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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SECRETARIO GENERAL DE LA OFICINA
PARA LA EDUCACIÓN INTERNACIONAL CATÓLICA

 

Rvdo. Ekwa Bis Isal, s.j.
Secretario general de la Oficina para la Educación Internacional Católica

Con mucho agrado y una especial esperanza, me dirijo a usted y, por su medio, a los maestros católicos del mundo entero reunidos en Bangkok para celebrar la XI Asamblea general de la Oficina para la Educación Internacional Católica.

Vuestra Organización, que actualmente incluye representantes de 85 países, pretende ser expresión de la presencia de la Iglesia en el mundo, y en particular en el campo de la educación.

El hecho de que haya sido escogida Tailandia para celebrar este encuentro, trae a mi memoria gratos recuerdos de mi peregrinación al noble continente de Asia.

El tema que os proponéis estudiar en esta asamblea es "La educación en los valores para la sociedad del año 2.000". El tema podría parecer algo prematuro, pero de hecho muchos jóvenes que recibirán educación al comienzo del tercer milenio ya han nacido, o nacerán estos próximos años. De modo semejante, los futuros educadores de estos jóvenes están ya enseñando, o se preparan para desempeñar esa profesión.

¿Qué tipo de sociedad aguarda a esas futuras generaciones de estudiantes? ¿Qué herencia recibirán de estos años que estamos viviendo ahora, llenos como están de revueltas sociales, amenazas de guerra y crisis religiosas? ¿Qué educación puede ofrecerles la sociedad para ayudarles a construir una pacífica sociedad de individuos y pueblos?

Uno de los aspectos más serios de la situación histórica actual es la mengua de respeto hacia los valores esenciales que rigen la vida humana. Como dije en mi primera Encíclica, la situación humana parece estar alejada de las demandas objetivas del orden moral, de la justicia y del amor (cf. Redemptor hominis, 16).

El hombre es la única creatura que Dios ha amado por Sí mismo (cf. Gaudium et spes, 24), y se halla en la base de todos los valores. Y los valores reciben su significado sólo en relación con el hombre, creado como ha sido a imagen y semejanza de Dios. Sólo reconociendo la apertura esencial del hombre al misterio infinito de Dios, es como se puede establecer un auténtico sistema de valores que no convierta al hombre en esclavo de cosas e instituciones, sino que respete la primacía que integra el orden establecido por el Creador.

Pero la Revelación nos enseña que el hombre no es sólo imagen de Dios: también es hijo de Dios, elevado para ser partícipe de la naturaleza divina, a través del don gratuito de su infinito amor manifestado en Cristo. Jesucristo es precisamente la "luz que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9), quien nos revela la forma, haciendo así a la gente capaz de pensar y vivir de una manera digna de los hijos de Dios. Jesucristo es precisamente no sólo quien revela Dios al hombre, sino también el hombre a sí mismo (cf. Gaudium et spes, 22).

La escuela católica, que cuenta con la ventaja de la luz de la fe, está en una situación privilegiada para presentar a sus alumnos una educación en los valores fundamentales, con miras al establecimiento de un mundo libre de las amenazas que se ciernen sobre él. De este modo, los jóvenes aprenderán a rechazar los falsos valores de una sociedad decadente y a descubrir los auténticos valores sobre los que se puede construir una civilización de amor.

A este respecto es de fundamental importancia reconocer la primacía de los valores del espíritu sobre los materiales y económicos, pues los valores del espirituales contribuyen de modo más directo al desarrollo de los aspectos más nobles y más valiosos de la persona humana. Como dije en la XXXIV Asamblea General de las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979, esta preeminencia de los valores espirituales "influye en lograr que el desarrollo material, técnico y cultural, esté al servicio de lo que constituye al hombre, es decir, que le permitan el pleno acceso a la verdad, al desarrollo moral, a la total disponibilidad de gozar de los bienes de la cultura que hemos heredado y a multiplicar tales bienes mediante nuestra creatividad" (n. 14; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 14).

De cara a la enorme influencia que actualmente ejerce la sociedad de consumo, la escuela católica, bajo la guía del Evangelio de Jesucristo, debe hacer ver a los jóvenes que hay mayor alegría en dar que en recibir, que el valor de una persona se basa en lo que él o ella es más que en lo que él o ella tiene. De este modo descubrirán el valor liberador de una vida austera y sencilla.

Actualmente los jóvenes, fascinados por los resultados de las ciencias modernas tienden a poner en esos resultados una confianza sin límites y a considerarlos como valores supremos. Es, por eso, importante que la escuela católica haga ver a sus alumnos que el progreso de la humanidad no puede ser medido solamente por el progreso de las ciencias y de la tecnología; el verdadero progreso hace acto de presencia cuando damos la primacía a los valores espirituales y al progreso de la vida moral.

Situaciones radicalmente injustas presentes en una sociedad materialista hacen que, mientras unos viven en la abundancia, otros mueran de hambre. Para remediar esto se necesita un nuevo orden, mundial, y por tanto una educación en los valores de la justicia y del amor, que son las bases de tal orden mundial.

En una sociedad secularizada que ha perdido el sentido de lo sagrado y, al mismo tiempo, el sentido de la moralidad, hay una urgente necesidad de educar en los valores religiosos; se trata de una educación que capacite a sus beneficiarios para discernir la llamada de la fe. Es propio de la escuela católica despertar a los jóvenes al valor de la vida interior, de tal modo que puedan responder a la llamada de la fe con entusiasmo y generosidad.

Por lo demás, el cristianismo ni suprime ni ignora los valores humanos apreciados por nuestros contemporáneos (valores como la sinceridad, la libertad y la autoafirmación del individuo). Lejos de ignorar estos valores, el cristianismo los perfecciona al referirlos a la fuente divina de la que manan, reconociendo al mismo tiempo que, debido a la corrupción que el pecado ha introducido en el corazón humano, deben primero ser purificados.

De este modo, el mensaje cristiano puede dar a los hombres y a las mujeres la plenitud del sentido de la vida y un enriquecimiento interior que las ideologías meramente humanas no pueden comunicar.

Al concluir estas reflexiones, pido que desciendan sobre las deliberaciones de la Asamblea general las gracias iluminadoras del Espíritu Santo, y cordialmente imparto a todos los participantes mi bendición apostólica.

Vaticano, 23 de enero de 1982.

JUAN PABLO II

 



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