CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONGREGACIÓN DE SAN JOSÉ CON MOTIVO
DEL CENTENARIO DE LA MUERTE DE SU FUNDADOR
Reverendísimo padre
LUIGI PIERINI
Superior general de la Congregación de San José
1. La celebración del centenario de la muerte de san Leonardo Murialdo, fundador de la entonces Pía Sociedad turinesa de San José, me brinda la grata oportunidad de enviarle a usted y a sus hermanos un saludo cordial y la seguridad de mi oración, para que esta providencial circunstancia sea para toda vuestra familia religiosa una abundante y renovada efusión de gracia.
Al dirigir mi pensamiento a los hijos espirituales de san Leonardo, que trabajan con generosidad y competencia, en nombre de Cristo, con vistas a la elevación moral y material de los jóvenes, los obreros y el pueblo, quiero llegar a todos los que se benefician de su acción pastoral y social.
El aniversario de la piadosa muerte de san Leonardo, que tuvo lugar el 30 de marzo de 1900, cae en el período en que la Iglesia está celebrando el gran jubileo del año 2000, y brinda a vuestro instituto la oportunidad de volver a recorrer las etapas más significativas de la vida y del ministerio sacerdotal de vuestro fundador, meditando al mismo tiempo en las intuiciones proféticas y carismáticas que lo convirtieron en fervoroso apóstol de la juventud.
Su compromiso en favor de los jóvenes es un testimonio significativo de la caridad social de la Iglesia. En el siglo XIX, cuando surgió la industria moderna y, como consecuencia, se formó una clase obrera y proletaria, la Iglesia no promovió una emancipación subversiva de los trabajadores afligidos por la necesidad y el sufrimiento, sino que les ofreció la acción de valientes testigos del Evangelio, que les abrieron progresivamente a la conciencia de sus derechos y responsabilidades.
2. San Leonardo Murialdo es una de las figuras de singular santidad que caracterizaron a la Iglesia piamontesa del siglo XIX. Se distinguieron, entre otras, las fuertes personalidades de Cottolengo, Cafasso, Lantieri, Allamano, don Bosco y don Orione, con sus intuiciones perspicaces, su amor genuino a los pobres y su confianza ilimitada en la Providencia. A través de su acción, la caridad de la Iglesia pudo promover eficazmente la emancipación material y espiritual de los hijos del pueblo, víctimas de graves injusticias y marginados del turbulento proceso de modernización de Italia y de Europa.
San Leonardo, que creció en una familia acomodada, en un hogar rico en afecto, fue ordenado sacerdote en 1851. Su espiritualidad, fundada en la palabra de Dios y en la sólida doctrina de autores seguros, como san Alfonso y san Francisco de Sales, por nombrar sólo a algunos, estuvo animada por la certeza del amor misericordioso de Dios. El cumplimiento de la voluntad de Dios en la realidad diaria, la intensa vida de oración, el espíritu de mortificación y una ardiente devoción a la Eucaristía caracterizaron su camino de fe.
Incluso antes de ser sacerdote, se había ocupado personalmente de muchachos pobres y abandonados de la periferia de Turín, y de los jóvenes del reformatorio. Prosiguió esta experiencia en el oratorio del Ángel custodio, entre 1851 y 1856, y después como director espiritual del oratorio San Luis durante los ocho años siguientes.
En octubre de 1866, a la edad de 38 años, volvió a Turín después de un período pasado en el entonces famoso seminario de San Sulpicio, en París, adonde había sido enviado para perfeccionar sus estudios y conocer algunas instituciones de asistencia a la juventud obrera. Enseguida lo llamó el obispo para que dirigiera, como responsable, el colegio "Artigianelli", cargo que asumió con la certeza de que todo hombre, en cada momento, tiene un deber que cumplir para hacer la voluntad de Dios, y esto basta para alcanzar la perfección.
