CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA IGLESIA QUE ESTÁ EN HUNGRÍA
CON OCASIÓN DEL MILENARIO
DEL NACIMIENTO DE SAN GERARDO
Al cardenal László Lékai,
arzobispo de Esztergom;
a los arzobispos, obispos, clero,
religiosos y religiosas, y a todos los fieles:
A tan breve distancia de tiempo desde mi última carta, siento la alegría de poderme dirigir una vez más a vosotros, por una feliz circunstancia.
La Iglesia universal. festeja este año el 1.500 aniversario del nacimiento de San Benito, Patriarca del monaquismo occidental, y la Iglesia local húngara conmemora en este mismo año el milenio del nacimiento de San Gerardo, obispo y mártir, uno de los grandes hijos de San Benito. ¡Sorprendente coincidencia de dos aniversarios! San Gerardo fue monje del claustro veneciano de San Jorge, elegido abad siendo todavía joven (Legenda minor y Legenda maior S. Gerardi, ed. E. Madzsar, scriptores rerum hungaricarum 2, 1938).
Por sus biografías, la figura de San Gerardo se nos presenta en tres sucesivas formas típicas de vida cristiana: como monje, como apóstol y como mártir. El monje es hombre de Dios que, con su oración y trabajo, dedica completamente su vida al Señor; el Apóstol, anunciador de la buena nueva salvífica del Evangelio, que educa hacia la santidad de vida al cristiano y conduce al pagano hacia el cristianismo; el mártir que, como extremo testimonio de su amor, entrega totalmente a Dios su propio ser, su vida orante y su actividad apostólica.
San Gerardo fue hombre de Dios; monje seguidor de la regla de San Benito, que consagró a Dios su vida en la oración y en el trabajo. En la regla de San Benito (Szent Benedek Regulája, edición bilingüe de D. Soveges, Pannonhalma, 1948), el criterio para discernir la vocación claustral es ver si el monje busca verdaderamente a Dios, "si revera Deum quaerit" (cap. 58). Modalidad práctica de esta búsqueda es seguir a Cristo sin desfallecimientos ni compromisos por el camino de la obediencia monástica. Eso se adapta —escribe la regla— a aquellos "qui nihil sibi a Christo carius aliquid existimant", los cuales, precisamente por ese motivo, le siguen en lo que más caracteriza su vida terrena y que el propio Cristo definió así: Non veni facere voluntatem meam, sed Eius qui misit me" (Regla 5; cf. Jn 6, 38).
Pues bien, San Gerardo fue hombre de Dios, porque consagró a Dios toda su vida con ese concepto de obediencia, haciendo propio cuanto fue enunciado por Cristo. ¿En qué modo? La respuesta es clara y unívoca: según los dictados de la regla, en su doble armonía de la oración* y del trabajo. .
San Gerardo, como hombre de. Dios, fue hombre de oración, si consideramos la oración en la tradición monástica como triple unión orgánicamente ligada de lectio, meditatio y contemplatio. Renunció de buen grado al cargo de abad para poder trasladarse a Tierra Santa, a fin de entregarse allí, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de San Jerónimo, al estudio de la Biblia. No hemos de olvidar que esa lectio divina, ese estudio de la Biblia y de los comentarios bíblicos de los Santos Padres no es, según la tradición monástica, principalmente investigación científica, sino —tanto en la forma de la liturgia comunitaria como de la meditación— fuente de oración que conduce al amor y a la contemplación de Dios, a la perfección de la oración interior.
Pero la oración interior se extiende y crece en el alma sólo si se alimenta continuamente en la actividad espiritual de la lectio divina y sólo aporta sus frutos si induce a la práctica cotidiana, a las acciones vivas del servicio fraterno. El doble concepto de la oración y el trabajo: he ahí la forma de vida de San Gerardo. Su trabajo estuvo penetrado por el espíritu de oración, y en sus oraciones ofreció incesantemente a Dios su vida laboriosa.
La unidad de la oración y del trabajo es un ideal que conserva su actualidad también para el creyente de nuestros días. La sociedad moderna, fundada sobre el trabajo y sobre el constante aumento de la producción económica, debe saber encontrar un adecuado motivo moral y espiritual para no ser esclava de esas fuerzas que logra dominar con la técnica y con el empeño en el trabajo. ¿Cómo se puede hacer al trabajo, incluso el más humilde y fatigoso, digno del hombre? ¿De dónde deriva el espíritu que da fuerza moral al trabajador y valor humano al trabajo? San Gerardo nos enseña que la fuente de todo ello es la oración, porque el hombre que ora comprende mejor que los demás cuál es la voluntad de Dios, y en la oración encuentra también la fuerza para cumplir lo que Dios quiere.
