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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL 50° ANIVERSARIO DE LA MISIÓN PERMANENTE
DE LA SANTA SEDE ANTE LA UNESCO

 

A monseñor Francesco FOLLO
Observador permanente
de la Santa Sede ante la Unesco

1. El quincuagésimo aniversario de la Misión permanente de la Santa Sede ante la Unesco reviste una importancia particular, y me alegra asociarme a él con el pensamiento, saludando cordialmente a todos los participantes en la Conferencia que marca este acontecimiento. Me complace evocar en esta ocasión el recuerdo luminoso de su predecesor monseñor Angelo Roncalli, el beato Papa Juan, que fue el primer observador permanente de esta Misión de la Santa Sede.

2. La Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura, creada inmediatamente después del segundo conflicto mundial del siglo XX, nació del deseo de las naciones de vivir en paz, en justicia y libertad, y de darse los medios para promover activamente esta paz, mediante una nueva cooperación internacional, caracterizada por un espíritu de asistencia mutua y fundada en la solidaridad intelectual y moral de la humanidad. Era natural que la Iglesia católica se asociara a este gran proyecto por la soberanía específica de la Santa Sede, pero, sobre todo, como declaré ante esa asamblea en 1980, por "la relación orgánica y constitutiva que existe entre la religión en general y el cristianismo en particular, por una parte, y la cultura, por otra" (Discurso a la Unesco, 2 de junio de 1980, n. 9: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de junio de 1980, p. 12).

3. Las intuiciones que llevaron a la fundación de la Unesco, hace más de cincuenta años, reconocían la importancia de la educación para la paz y la solidaridad de los hombres, recordando que, "al nacer las guerras en el corazón de los hombres, es en el corazón de los hombres donde deben construirse las defensas de la paz" (Acta de constitución de la Unesco, 16 de noviembre de 1945). Esas intuiciones se confirman ampliamente hoy: el fenómeno de la globalización ha llegado a ser una realidad que caracteriza el ámbito de la economía y de la política, pero también el de la cultura, con unos aspectos positivos y otros negativos. Se trata de campos que interpelan nuestra responsabilidad para organizar una verdadera solidaridad mundial, la única capaz de dar a nuestra tierra un futuro seguro y una paz duradera. La Iglesia, en nombre de la misión que le ha encomendado su fundador de ser sacramento universal de salvación, no deja de hablar y de actuar en favor de la justicia y de la paz, invitando a las naciones al diálogo y al intercambio, sin descuidar ningún factor. Así, da testimonio de la verdad que ha recibido sobre el hombre, su origen, su naturaleza y su destino. Sabe que esta búsqueda de la verdad es la preocupación más profunda de toda persona, que no se define principalmente por lo que posee sino por lo que es, por su capacidad de superarse a sí misma y de crecer en humanidad. La Iglesia sabe igualmente que al invitar a nuestros contemporáneos a buscar con exigencia y pasión la verdad sobre sí mismos, sirve a su libertad auténtica, mientras que otras voces los atraen hacia caminos aparentemente fáciles, contribuyendo más bien a someterlos a la fascinación y al poder siempre renovados de los ídolos.

4. La Iglesia católica, enviada a todos los pueblos de la tierra, no está vinculada a ninguna raza o nación, ni a ninguna manera particular de vivir. A lo largo de su historia, siempre ha utilizado los recursos de las diferentes culturas para dar a conocer a los hombres la buena nueva de Cristo, convencida de que la fe que anuncia no se reduce jamás a un elemento de la cultura, sino que es la fuente de una salvación que concierne a toda la persona humana y a toda su actividad. Pero, a través de la diversidad y la multiplicidad de las lenguas y de las culturas, así como de las tradiciones y de las mentalidades, la Iglesia expresa su catolicidad y su unidad, al mismo tiempo que su fe. Por consiguiente, se esfuerza por respetar toda cultura humana, puesto que, en su actividad misionera y pastoral, procura que "todo lo bueno que hay sembrado en el corazón y en la inteligencia de estos hombres, o en los ritos particulares, o en las culturas de estos pueblos, no sólo no se pierda, sino que mejore, se desarrolle y llegue a su perfección para gloria de Dios, para confusión del demonio y para felicidad del hombre" (Lumen gentium, 17).

Por estas razones, la Iglesia católica tiene una gran estima de la nación, que es el crisol donde se forja el sentido del bien común y donde se aprende la pertenencia a una cultura, a través de la lengua, la transmisión de los valores familiares y la adhesión a la memoria común. Pero, al mismo tiempo, la experiencia multiforme de las culturas de los hombres que la caracteriza, puesto que es "católica", es decir, universal en el espacio y a la vez en el tiempo, le hace desear también la necesaria superación de todo particularismo y de todo nacionalismo estrecho y exclusivo.

Debemos ser conscientes de que "cada cultura, al ser un producto típicamente humano e históricamente condicionado, también implica necesariamente unos límites" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2001, n. 7:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2000, p. 9). Entonces, "para que el sentido de pertenencia cultural no se transforme en cerrazón, un antídoto eficaz es el conocimiento sereno, no condicionado por prejuicios negativos, de las otras culturas" (ib.).

La Unesco tiene precisamente la noble misión de fomentar este conocimiento mutuo de las culturas y promover su diálogo institucional, con todo tipo de iniciativas a nivel internacional, con encuentros, intercambios y programas de formación. Construir puentes entre los hombres, a veces también reconstruirlos cuando la locura de la guerra se ha encargado de destruirlos, constituye un trabajo arduo, que hay que recomenzar siempre, e implica la formación de las conciencias y, por tanto, la educación de los jóvenes y la evolución de las mentalidades. Es uno de los desafíos importantes de la globalización, que no debe conducir a una nivelación de los valores ni a una sumisión a las solas leyes del mercado único, sino más bien a la posibilidad de poner las riquezas legítimas de cada nación al servicio del bien de todos.

5. Por su parte, la Iglesia católica se alegra por el trabajo ya realizado, aunque conoce sus límites, y desea seguir impulsando con determinación el encuentro pacífico entre los hombres, a través de sus culturas y la valoración de la dimensión religiosa y espiritual de las personas, que forma parte de su historia. Este es el sentido que hay que dar a la presencia de un observador permanente de la Santa Sede ante la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura, testigo atento desde hace cincuenta años de la especificidad católica de la Iglesia y de su compromiso decidido al servicio de la comunidad de los hombres.

Quiera Dios que la celebración de este aniversario refuerce el compromiso de todos de trabajar incansablemente al servicio de un verdadero diálogo entre los pueblos, a través de sus culturas, para que la conciencia de pertenecer a una misma familia humana sea cada vez más viva y la paz del mundo cada vez más segura.

A usted y a todos los participantes en la Conferencia, les imparto de todo corazón una bendición apostólica particular.

Vaticano, 25 de noviembre de 2002.

JUAN PABLO II


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.51, p.11.



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