CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Jueves 22 de febrero de 2001
Fiesta de la Cátedra de San Pedro
1. «"Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Simón Pedro contestó: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo"» (Mt 16, 15-16).
Este diálogo entre Cristo y sus discípulos, que acabamos de escuchar, es siempre actual en la vida de la Iglesia y del cristiano. En todas las horas de la historia, especialmente en las más decisivas, Jesús interpela a los suyos y, después de preguntarles sobre lo que piensa de él "la gente", limita el campo y les pregunta: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".
Esta pregunta la hemos escuchado, en el fondo, durante todo el gran jubileo del año 2000. Y cada día la Iglesia ha respondido incesantemente con una profesión común de fe: "Tú eres el Cristo, el Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre". Una respuesta universal, en la que, a la voz del Sucesor de Pedro se han unido las de los pastores y los fieles de todo el pueblo de Dios.
2. Una única confesión de fe: ¡tú eres el Cristo! Esta confesión de fe es el gran don que la Iglesia ofrece al mundo al inicio del tercer milenio, mientras se aventura en el "inmenso océano" que se abre ante ella (cf. Novo millennio ineunte, 58). La fiesta de hoy pone en primer plano el papel de Pedro y de sus Sucesores al guiar la barca de la Iglesia en este "océano". Por consiguiente, es sumamente significativo que en esta celebración litúrgica esté junto al Papa el Colegio cardenalicio con los nuevos cardenales, creados ayer en el primer consistorio después del gran jubileo. Queremos dar todos juntos gracias a Dios por haber fundado su Iglesia sobre la roca de Pedro. Como sugiere la oración "colecta", deseamos orar intensamente para que "entre los peligros del mundo", la Iglesia no se turbe, sino que avance con valentía y confianza.
3. Sin embargo, permitidme ante todo expresar mi alegría y gratitud al Señor precisamente por vosotros, amadísimos y venerados hermanos, que acabáis de entrar a formar parte del Colegio cardenalicio. A cada uno le renuevo mi más cordial saludo, que extiendo a vuestros familiares y a los fieles aquí reunidos, así como a las comunidades de las que procedéis y que hoy se unen espiritualmente a nuestra celebración.
Considero providencial celebrar con vosotros y con todo el Colegio la fiesta de la Cátedra de San Pedro, porque se trata de un singular y elocuente signo de unidad, con el que juntos comenzamos el período posjubilar. Un signo que es, al mismo tiempo, invitación a profundizar la reflexión sobre el ministerio petrino, al que se refiere de forma particular vuestra función de cardenales.
4. "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18).
En el "hoy" de la liturgia, el Señor Jesús dirige también al Sucesor de Pedro esas palabras, que se convierten para él en el compromiso de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32). Con gran consuelo y con vivo afecto os llamo a vosotros, venerados hermanos cardenales, a uniros a la Sede de Pedro en el peculiar ministerio de unidad que se le ha encomendado.
"Como Obispo de Roma soy consciente —lo afirmé en la encíclica Ut unum sint sobre el compromiso ecuménico—, de que la comunión plena y visible de todas las comunidades, en las que, gracias a la fidelidad de Dios, habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo" (n. 95). Para esa finalidad primaria los cardenales, sea como Colegio sea de forma individual, pueden y deben brindar su valiosa contribución, pues son los primeros colaboradores del ministerio de unidad del Romano Pontífice. La púrpura con que están revestidos recuerda la sangre de los mártires, especialmente la de san Pedro y san Pablo, sobre cuyo supremo testimonio se funda la vocación y la misión universal de la Iglesia de Roma y de su Pastor.
5. ¡Cómo no recordar que el ministerio de Pedro, principio visible de unidad, constituye una dificultad para las demás Iglesias y comunidades eclesiales! (cf. Ut unum sint, 88). Sin embargo, ¡cómo no recordar, al mismo tiempo, el dato histórico del primer milenio, cuando la función primacial del Obispo de Roma fue ejercida sin encontrar resistencias en la Iglesia tanto de Occidente como de Oriente! Hoy quisiera orar al Señor de modo particular, junto con vosotros, para que en el nuevo milenio, en el que ya nos encontramos, se supere pronto esta situación y se vuelva a la comunión plena. El Espíritu Santo dé a todos los creyentes la luz y la fuerza necesarias para realizar el ardiente anhelo del Señor. A vosotros os pido que me asistáis y colaboréis conmigo de todos los modos posibles en esta comprometedora misión.