Merece especial atención en la vida de San Gerardo la gradual formación de su personalidad apostólica. La divina Providencia lo dirigió de modo que, olvidándose cada vez más de sí mismo, se hizo hombre para los demás. Debió ante todo renunciar a su viaje a Tierra Santa y a sus proyectos de estudio para hacer lo que jamás había pensado: trabajar, en calidad de colaborador del Rey Esteban y preceptor del príncipe Emerico, para reforzar la joven cristiandad magiar. Más tarde debió sacrificar su soledad en la Selva Baconia para consagrar sus fuerzas, como obispo misionero, en organizar la nueva diócesis de Csanad.
San Gerardo, como monje y abad, conocía bien los dos capítulos clásicos de la regla referentes a las funciones del abad (Regla 2 y 64). Ambos siguen a la letra la parábola evangélica del Buen Pastor, ya que San Benito consideraba al abad como Vicario de Cristo, el Buen Pastor, en el monasterio. La regla, en este aspecto, pone ante todo de relieve, que el abad debe responder ante Dios de cuantos le han sido confiados: "semper cogitet quia animas suscipit regendas, de quibus et rationem redditurus est". Pero hace notar también que el abad debe desempeñar su tarea de guía espiritual de servicio fraterno: "sciat sibi oportere prodesse magis quam praesse". Este servicio ha de estar guiado por un amor exento de preferencias personales y lleno de acertadas medidas que hacen al abad capaz de adaptarse e identificarse con la naturaleza particular o el grado de inteligencia de cuantos le han sido confiados. "Sciat quam difficilem et arduam rem suscipit, regere animas et multorum servire moribus".
Este espíritu de Buen Pastor, en el que San Gerardo, monje y abad, había sido educado por su Regla, le hizo también apto para ser consejero del Rey Esteban y preceptor del príncipe Emerico.
En la sociedad moderna, como en cualquier otro tiempo, ¿no es acaso una bendición tener semejantes consejeros y semejantes preceptores, sean eclesiásticos o laicos, los cuales, conscientes de su responsabilidad, no sólo ante los hombres sino también ante Dios, se ocupen del destino del pueblo, y especialmente de la educación y dirección de la juventud, con un espíritu que, siguiendo los principios del amor fraterno y de la justa medida, les consagre generosamente al servicio de la comunidad? Ejemplo admirable para todos los tiempos, ¿no lo es acaso Cristo, que no vino para reinar, sino para servir y para sacrificar la propia vida por el bien de la humanidad? (cf. Mt 20, 28).
Para que ese espíritu llegue a formarse no sólo en la conciencia de cuantos tienen responsabilidad, sino también en la conciencia de cada miembro de la Iglesia y de la sociedad y resulte más operante cada vez, es necesario el conocimiento de la doctrina cristiana. En la carta que os envié a todos el día de Pascua de este año, recordé la importancia esencial de la catequesis para la formación de los cristianos de nuestro tiempo, y no sólo de los niños y los jóvenes, sino también y sobre todo de las personas adultas. Es la doctrina cristiana la que forma el espíritu del Buen Pastor, necesario para cuantos se sienten llamados a renovar la Iglesia y la sociedad.
Ese espíritu dio a San Gerardo también la fuerza de asumir el trabajo misionero de organizar la diócesis de Csanad, renunciando a su soledad de la Selva Baconia. Su sacrificio nos hace recordar las palabras de San Martín, nacido en Panonia más de quinientos años antes, monje y obispo en Las Galias. Sobre su lecho de muerte, cuando sus discípulos le suplicaban que no les abandonase, el santo obispo respondió con estas palabras dirigidas a Cristo: "Domine, si adhuc populo tuo sum necessarius, no recuso laborem: fíat voluntas tua". También San Gerardo da testimonio de igual disposición al sacrificio, derivada del sentimiento de la responsabilidad fraterna y del espíritu de servicio.
El obispo misionero se aprestó a su tarea con doce monjes, elegidos en los claustros húngaros que empezaban a florecer, cuatro de los cuales fueron llamados del monasterio de San Martín del Monte, de Panonia, la actual Pannonhalma. En Csanad erigió no sólo la catedral y, en honor de María Virgen, la iglesia claustral, sino que organizó también una escuela, destinada especialmente a la educación de la futura generación de sacerdotes y monjes.
