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  MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA XX JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN
POR LAS VOCACIONES


 

Venerados hermanos en el Episcopado,
amadísimos hijos e hijas de todo el mundo:

"Yo te haré luz de los gentiles, para que seas la salvación hasta el extremo de la tierra" (Act 13, 47).

"Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen" (Jn 10, 27).

1. Así leemos en las lecturas litúrgicas del IV domingo de Pascua, en el que celebramos la Jornada mundial de Oración por las Vocaciones. Esta es la Palabra de Dios que se nos anuncia para que elevemos nuestro corazón a pensamientos grandes bajo la luz de la fe pascual.

La Palabra de Dios nos revela un misterio que se ha manifestado en la vida de la humanidad. Efectivamente, ha tenido lugar un hecho decisivo: el Señor Jesús, el Cordero de Dios, se ha ofrecido a Sí mismo por la salvación del mundo. A partir de entonces se inicia una nueva historia y la Iglesia de Jesús, con la fuerza del Espíritu Santo, está llamada a llevar este anuncio de salvación a todas las gentes, hasta los confines de la tierra. Es una misión comprometida, confiada a las humildes personas de los Apóstoles, y a sus sucesores y colaboradores escogidos entre todos los pueblos, siglo tras siglo, con la promesa de que ninguna potencia terrena podrá jamás interrumpirla.

El misterio de esta plena continuidad está iluminado por la presencia del Señor Jesús que, aun viviendo en su gloria inmortal, se halla siempre cerca de nosotros: "Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20). Él está con nosotros, nos conoce, nos hace sentir su voz, nos llama, nos guía, y no sólo para ofrecer su salvación a cada uno de nosotros, sino también para salvar a los demás por medio de nosotros.

Entre sus múltiples llamadas emergen algunas que suponen una colaboración más estrecha en su misma misión: los ministerios ordenados, la vida consagrada y la vida misionera; un privilegio que, en realidad, corresponde a una ilimitada medida de amor y de sacrificio en la plena donación de sí a Dios y a la Iglesia. ¿Cómo podremos agradecer dignamente al Señor la gran confianza que Él ha depositado en nosotros?

2. Siempre fue para mí motivo de gozo celebrar la Jornada mundial de Oración por las Vocaciones. Deseo participar de un modo especial en la celebración de este año que es la vigésima. Efectivamente, han transcurrido 20 años desde que el querido y venerado Pontífice Pablo VI tuvo la inspiración de convocar a toda la Iglesia, con una "Jornada" especial, para meditar y rezar por las vocaciones especialmente consagradas a la causa del Evangelio. Muchas cosas alegres y otras menos alegres han ocurrido a lo largo de estos veinte años.

Tuvo lugar la feliz conclusión del Concilio Vaticano II, que tanto espacio dedicó a profundizar en la vocación y misión sacerdotal, religiosa y misionera a la luz viva de la Palabra de Dios y de la Tradición cristiana. El Concilio nos ha dejado en herencia un tesoro de doctrina que todo creyente tiene el derecho y el deber de conocer con exactitud, incluso para decidir con mayor lucidez la elección de su vida.

Durante estos años algunas Iglesias han sufrido, no sólo a causa de persecuciones externas, sino también debido a dificultades internas que han procurado a la Iglesia no leves sufrimientos provenientes de parte de aquellos mismos que deberían haberle ofrecido mayor consuelo.

Pero el Señor nos ha reservado también el consuelo de registrar en muchos lugares de la Iglesia el alba de una situación nueva, por el hecho de que son cada vez más numerosos los que responden a su llamada. Por aquel despertar alentador y por esa renovada generosidad, damos gracias al Señor que ha escuchado la oración de su Iglesia.

3. Estos veinte años constituyen un período fecundo de experiencias espirituales y pastorales en lo que respecta a las vocaciones eclesiásticas. Mi predecesor Pablo VI y yo mismo, constantemente y sobre todo con ocasión de estos Mensajes anuales, hemos querido insistir sobre algunos puntos capitales, que quisiera sintetizar aquí, aunque están bien presentes en vuestro ánimo:

Palabra de Dios y vocaciones. Las vocaciones sacerdotales y consagradas existen en la Iglesia y para la Iglesia según el designio de Dios, que Él, en su amor, se ha dignado revelarnos. Apuntan, por tanto, a una misión específica que no se confunde con ningún otro ideal humano, por muy noble que sea. El Señor Jesús otorgue la gracia de conocer, de creer y de acoger, por la fuerza de su Palabra, estas llamadas, que pertenecen al misterio de su amor misericordioso.

