SANTA MISA CRISMAL EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Jueves Santo, 12 de abril de 2001
1. "Spiritus Domini super me, eo quod unxerit Dominus me El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido" (Is 61, 1).
En estos versículos, tomados del libro de Isaías, se halla contenido el tema central de la misa Crismal. Nuestra atención se concentra en la unción, dado que dentro de poco bendeciremos el óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el crisma.
Esta mañana vivimos una fiesta singular "con óleo de alegría" (Sal 45, 8). Es fiesta del pueblo de Dios, el cual contempla hoy el misterio de la unción, que marca la vida de todo cristiano, desde el día de su bautismo.
Es fiesta, de manera especial, de todos nosotros, amadísimos y venerados hermanos en el sacerdocio, ordenados presbíteros para el servicio del pueblo cristiano. Os doy gracias cordialmente por vuestra numerosa presencia en torno al altar de la Confesión de San Pedro. Representáis al presbiterio romano y, en cierto sentido, al presbiterio de todo el mundo.
Celebramos la misa Crismal en el umbral del Triduo pascual, centro y cumbre del Año litúrgico. Este sugestivo rito recibe su luz, por decirlo así, del Cenáculo, es decir, del misterio de Cristo sacerdote, que en la última Cena se consagra a sí mismo, anticipando el sacrificio cruento del Gólgota. De la Mesa eucarística desciende la unción sagrada. El Espíritu divino difunde su místico perfume en toda la casa (cf. Jn 12, 3), es decir, en la Iglesia, y a los sacerdotes en especial los hace partícipes de la misma consagración de Jesús (cf. Oración Colecta).
2. "Misericordias Domini in aeternum cantabo Cantaré eternamente las misericordias del Señor" (estribillo del Salmo responsorial).
Íntimamente renovados por la experiencia jubilar, concluida hace poco, hemos entrado en el tercer milenio llevando en el corazón y en los labios las palabras del Salmo: "Cantaré eternamente las misericordias del Señor". Todo bautizado está llamado a alabar y dar testimonio del amor misericordioso de Dios con una vida santa, y lo mismo se puede decir de toda comunidad cristiana. "Esta es la voluntad de Dios —escribe san Pablo—: vuestra santificación" (1 Ts 4, 3). Y el concilio Vaticano II precisa: "Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad" (Lumen gentium, 40).
Esta verdad fundamental, que es preciso traducir en prioridades pastorales, nos atañe ante todo a nosotros, los obispos, y a vosotros, amadísimos sacerdotes. Antes que a nuestro "obrar", interpela a nuestro "ser". "Sed santos —dice el Señor— porque yo soy santo" (Lv 19, 2); pero se podría añadir: sed santos, para que el pueblo de Dios que os ha sido confiado sea santo. Ciertamente, la santidad de la grey no deriva de la del pastor, pero no cabe duda de que la favorece, la estimula y la alimenta.
En la Carta que, como todos los años, he dirigido a los sacerdotes con ocasión del Jueves santo, he escrito: este "día especial de nuestra vocación, nos invita ante todo a reflexionar sobre nuestro "ser" y, en particular, sobre nuestro camino de santidad. De esto es de lo que surge después también el impulso apostólico" (n. 6).
Asimismo, quise destacar el hecho de que la vocación sacerdotal es "misterio de misericordia" (ib., 7). Como Pedro y Pablo, sabemos que somos indignos de un don tan grande. Por eso, ante Dios no cesamos de experimentar asombro y agradecimiento por la gratuidad con que nos ha escogido, por la confianza que deposita en nosotros y por el perdón que nunca nos niega (cf. ib., 6).
3. Con este espíritu, amadísimos hermanos, renovaremos dentro de poco las promesas sacerdotales. Se trata de un rito que cobra su pleno valor y sentido precisamente como expresión del camino de santidad, al que el Señor nos ha llamado por la senda del sacerdocio. Es un camino que cada uno recorre de manera personalísima, sólo conocida por Dios, el cual escruta y penetra los corazones. Con todo, en la liturgia de hoy, la Iglesia nos brinda la consoladora oportunidad de unirnos y sostenernos unos a otros en el momento en que repetimos todos a una: "Sí, quiero". Esta solidaridad fraterna no puede por menos de transformarse en un compromiso concreto de llevar los unos la carga de los otros, en las circunstancias ordinarias de la vida y del ministerio. En efecto, aunque es verdad que nadie puede hacerse santo en lugar de otro, también es verdad que cada uno puede y debe llegar a serlo con y para los demás, siguiendo el ejemplo de Cristo.
¿Acaso la santidad personal no se alimenta de la espiritualidad de comunión, que debe preceder y acompañar las iniciativas concretas de caridad? (cf. Novo millennio ineunte, 43). Para educar en ella a los fieles, los pastores debemos dar un testimonio coherente. En este sentido, la misa Crismal tiene una elocuencia extraordinaria. En efecto, entre las celebraciones del Año litúrgico, esta manifiesta mejor el vínculo de comunión que existe entre el obispo y los presbíteros, y de los presbíteros entre sí: es un signo que el pueblo cristiano espera y aprecia con fe y afecto.
4. "Vos autem sacerdotes Domini vocabimini, ministri Dei nostri, dicetur vobis Vosotros seréis llamados "sacerdotes del Señor", "ministros de nuestro Dios" se os llamará" (Is 61, 6).
Así se dirige el profeta Isaías a los israelitas, profetizando los tiempos mesiánicos, cuando todos los miembros del pueblo de Dios recibirían la dignidad sacerdotal, profética y real por obra del Espíritu Santo. Todo ello se ha realizado en Cristo con la nueva Alianza. Jesús transmite a sus discípulos la unción recibida del Padre, es decir, el "bautismo en el Espíritu Santo" que lo constituye Mesías y Señor. Les comunica el mismo Espíritu; así su misterio de salvación extiende su eficacia hasta los confines de la tierra.
Hoy, amadísimos hermanos en el sacerdocio, recordamos de buen grado la unción sacramental que hemos recibido y, al mismo tiempo, renovamos nuestro compromiso de difundir siempre y por doquier el perfume de Cristo (cf. oración después de la comunión).
Nos sostenga la Madre de Cristo, Madre de los sacerdotes, a la que las letanías se dirigen con el título de "Vaso espiritual". María nos obtenga a nosotros, frágiles vasijas de barro, la gracia de llenarnos de la unción divina. Nos ayude a no olvidar nunca que el Espíritu del Señor nos "ha enviado para anunciar a los pueblos la buena nueva". Dóciles al Espíritu de Cristo, seremos ministros fieles de su Evangelio. Siempre. Amén.
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