Lo que especialmente interesa al hombre de hoy es el método de la actividad misionera, es decir, que tal actividad no sea sólo superficial y exterior, sino que lleve a la verdadera conversión, que es el cambio espiritual interior llamado en el Evangelio metánoia. Un capítulo de la "Deliberatio" muestra claramente el espíritu de la actividad misionera de San Gerardo. Explicando el versículo "Aperiatur terra et germinet Salvatorem" de Isaías (45, 8), escribe: "Vis audire quomodo aperta exstitit haec terra ad germen vorantibus coelis et pluentibus nubibus?... Ait (Scriptura): Poenitentiam agite et baptizetur unisquisque vestrum in nomini Domini Iesu Christi, in remissione peccatorum vestrorum, et accipietis donum Spiritus Sancti... Sic aperta est terra, atque tali apparitione germinavit Salvatorem, id est praedicavit Christum suum Redemptorem ad omnes gentes. Quando doceo gentiles et Christum nescientes, et ipsi veniunt ad divinam perceptionem, audito verbo ex ratione, verbo et fide germino illis Christum... suo itaque verbo et fide germinatur Christus ad illum confluentibus..." (Gerardi Morosense Ecclesiae seu Csanadensis Episcopi Deliberatio supra hymnum trium puerorum, VII, 583 sqq., ed. G. Silagi, Corp. Christi, Cont. Medievalis 49, Turnholti, 1978).
¿No es acaso ése el método misionero que debemos adoptar también hoy, si queremos llevar las gentes a Cristo? Es necesario que antes nazca Cristo en las almas, para que la Iglesia, como comunidad de fieles, renazca desde su interior. Es indudable, en efecto, que —como enseña el Concilio Ecuménico Vaticano II (Lumen gentium, 8)— la Iglesia es "comunidad de fe, de esperanza y de caridad"; pero su misión no es solamente vivir la salvación de Cristo en fe, esperanza y caridad, sino también ser mediadora de esta salvación y, a través de Cristo, "difundir sobre todos la verdad y la gracia".
San Gerardo, con su vida, dio testimonio de asiduo servicio de la evangelización. No trató de anunciar las propias ideas, sino la Buena Nueva de Cristo. Comprendió también que puede nacer una ordenada comunidad eclesial sólo de esta manera: buscando la comunión con Cristo y ofreciendo la propia vida al servicio de los hermanos. La comunión vivida con Cristo y con los hermanos revela el verdadero significado de la institución de la Iglesia: llevar a la comunión mediante la fe en un Dios que es amor y que está junto a nosotros. San Gerardo dedicó sus energías a organizar la Iglesia, la comunidad local apenas nacida, injertando sus raíces en la comunidad universal, que es la Iglesia de Cristo. Esa unidad, fuente de vida y de fe, es condición indispensable para una fructuosa evangelización. Y también debemos nosotros amar y servir a nuestra patria terrena, su cultura y sus valores, amando y sirviendo a Dios siempre. ¿Ha tenido jamás la Iglesia en Hungría una, tarea más importante que la de seguir el espíritu apostólico tras las huellas del ejemplo y de la enseñanza de su gran apóstol?
El martirio coronó esa vida dedicada a Dios en la oración y la actividad apostólica. Los hechos son conocidos: el obispo Gerardo, mientras se dirige desde Székesfehérvár a Buda para recibir al Rey Endre y depositar en buenas manos la herencia de San Esteban, es decir, el destino de la joven cristiandad magiar, muere a manos de un grupo de paganos insurrectos. Ese martirio fue el postrer testimonio del amor de San Gerardo hacia su nueva patria, hacia su nuevo pueblo. "Maiorem hac dilectíonem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis" (Jn 15, 13). Martirio, en la lengua griega de donde procede la palabra, significa precisamente "testimonio".
Si es cierto que la tarea del cristiano de hoy es la de compaginar la armonía interior de la oración y del trabajo, desarrollando el espíritu apostólico con la dedicación a los demás, no es menos cierto que todo ello sólo tendrá crédito y fuerza ante los ojos de los hombres si damos testimonio de nuestra convicción con toda nuestra vida, vivida y, si fuera necesario, ofrecida por los hermanos. El ejemplo y la enseñanza extrema de San Gerardo mártir, servirá para que nosotros, con la dedicación total de nuestro talento, de nuestras fuerzas, de nuestro empeño, testimoniemos la verdad en que creemos y profesamos. "Accipietis virtutem superveniente Spiritus Sancti in vos, et eritis mihi testes" (Act 1, 8): tal es el testamento de Cristo al volver al Padre.
El monumento de San Gerardo, el monje, el apóstol, el mártir, se yergue en el centro de vuestra capital sobre el Danubio y, con el crucifijo alzado, os exhorta todavía a que seáis testigos de la fe en Cristo y del amor fraterno que es distintivo del cristianismo, en medio de vuestro pueblo.
Que el Espíritu de Cristo os dé la fuerza, mediante la poderosa intercesión de la Santísima Virgen, "Magna Domina hungarorum".
Con mi especial bendición apostólica.
Vaticano, 24 de septiembre de 1980, fiesta de San Gerardo, obispo y mártir.
IOANNES PAULUS PP. II
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