Oración y vocaciones. La Iglesia es un don de Dios para la salvación de la humanidad. También las vocaciones al servicio total de la Iglesia representan, por tanto, un don especial de Dios. Por ello, sólo a Él lo pedimos, porque Él sólo puede darlo. Lo impetramos con el corazón abierto al mundo entero, atentos al bien de todos los hombres. Recordad que el Señor Jesús nos ha invitado a rezar por las vocaciones, precisamente porque su corazón misericordioso veía el sufrimiento del mundo: "Jesús, viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor. Entonces dijo a los discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 36-38).

Testimonio y vocaciones. Os son familiares las palabras del Concilio: "El deber de fomentar las vocaciones sacerdotales -y esto vale para todas las vocaciones consagradas- afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo ante todo con una vida plenamente cristiana" (Optatam totius, 2). El Señor Jesús había hablado de la "tierra buena que dio fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta" (Mt 13, 8). Donde hay fe, oración, caridad, apostolado, vida cristiana, allí se multiplican los dones de Dios. Reflexionemos, hermanos e hijos, sobre nuestra grave responsabilidad.

Llamada personal y vocaciones. Dios llama a quien quiere, por libre iniciativa de su amor. Pero quiere también llamar mediante nuestras personas. Así quiere hacerlo el Señor Jesús. Fue Andrés quien condujo a Jesús a su hermano Pedro. Jesús llamó a Felipe, pero Felipe llamó a Natanael (cf. Jn 1, 33 ss.). No debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven, o menos joven, las llamadas del Señor. Es un acto de estima y de confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia.

4. Os invito, por tanto, a uniros a mi oración:

Señor Jesús,
en este Año Santo,
en el que revivimos el acontecimiento
y el misterio de tu Sacrificio redentor
por la salvación de la humanidad,
escucha nuestra invocación:

mediante tu Espíritu,
renueva tu Iglesia,
para que pueda con creciente fecundidad
ofrecer al mundo los frutos de tu redención;
mediante tu Espíritu,
fortifica en sus santos propósitos
a aquellos que han dedicado su vida a tu Iglesia:
en el presbiterado, en el diaconado, en la vida religiosa,
en los institutos misioneros o en las formas de vida consagrada;
Tú, que los has llamado a tu servicio,
hazlos perfectos cooperadores de tu obra de salvación;
mediante tu Espíritu,
multiplica las llamadas a tu servicio:
Tú lees en los corazones
y sabes que muchos están dispuestos a seguirte
y a trabajar por Ti;
da a muchos jóvenes, y menos jóvenes,
la generosidad necesaria para acoger tu llamada,
la fuerza para aceptar las renuncias que ella exige,
la alegría de llevar la cruz que supone su elección,
como Tú la has llevado primero,
con la certeza de la resurrección.

Te rogamos, Señor Jesús,
en unión de tu Santísima Madre María,
que ha estado junto a Ti en la hora de tu Sacrificio redentor;
te rogamos por su intercesión,
que muchos de nosotros, hoy también,
tengamos el valor y la humildad,
la fidelidad y el amor para responder "Sí",
como Ella respondió cuando fue llamada
a colaborar contigo en tu misión de salvación universal. Así sea.

5. Confío esta nuestra oración a la misericordia de Dios, para que Él la acoja y la escuche. Nuestra confianza, respecto a esto, crece con motivo del Año Santo, que celebramos como memorial de la redención llevada a cabo por el Señor Jesús. A Él pido la abundancia de la gracia, mientras con gozo imparto la propiciatoria bendición apostólica a todos vosotros, venerados hermanos en el Episcopado, a los presbíteros, a los religiosos, a las religiosas y a todo el Pueblo de Dios, con particular referencia a cuantos están viviendo la propia formación en los seminarios e institutos religiosos.

Vaticano, 2 de febrero de 1983, fiesta de la Presentación del Señor en el templo de Jerusalén, año V de mi pontificado.


JOANNES PAULUS PP. II



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