Venerados hermanos cardenales, el anillo que lleváis y que dentro de poco voy a entregar a los nuevos miembros del Colegio, pone de relieve precisamente el vínculo especial que os une a esta Sede apostólica. En el "inmenso océano" que se abre ante la nave de la Iglesia, cuento con vosotros para orientar su camino en la verdad y en el amor, a fin de que, superando las tempestades del mundo, resulte cada vez más eficazmente signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).
6. "Así dice el Señor: Yo mismo buscaré a mis ovejas y cuidaré de ellas" (Ez 34, 11).
En la fiesta de la Cátedra de San Pedro, la liturgia nos vuelve a proponer el célebre oráculo del profeta Ezequiel, en el que Dios se revela como el Pastor de su pueblo. En efecto, la cátedra es inseparable del báculo pastoral, porque Cristo, Maestro y Señor, vino a nosotros como el buen Pastor (cf. Jn 10, 1-18). Así lo conoció Simón, el pescador de Cafarnaúm: experimentó su amor tierno y misericordioso, y quedó conquistado por él. Su vocación y su misión de apóstol, resumidas en el nuevo nombre, Pedro, que recibió del Maestro, se basan totalmente en su relación con él, desde el primer encuentro, al que lo llamó su hermano Andrés (cf. Jn 1, 40-42), hasta el último, en la ribera del lago, cuando el Resucitado le encargó que apacentara a su rebaño (cf. Jn 21, 15-19). En medio, el largo camino del seguimiento, en el que el Maestro divino llevó a Simón a una profunda conversión, que experimentó horas dramáticas en el momento de la pasión, pero que desembocó luego en la alegría luminosa de la Pascua.
En virtud de esta experiencia transformadora del buen Pastor, Pedro, escribiendo a las Iglesias de Asia menor, se define a sí mismo "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a manifestarse" (1 P 5, 1). Exhorta a "los presbíteros" a apacentar el rebaño de Dios, siendo sus modelos (cf. 1 P 5, 2-3). Esta exhortación se dirige hoy de modo especial a vosotros, amadísimos hermanos, a quienes el buen Pastor ha querido asociar del modo más eminente al ministerio del Sucesor de Pedro. Sed fieles a vuestra misión, dispuestos a dar la vida por el Evangelio. Esto os pide el Señor y esto espera de vosotros el pueblo cristiano, que hoy os acompaña con alegría y afecto.
7. "Yo he orado por ti, para que tu fe no desfallezca" (Lc 22, 32). Lo dijo el Señor a Simón Pedro durante la última Cena. Estas palabras de Jesús, fundamentales para Pedro y para sus Sucesores, difunden luz y consuelo también sobre quienes colaboran más de cerca en su ministerio. Hoy, a cada uno de vosotros, venerados hermanos cardenales, Cristo os repite: "Yo he orado por ti", para que tu fe no desfallezca en las situaciones en que pueda ponerse más a prueba tu fidelidad a Cristo, a la Iglesia y al Papa.
Esta oración, que brota incesantemente del corazón del buen Pastor, sea siempre, amadísimos hermanos, vuestra fuerza. No dudéis de que, como sucedió con Cristo y con san Pedro, así acontecerá también con vosotros: vuestro testimonio más eficaz será siempre el marcado por la cruz. La cruz es la cátedra de Dios en el mundo. En ella Cristo dio a la humanidad la lección más importante, la de amarnos los unos a los otros como él nos amó (cf. Jn 13, 34): hasta el don supremo de sí.
Al pie de la cruz está siempre la Madre de Cristo y de los discípulos, María santísima. A ella el Señor nos encomendó cuando dijo: "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19, 26). La Virgen santísima, Madre de la Iglesia, como protegió de modo especial a Pedro y a los Apóstoles, seguramente protegerá al Sucesor de Pedro y a sus colaboradores. Esta consoladora certeza os aliente a no temer las pruebas y las dificultades. Más aún, con la seguridad de la protección constante de Dios, cumplamos juntos el mandato de Cristo, que con vigor invita a Pedro, y con él a la Iglesia, a remar mar adentro: "Duc in altum" (Lc 5, 4). Sí, amadísimos hermanos, rememos mar adentro, echemos las redes para la pesca y "avancemos con esperanza" (Novo millennio ineunte, 58).
Cristo, el Hijo de Dios vivo, es el mismo ayer, hoy y siempre. Amén.
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