DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CLERO DE LA ARCHIDIÓCESIS
Domingo 13 de abril de 1980
Queridísimos presbíteros de la archidiócesis de Turín:
"La gracia y la paz, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (1 Cor 1, 3). Os saludo a todos de corazón indistintamente, y en particular abrazo a vuestro arzobispo, cardenal Anastasio Ballestrero, que con vosotros y por vosotros gasta sus mejores energías de Pastor en favor de esta ilustre archidiócesis. Acogiendo su invitación, me encuentro hoy entre vosotros. Os aseguro que mi saludo está caracterizado por un particular sentimiento de afecto y de emoción, además de una gran alegría. El afecto proviene tanto de la común, si bien diversa, responsabilidad pastoral que ejercitamos en la Iglesia de Dios, como de ese sentido de paternidad que es propio del Sucesor de Pedro y que me hace repetir con su misma solicitud: "Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado, gobernando no por fuerza, sino espontáneamente, según Dios" (1 Pe 5, 2).
Pero mi saludo está también veteado por una emoción particular. Efectivamente, sé que me encuentro ante los herederos de una extraordinaria tradición pastoral propia del clero turinés, que tiene el privilegio de contar entre sus personalidades las figuras brillantísimas de San José Benito Cottolengo y de San Juan Bosco, además de San José Cafasso y del Beato Sebastián Valfré; a ellos habría que añadir tantos otros nombres de primer plano, sea en Turín, sea en todo el Piamonte, que fueron un feliz y eficaz reflejo de esas grandes figuras. En efecto, esas figuras, como ocurre en la corona de los Alpes que rodea vuestra región, son solamente las cimas más altas de toda una cadena de montes, robustos y esplendorosos. Siempre la generosidad, la abnegación, la incansable cura pastoral han sido la característica de generaciones enteras de sacerdotes, sabiamente estimulados y guiados por sus obispos, sobre todo después de las desbandadas del Medioevo de hierro y del Renacimiento. A esta altísima. tradición pastoral, que es de importancia primaria para la vida de la Iglesia, no sólo en Turín, sino también en Italia, más aún, en la Iglesia universal, quiero rendir aquí hoy públicamente homenaje, dando gracias a Dios por haber suscitado tales "hombres que han expuesto la vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo" (Act 15, 26). Es una tradición que ha hecho del sacerdote el hombre de un apostolado inteligente y fecundo en todos los campos de la vida humana: entre los enfermos, la juventud, los trabajadores, los estudiantes, los encarcelados y los condenados a muerte. Tampoco faltan hoy nuevas posibilidades para emplear las propias energías apostólicas: hay por desgracia familias en crisis, drogadictos, violentos, extraviados en la mala vida. He aquí donde se puede desarrollar en plenitud todo el dinamismo de la propia misión presbiteral, con la plena y alegre conciencia de la propia "identidad": manifestando la amorosa solicitud de Cristo por todos los hermanos, dondequiera que vivan y sufran, sobre todo, por los más indigentes, ya que "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos" (Lc 5, 31). Por esto, intentad siempre nuevos caminos de acercamiento a los hombres y a sus condiciones de vida: con fidelidad integral a todo lo que es esencial para vuestro presbiterado y, al mismo tiempo, con una gran elasticidad pastoral, que os haga sensibles y abiertos a las necesidades más urgentes de la hora que vivimos.
Me es grato, además, recordar la noble tradición de estudio y del cultura que os es propia. Se sabe que ya el célebre Erasmo de Rotterdam recibió el doctorado en teología en la universidad de Turín, el año 1505. Pero estoy informado de que, más recientemente, después de la supresión de las facultades teológicas, han florecido varias iniciativas académicas que han culminado, tanto en la nueva facultad de teología, como sección separada de la de Italia Septentrional, como en otras distinguidas escuelas teológicas presentes en la ciudad, incluido también el instituto de pastoral. A los beneméritos responsables y profesores de estas instituciones va la expresión de mi estima y de mi estímulo, que quiero extender también a los estudiantes de teología y a todos los seminaristas.
