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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL CENTENARIO DE LA CORONACIÓN DE LA VIRGEN APARECIDA

 

Al venerable hermano
RAYMUNDO DAMASCENO ASSIS
Arzobispo de Aparecida
a los demás hermanos en el Episcopado,
a los sacerdotes religiosos, religiosas y fieles de Brasil

1. Con ocasión del centenario de la coronación de Nuestra Señora Aparecida, deseo unirme espiritualmente al querido pueblo brasileño para rendir mi homenaje a su Reina y Patrona, habiendo decidido designar como mi enviado especial al cardenal Eugênio de Araújo Sales, para que presida en mi nombre los ritos y las celebraciones de esta significativa conmemoración en su santuario nacional, insigne testimonio de fe y devoción mariana en esa tierra bendita.

2. Hace casi tres siglos, la Virgen tuvo un encuentro singular con la gente brasileña en ese lugar. Los orígenes del santuario están vinculados al descubrimiento, por parte de tres pescadores, de una pequeña imagen de Nuestra Señora, de color oscuro y rostro sonriente, que vieron emerger de las aguas, pescada en la red, con la cual después pudieron recoger una pesca muy abundante. Los tres reconocieron en el acontecimiento una señal de la protección especial de la Virgen. A partir de aquel lejano septiembre de 1717, ha crecido en el pueblo un culto a Aquella a la que comenzaron a llamar sencillamente la "Aparecida".

Sin embargo, mucho antes de 1717 y de la extraordinaria aparición, ya existía una profunda devoción a la Madre de Jesús en el corazón de los cristianos de Brasil, que habían heredado de los portugueses, pero dándole, con el paso de los años, un matiz, motivaciones y orientaciones propias. El amor y la devoción a María son uno de los rasgos característicos de la religiosidad del pueblo brasileño.

3. La inmensa multitud de personas que acude al santuario de su Reina y Patrona obedece a un genuino impulso del alma de ese amado pueblo, y realiza un gesto profundamente brasileño, colmando esa ciudad del valle de Paraíba sobre todo de oración y fe; de una fe sencilla pero que es, sin duda, lo que debe ser la fe:  una búsqueda de Dios, a veces deformada e imperfecta, pero conmovedoramente sincera, arraigada, capaz de sacrificios, una búsqueda de Dios a través de Nuestra Señora.

"Una gran señal apareció en el cielo:  una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores del parto" (Ap 12, 1-2). La visión de san Juan nos muestra que María, glorificada en el cielo —Reina coronada de estrellas—, sigue siendo Madre de todos los hombres, de los hijos e hijas de Dios y hermanos de Jesucristo, hasta el fin de los siglos. En la luz de la gloria divina, ella contempla a todos y a cada uno de sus hijos, en todos y en cada uno de los momentos de su existencia.

4. En el transcurso de la conmovedora historia de la imagen morena de su Reina y Madre tan amada, hombres y mujeres de todas las condiciones y cultura la han proclamado "Soberana". Por eso, mi venerado predecesor Pío X, en el año 1904, acogiendo la solicitud de los hijos devotos de la Virgen Aparecida, coronó a Nuestra Señora como Reina de Brasil. Este patrocinio de María sobre una nación no acontece sin la cooperación de sus protegidos, sino que supone su libre consentimiento, renovado cada día; supone que lo pidan y se hagan dignos de él, encarnándolo en un compromiso de vida inspirado por las certezas profundas y firmes de la fe.

Es cierto que Nuestra Señora, por una parte, se encuentra para siempre junto a Dios, donde aboga por nuestra causa con tan gran poder, que fue denominada "omnipotencia suplicante"; pero, por otra, "es de nuestra estirpe, verdadera hija de Eva (...) y verdadera hermana nuestra, que ha compartido en todo, como mujer humilde y pobre, nuestra condición" (Pablo VI, Marialis cultus, 56). Tuvo una patria y perteneció a un pueblo, a los que amó y por los que sufrió; podemos pensar que experimentó la realidad humana que es el patriotismo, por lo cual conoce su sentido más profundo. Habiendo llevado consigo estos valores al cielo, sabe lo que tiene que pedir a Dios mejor de lo que hizo Ester con el rey Asuero:  "Sólo te pido, oh rey, que salves a mi pueblo" (cf. Est 7, 3).

La certeza de que el patrocinio de María, bajo su título de Aparecida, incluye de parte de sus súbditos un compromiso de colaborar todos en el esfuerzo para que el país se convierta en lo que María quiere que sea, una vez que ella lo adoptó como suyo:  una tierra donde reinen la hospitalidad, la cordialidad, la capacidad de dialogar, de "componer" más que "oponer".

5. En el ámbito religioso, que os afecta más de cerca a vosotros, venerados obispos, es importante el compromiso de asumir con auténtico espíritu pastoral la inmemorial devoción mariana de vuestro pueblo:  procurar comprenderla en su arraigo más profundo, descubrir sus valores, captar su significado, acogerla, purificándola y orientándola. De la actitud de los pastores y de los agentes de pastoral depende, en gran parte, que esa devoción sea para el pueblo un camino de encuentro, en la fe, con Dios en Jesucristo.

Ayudad, pues, a los fieles a vivir su devoción mariana como un claro y valiente testimonio de amor a Cristo, que manifieste la identidad personal y comunitaria de los católicos, contra el peligro del secularismo y del consumismo, y al mismo tiempo favorezca en las familias la práctica de las virtudes cristianas. De igual modo, esta devoción ayudará a consolidar los vínculos de comunión con los pastores de la Iglesia de Cristo, afrontando la disgregación de la fe, fomentada tantas veces por el proselitismo de las sectas. La historia enseña que María es la verdadera salvaguardia de la fe; en toda crisis, la Iglesia se reúne en torno a ella. Sólo así los discípulos del Señor podrán ser para los demás sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14).

6. "¡Feliz el pueblo cuyo Señor es Dios y cuya Reina es la Madre de Dios!". Así proclamaba el Papa Pío XII y así podrá exclamar esa amada arquidiócesis de Aparecida, si vuelve debidamente sus ojos a Aquella que engendró, por obra del Espíritu Santo, al Verbo encarnado. La misión esencial de la Iglesia consiste precisamente en hacer nacer a Cristo en el corazón de los fieles (cf. Lumen gentium, 65) por la acción del mismo Espíritu Santo, a través de la evangelización.

Queridos hermanos y hermanas, encomiendo a todas y cada una de las comunidades eclesiales brasileñas a la protección de Nuestra Señora Aparecida, para que permanezcan fieles en la pureza de la fe, confirmadas en la esperanza y generosas en la caridad. A ella le suplico que les infunda mayor dinamismo, haciendo de cada cristiano un verdadero apóstol. Como demostración de mi gran afecto, os imparto la implorada bendición apostólica.

Castelgandolfo, 17 de julio de 2004, memoria del beato Ignacio de Azevedo y compañeros mártires de Brasil.

 

JUAN PABLO II



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