DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DEL SÍNODO DE LA IGLESIA UCRANIA
Lunes 1 de diciembre de 1980
Eminentísimo señor cardenal,
excelentísimo mons. coadjutor,
queridísimos hermanos:
Como humilde Sucesor de San Pedro, y padre de todos los católicos, os saludo a vosotros que, con mi beneplácito, os habéis reunido aquí, en Roma, centro del mundo católico, con ocasión de este importante Sínodo vuestro. La gracia del Espíritu Santo os ha reunido aquí, cerca de las tumbas de los Santos Apóstoles y junto a la tumba, tan querida para mí y para vosotros, de San Josafat, arzobispo de Polozk, apóstol de la unidad de las Iglesias. Habéis venido aquí en la fiesta de este mártir de la fe, en el XVII aniversario de la traslación de sus reliquias y de su colocación en la basílica de San Pedro bajo el altar de San Basilio Magno, cerca de las reliquias de San Gregorio Nacianceno y junto al segundo gran luminar del Oriente, San Juan Crisóstomo. ¡Realmente Dios es grande en sus santos!
Precisamente ahora se celebran los 400 años del nacimiento de San Josafat, que vino al mundo el año 1580 en tierra de Volinia, en la ciudad de San Vladimiro, que bautizó a Rus-Ucrania. De esto da testimonio el biógrafo del Santo, el obispo Jakiv Susza, y antes y después de él, otros hombres de fe. Qué gracia tan grande para vuestra Iglesia y para vuestro pueblo que la ciudad de Vladimiro, iluminador de vuestra población, haya dado un santo tan grande, precisamente en el tiempo más importante de vuestra Iglesia, y pienso ahora en la renovación de la unión de toda la extensa metrópoli de Kiev con esta Sede Apostólica, por medio de la conocida Unión de Berest, el año 1596. Esta gran obra fue como sellada por la sangre de San Josafat y por esto resiste tan tenazmente.
Para conservar esta obra gloriosa, os habéis reunido aquí, queridísimos hermanos, para consultaros mutuamente sobre las importantes cuestiones pastorales de vuestra Iglesia, tanto en la patria, como aquí en su conjunto. Habéis considerado en común y me habéis indicado los nombres de aquellos que han sido juzgados merecedores de la dignidad episcopal, y esto, de modo particular para las sedes vacantes de Filadelfia y de Chicago, en América, como también para obispos auxiliares de algunos de vuestros obispos. Además habéis fijado vuestra atención de modo especial en el ya cercano jubileo milenario del bautismo de Rus-Ucrania en los tiempos del glorioso Príncipe Vladimiro el Grande, a quien la Iglesia honra como Santo. Habéis establecido también las nuevas orientaciones para la renovación de vuestras eparquías, de vuestras parroquias, de vuestras familias y de toda vuestra comunidad, y todo de acuerdo con vuestra tradición cristiana y la inquebrantable enseñanza de la Iglesia, y a la luz de los decretos del reciente Concilio Vaticano II.
Deseo aseguraros, obispos de la Iglesia ucrania, que dirijo cotidianamente mis fervientes súplicas ante el altar de Dios e invoco las bendiciones para vosotros y para las almas confiadas a vuestro cuidado pastoral. Dios, que ha comenzado en vosotros esta buena obra, obra de la difusión y del robustecimiento de su Reino en la tierra, os conceda sus más abundantes gracias.
La fidelidad de vuestra Iglesia a esta Santa Sede fue testimoniada en un tiempo por vuestros antepasados, así durante el Concilio de Lión, como después en Florencia, por boca de vuestro metropolita, el futuro cardenal Isidoro. Esta fidelidad fue prometida, en nombre de toda vuestra, jerarquía de ese tiempo, por los obispos Ipacio Pozio y Cirilo Terleckyj, al Papa Clemente VIII, y lo que cuenta más, por esta fidelidad no pocos de vuestros hermanos y hermanas han dado su vida.
Me dirijo especialmente a usted, señor cardenal, tan solícito por los destinos de la Iglesia ucrania en la patria y en la diáspora. Que el Señor le recompense y bendiga a usted y a todos los celosos prelados. ¡Benditos seáis en este tiempo de vuestro Sínodo por siempre! Bendigo de todo corazón a todos los aquí reunidos y con vosotros bendigo a los sacerdotes, monjes, monjas, a todos los creyentes, de modo particular a vuestra juventud y a los que todavía hoy sufren por el nombre de Jesús. Hago fervientes votos para el comienzo de las celebraciones del milenio de vuestro cristianismo, y en prenda de las más copiosas bendiciones de Dios os doy de todo corazón mi bendición apostólica.
¡Alabado sea Jesucristo!
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