Apóstol de los gentiles: «El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (2 Tm 4, 18).



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