INAUGURACIÓN DEL PONTIFICIO COLEGIO COREANO EN ROMA
HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II
Viernes 23 de marzo de 2001
1. "Como un pastor vela por su rebaño, (...) así velaré yo por mis ovejas. (...) Las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de los países" (Ez 34, 12-13).
Las palabras del profeta Ezequiel que acabamos de escuchar testimonian la constante solicitud de Dios por sus fieles que, a lo largo de la historia, no se cansa de reunir de "toda raza, lengua, pueblo y nación" (Ap 5, 9). Los congrega para hacer de ellos "un reino de sacerdotes" para él (Ap 5, 10), cumpliendo su misericordioso designio salvífico.
Esto es lo que Dios ha realizado también con el amado pueblo de Corea, y esta celebración nos brinda una nueva ocasión para darle las gracias. Precisamente este año se celebra el bicentenario de la gran persecución de 1801, que causó la muerte de más de trescientos cristianos en vuestra patria. Gracias a la valentía de esos testigos de la fe y de otros que han seguido su ejemplo, la semilla evangélica, semilla de esperanza, no ha muerto, a pesar de las sucesivas oleadas de persecución. Más aún, ha ido desarrollándose progresivamente, dando consistencia a un crecimiento sorprendente de la Iglesia en vuestro país. En verdad, esta tarde podemos repetir con razón que Dios ha velado por su pueblo fiel.
2. "Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros" (Jn 17, 11).
En nuestra asamblea han resonado, llenas de consolación, estas palabras de Jesús, que nos remiten al Cenáculo, a la dramática víspera de su muerte en la cruz. Son palabras que en el decurso de los tiempos han seguido proclamándose en la Iglesia; palabras que han sostenido a innumerables mártires y confesores de la fe en los momentos de dificultad y de prueba.
Pienso esta tarde en los santos de la amada Corea y, entre ellos, en san Andrés Kim Taegon, a quien habéis elegido como patrono. Podemos imaginar que meditó a menudo en esas palabras del divino Maestro. En la hora decisiva, animado por la invocación del Señor, no dudó en perderlo todo por él (cf. Flp 3, 8). Fue fiel hasta la muerte. Se cuenta que, mientras esperaba que lo ajusticiaran, alentaba a sus hermanos en la fe con palabras que evocan de modo impresionante la oración que Jesús dirigió al Padre por sus discípulos: "Que no os espanten las calamidades —suplicaba—; no os desaniméis y no renunciéis a servir a Dios; por el contrario, siguiendo los pasos de los santos, promoved la gloria de su Iglesia y mostraos como verdaderos soldados y súbditos de Dios. Aunque seáis muchos, tened un solo corazón; recordad siempre la caridad; sosteneos y ayudaos los unos a los otros, y esperad el momento en que Dios tenga piedad de vosotros".
3. "Tened un solo corazón". San Andrés Kim Taegon exhortaba a los creyentes a sacar de la caridad divina la fuerza para permanecer unidos y oponerse al mal. Como la comunidad primitiva, en la que todos tenían "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32), también la Iglesia coreana debía encontrar el secreto de su cohesión y de su crecimiento en la adhesión a la enseñanza de los Sucesores de los Apóstoles, en la oración y en la fracción del pan (cf. Hch 2, 42).
Estoy seguro de que esta misma unidad de propósitos y el mismo espíritu de caridad serán el alma del Pontificio Colegio Coreano, que inauguramos con esta celebración. Con este deseo, queridos hermanos y hermanas, os saludo cordialmente. Saludo en particular al señor cardenal Stephen Kim Sou-hwan y a los obispos presentes, y expreso mi agradecimiento en especial a monseñor Michael Pak Jeong-il, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes. Saludo también al rector del colegio, a los sacerdotes estudiantes, a las autoridades presentes, a las religiosas colaboradoras y a los demás huéspedes.
Quisiera recordar asimismo a toda la comunidad cristiana de vuestro país, tan querida para mí, a los obispos y a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los laicos, a las familias y a los jóvenes. A todos y a cada uno encomiendo a la intercesión de san Andrés Kim Taegon, para que el amor a Dios y al prójimo siga impregnando el alma y la historia del pueblo coreano.
4. En esta casa, deseada ardientemente por los obispos de Corea, vivirán seminaristas y sacerdotes cuya estancia en Roma tendrá como fin una intensa y específica preparación para el ministerio presbiteral. Además de frecuentar cursos académicos en las universidades pontificias de Roma, tomarán cada vez mayor conciencia de su misión de testigos de la verdad, apóstoles del amor de Cristo, heraldos infatigables del Evangelio y pastores celosos del pueblo cristiano.
Toda la formación teológica y pastoral se orientará a lograr que cada presbítero sea Cristo para los demás, un signo convincente de su amor y de su acción salvífica. Pero el secreto de este servicio apostólico lo aprenderán en el contacto íntimo con el Señor. Por tanto, su primera preocupación deberá ser establecer una continua familiaridad con Jesús en la Eucaristía y pedir confiadamente en la oración su gracia y la luz de su palabra.
5. "Yo les he dado tu palabra. (...) Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad" (Jn 17, 14. 17).
Meditando a menudo en el discurso de Jesús en el Cenáculo, del que están tomadas esas palabras, los huéspedes de este colegio lograrán comprender mejor la misión a la que está llamado el sacerdote. Oirán en su corazón el eco de la voz del Maestro, que les dice: "No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Fortalecidos por la constante comunión con él, podrán proclamar con gran confianza: "El Señor es mi pastor, nada me falta" (Sal 23, 1).
¡Quiera Dios que en este colegio se respire a diario el clima del Cenáculo! Clima indispensable "para engendrar —como dice san Carlos Borromeo— a Cristo en nosotros y en los demás" (Acta Ecclesiae Mediolanensis, Milán 1559, n. 1178).
Los santos patronos de Corea, y especialmente san Andrés Kim Taegon, velen sobre cuantos viven aquí. Los proteja sobre todo la Virgen Inmaculada, Madre del Redentor y Estrella de la evangelización.
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