3. San Leonardo Murialdo se hizo amigo, hermano y padre de los jóvenes pobres, sabiendo que en cada uno de ellos había un secreto por descifrar: la belleza del Creador reflejada en sus almas. Los veía frágiles, a merced de sí mismos o en compañía de adultos sin escrúpulos, obligados a vivir en el ocio, en la ignorancia, en la esclavitud de pasiones que crecerían cada vez más si no se las combatía, ricos sólo en "ignorancia, rudeza y vicios" (Mss., III, 397, 8). Acogía a todos los que la Providencia le confiaba, fiel al lema que había acuñado: "Pobres y abandonados: son los dos requisitos esenciales para que un joven sea uno de los nuestros; y cuanto más pobre y abandonado, tanto más es uno de los nuestros" (Mss. III, 397, 7). Por esos muchachos quiso gastar sus mejores energías, para que no se perdiera ninguno (cf. Mt 18, 14).
Le ayudaron sus hermanos y muchos laicos de gran corazón, que habían comprendido y compartían las profundas motivaciones de su ministerio. Entre ellos me complace recordar a don Reffo y a don Constantino, así como a algunas personas que trabajaban en estrecho contacto con él. San Leonardo era consciente de que necesitaba personal idóneo para la tarea profesional educativa, y esto constituía una carga económica notable. Las graves dificultades, no sólo financieras, de los comienzos crearon a veces incomprensiones y tuvo la tentación de disminuir el número de los jóvenes acogidos gratuitamente, aumentando, por el contrario, el de los muchachos que pagaban.
Pero él quiso afrontar personalmente el problema económico. Así, abandonó la casa de su hermano para establecerse en un colegio donde se ocupaba día y noche de jóvenes difíciles, con una tarea de dirección que requería intervenciones contrarias a su índole. En 1869 dijo a los "artigianelli": "Solamente por el afecto que siento por vosotros no renuncié a asumir la dirección de vuestro colegio en un momento en el que (...) se encontraba en una grave situación financiera" (Mss., VI, 1232, 4). Con esa elección heroica, san Leonardo realizó un salto evangélico de calidad: primero había dado "algo" a los muchachos; ahora, lo daba "todo", un todo que se iría consumiendo durante 34 años, hasta la muerte, en 1900.
4. Su hermano y biógrafo don Reffo anota que san Leonardo Murialdo siempre quería darse cuenta con precisión de las condiciones familiares de sus jóvenes, para saber comportarse con ellos y con sus parientes, y se preocupaba de modo especial de los que provenían de familias desavenidas y que, por tanto, ya habían recibido en sus hogares malos principios. Más aún, "se ocupaba personalmente de los jóvenes más ignorantes y más lentos para aprender, y con gran paciencia procuraba instruirlos" (Pr. Ap. II, 850r).
Supo ser padre para sus jóvenes en todo lo relativo a su bienestar físico, moral y espiritual, preocupándose por su salud, su alimentación, su vestido y su formación profesional. Favoreció, al mismo tiempo, la preparación y la formación de los responsables de los diversos talleres, tratando de perfeccionar su capacidad educativa a través de conferencias pedagógico-religiosas.
No descuidó jamás el crecimiento religioso, al igual que el humano, de los jóvenes. "Nuestro programa -escribió- no consiste sólo en convertir a nuestros jóvenes en trabajadores inteligentes y laboriosos, y mucho menos en sabiondos orgullosos; (...) consiste, ante todo, en hacer de ellos cristianos sinceros y sencillos" (Mss., VI, 1233, 2). Para lograrlo, desarrolló entre ellos la catequesis, favoreció la práctica sacramental, incrementó las asociaciones para niños y adolescentes, estimulándolos a ser apóstoles en medio de sus compañeros y, a este respecto, fundó la cofradía de San José y la congregación de los Ángeles Custodios.