Finalmente recuerdo, tanto para mí como para vosotros, que, aun ejercitando tareas distintas, hay algunas propiedades fundamentales, que unen a todos los que comparten en la Iglesia el sacerdocio ministerial.
La primera es la participación en el único sacerdocio, el del Sumo y Eterno Sacerdote, que es Jesucristo; en efecto, todos nosotros "somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez" (Heb 10, 10), aun cuando siempre llevaremos en nosotros el sentimiento de indignidad para esta singular llamada que nos hace a los "siervos inútiles" (Lc 17, 10).
La segunda consiste en la peculiar responsabilidad pastoral, que distingue al presbítero de cuantos están señalados por el sacerdocio común bautismal, y le reserva una tarea específica en la predicación de la Palabra, en la celebración de los sacramentos y en la guía segura de la comunidad (cf. 1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6). Me complazco en subrayar aquí el ministerio típico de San José Cafasso: el del sacramento de la penitencia, que él ejercitó asiduamente también en relación con San Juan Bosco, en su ministerio fiel al servicio del pueblo y sobre todo en las cárceles, para provecho de numerosos reclusos. Se trata de una "diaconía" siempre actual y fecunda, porque dispensa con abundancia la misericordia del Señor, como se revela en el misterio pascual que celebramos precisamente estos días: "Misericordias Domini in aeternum cantabo" (Sal 88, 2). El sacerdote es aquel que de modo particular ha experimentado en sí mismo el misterio de esa misericordia para distribuirla lo más ampliamente posible a los demás.
La tercera característica, estrechamente unida con las precedentes, se refiere a nuestra particular conformación con Cristo, de tal manera que su sacrificio y su amor se conviertan también en nuestra norma de vida; cada uno de los fieles debería poder decir de cada uno de nosotros lo que cada cristiano, con San Pablo, confiesa a propósito de Jesús: "Me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20), como nos recuerda oportunamente también la Sábana Santa, custodiada aquí.
Y finalmente, hay que tener en cuenta una irrenunciable faceta eclesial, por la que cada presbítero sabe que debe orientar su propia dedicación no para destruir, sino para construir "el Cuerpo de Cristo, trabado y unido" (Ef 4, 16), también mediante una genuina caridad mutua, que sea fecunda para el crecimiento común en el Espíritu (cf. ib., 2, 21). En particular, os invito a cultivar siempre una estrecha comunión con vuestros obispos, según la enseñanza clásica de San Ignacio de Antioquía: "Pues vuestro venerable presbiterio, respondiendo a Dios, sintoniza con el obispo como las cuerdas de la cítara. Por eso Jesucristo es glorificado en vuestro común acuerdo y en vuestra unánime caridad" (Ad Eph. IV).
Y estad seguros de que el Papa comparte con vosotros las singulares fatigas de nuestro tiempo, relacionadas con la reconciliación mutua, con el fracaso de algunas tentativas pastorales que en el pasado daban frutos, y con la situación "misionera" que estáis viviendo.
Basándome en esto, se hace natural y obvia mi exhortación a la alegría: que sea como la de los 72 discípulos al regresar junto a Jesús después de su misión (cf. Lc 10, 17-20); si después va unida a padecimientos sufridos en favor de la Iglesia (cf. Col 1, 24; 2 Cor 12, 10), entonces estará mucho más arraigada y fecunda. Esta alegría "nadie os la podrá quitar" (Jn 16, 22), especialmente porque brota del contacto continuo con Cristo, que hace de nosotros los hombres consagrados a renovar su sacrificio redentor, los hombres de la Eucaristía, que debe encontrar en nuestra vida su fervoroso e irradiante centro.
La bendición apostólica, que de todo corazón os concedo, descienda sobre vosotros en prenda de la necesaria gracia divina, mientras nos disponemos a concelebrar juntos esta solemne liturgia dominical.
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