5. Como notan sus biógrafos, era siempre suave en sus modos y modesto; su rostro se dulcificaba con una sonrisa que invitaba a la confianza. Se mostraba sereno y afable incluso cuando debía reprender, hasta el punto de que sus "artigianelli", ya adultos, lo describían como "un padre afectuoso, un verdadero padre, un padre amoroso". Estaba convencido de que "sin fe no se agrada a Dios y sin dulzura no se agrada al prójimo" (Mss., II, 250, 2).
La experiencia del amor misericordioso del Padre celestial lo impulsó a dedicarse a la juventud. Hizo de ella una opción de vida, dejándose guiar por un amor solícito y emprendedor, que transformó su existencia y le hizo estar atento a la realidad social y ser paciente con el prójimo. Mantuvo fija su mirada en el Padre celestial, que espera a sus hijos, respeta su libertad y está dispuesto a abrazarlos con ternura en el momento del perdón.
6. San Leonardo Murialdo invita a sus hijos espirituales a ser "amigos, hermanos y padres" para los jóvenes que se les confían. Esta actitud interior es muy necesaria en nuestro tiempo. La actividad formativa, especialmente cuando se dirige a niños y jóvenes que atraviesan dificultades, exige un amor aún más abierto y paciente. Ojalá que cada uno de vosotros, hijos espirituales de tan generoso apóstol de la juventud, siga sus huellas para difundir por doquier, especialmente entre los más pobres e indefensos, el bálsamo de la misericordia de Dios. Sed, como él, amigos, hermanos y padres para los jóvenes.
Pero, como muestra la experiencia de vuestro santo, todo esto exige una incansable e íntima relación con Cristo. Es preciso amar la oración para ser apóstoles celosos del reino de Dios. San Leonardo rezaba de día y también de noche. En su diálogo confiado con el Señor encontraba la inspiración y la fuerza para actuar. ¿Y qué decir de la santa misa? Era el centro y el acto principal de su vida de oración. La celebraba con profunda reverencia y singular lentitud, incluso cuando las situaciones podían impedir la calma.
La Eucaristía, recordaba san Leonardo Murialdo, no es un rito que se ha de realizar, sino un misterio que hay que vivir. El tabernáculo constituía para él "un centro de amor" (Mss., III, 518, 2), hasta el punto de que para encontrarlo, como testimonian sus contemporáneos, "si no estaba en su habitación, bastaba buscarlo en la capilla" (Informatio, p. 246).
7. Reverendísimo padre, al compartir la alegría de este especial jubileo de vuestro instituto, deseo de corazón que la oración y la contemplación constituyan el entramado de la jornada de cada hijo espiritual de san Leonardo. Aun en medio de numerosas ocupaciones y preocupaciones, que podrían impedir el diálogo con Dios, es preciso encontrar el tiempo para orar "bien", puesto que del corazón sumergido en Dios brota la energía espiritual para un apostolado eficaz.
Que la gozosa celebración del centenario de la muerte de vuestro fundador sea ocasión propicia para un nuevo impulso profético de vuestro carisma fundacional. Frente a las exigencias sociales y misioneras de nuestro tiempo, con particular atención a las formas antiguas y nuevas de pobreza y de malestar juvenil, los hijos espirituales de san Leonardo Murialdo deben comprometerse con valentía a anunciar y testimoniar en todas las circunstancias el Evangelio de la misericordia y de la esperanza.
Encomiendo la obra y los proyectos de vuestra familia religiosa a la protección materna de la Virgen María, de quien san Leonardo Murialdo se proclamó siempre hijo devotísimo. Os aseguro mi recuerdo constante ante el Señor para todas vuestras actividades, especialmente para el XX capítulo general, que celebraréis del 11 de julio al 6 de agosto próximo.
Con estos sentimientos, le imparto a usted, y a todos los miembros de la congregación de San José, una especial bendición apostólica, que complacido extiendo a sus colaboradores y a cuantos son objeto solícito de vuestro ministerio pastoral.
Vaticano, 28 de marzo de 2000
JUAN PABLO II
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