ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SEMINARISTAS
Seminario de «Bom Jesus», Aparecida
Viernes 4 de julio de 1980
Mis queridos seminaristas:
1. Al encontrarme con vosotros esta tarde, en el marco de mi peregrinación a Aparecida, mi memoria me lleva espontáneamente a mi propio seminario y al tiempo de mi formación para el sacerdocio. No me avergüenzo de decir que me acuerdo con nostalgia de aquellos años de seminario. Con emocionado homenaje para aquellos buenos sacerdotes que, con inmenso celo, entre no pocas dificultades, me prepararon para hacerme cura, pienso que fueron años decisivos para el ministerio que el Señor me reservaba en el futuro. Por eso precisamente, este encuentro aquí a la sombra del santuario de Nuestra Señora Aparecida, en esta atmósfera de cordialidad, de comunión y de viva esperanza, me trae emoción y alegría. No necesito muchas palabras para manifestaros mi gran afecto por vosotros y mi sincero deseo de alimentar y animar vuestras santas aspiraciones, vuestras certezas y vuestros propósitos. Ocupáis un lugar muy especial en el corazón del Papa como en el corazón de la Iglesia. En vosotros, quiero saludar a los aspirantes al sacerdocio de todo Brasil.
2. Al veros hoy en mi derredor, como vi antes muchos seminaristas en México, en Irlanda o en los Estados Unidos, mi pensamiento, iluminado por la fe, se dirige casi insensiblemente hacia la realidad, misteriosa y visible al mismo tiempo, de la Iglesia de Dios. Jesucristo, Pastor Eterno, realizando la redención de la humanidad, constituyó el pueblo de la Nueva Alianza. Para que a este pueblo no le faltasen guías ni Pastores, envió a sus Apóstoles, al igual que El mismo había sido enviado por el Padre. Por medio de los Apóstoles, Jesucristo, "Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia" (Col 1, 18), hizo participantes de su consagración y de su misión a los sucesores de aquéllos, es decir, a los obispos. Estos, a su vez, repartieron las funciones del propio ministerio y las confiaron en primer lugar a los presbíteros. Unidos a los obispos en la dignidad sacerdotal, los presbíteros son consagrados por el sacramento del orden para anunciar el Evangelio, guiar al Pueblo de Dios, celebrar la liturgia, como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento (cf. Lumen gentium, 18, 28).
Meditando sobre esta disposición de la voluntad de Dios, que de tal modo constituyó su Iglesia, obra de sus manos y no invención de los hombres, comprendemos cada vez mejor que en la misma Iglesia, así como no puede haber Pastores sin Pueblo, tampoco puede haber Pueblo sin Pastores. La continuidad de la misión apostólica fue garantizada por Aquel que fundó la Iglesia con estas palabras: "Id, pues, enseñad a todas las gentes... Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 19 s.). Para convertir en realidad este perenne mandato, el propio Jesucristo continúa llamando a sus colaboradores en lo íntimo de sus conciencias, en cuanto que los Pastores de la Iglesia reconocen la legitimidad de esta vocación interior, como la vocación pública a las sagradas órdenes.
3. Pero la llamada divina, como la que el Ángel dirigió a la Virgen María el día de la Anunciación, respeta la libertad y espera la respuesta consciente: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Por eso, es necesario que la llamada personal sea esclarecida, para que la voz del Señor no pase inadvertida. Es necesario que sea estimulada y protegida, para que la respuesta libre no sea obstaculizada por las dudas interiores, ni sofocada por las dificultades del mundo. La realidad del misterio de la elección divina comprende, por tanto, la responsabilidad de la cooperación de cada uno y, al mismo tiempo, la actuación discreta de los que deben acompañar y ayudar a la formación de los jóvenes.
4. La llamada de Dios, mis queridos seminaristas, es verdaderamente sublime, pues se refiere al servicio más importante del Pueblo de Dios. Es el sacerdote quien hace sacramentalmente presente entre los hombres a Cristo, el Redentor del hombre. "De él depende tanto la primera proclamación del Evangelio, que reúne a la Iglesia, como la incesante renovación de la Iglesia reunida" (Sínodo de los Obispos, Documento sobre el sacerdocio ministerial). Si llegase a faltar la presencia y la acción de aquel ministerio que se recibe por la imposición de las manos, faltaría a la Iglesia la plena certeza de la propia fidelidad y de la propia continuidad visible. Anunciando el Evangelio, guiando a la comunidad, perdonando los pecados hace presente a Cristo-Cabeza en el ejercicio vivo de su obra redentora. El actúa "in persona Christi", hace las veces de Cristo, cuando derrama y renueva existencialmente en las almas la vida del Espíritu.
5. Para esa misión y función precisamente, vosotros os preparáis en el seminario. Os exhorto, pues, a que concedáis toda su importancia a esta etapa que estáis viviendo. Es importante para la formación doctrinal que debéis recibir, para ser realmente maestros de la verdad y educadores de la fe en el Pueblo de Dios. Pero importante, sobre todo, para la formación humana y espiritual. El "homo Dei" que vosotros deberéis ser (cf. 1 Tim 6, 11) o se va gestando en ese tiempo del seminario o no lo será jamás. Las virtudes evangélicas propias del sacerdote es aquí en el seminario donde las aprendemos a vivir. Que no sea para vosotros un tiempo vano, sino fructuoso.
Por otro lado, ante la grandeza de la vocación sacerdotal, vocación insustituible que compromete hasta lo más hondo a quien la recibe, os exhorto a tomar conciencia de la predilección que ella significa por parte de Cristo Jesús. Elevemos al "Señor de la mies" nuestra confiada oración, para que en este inmenso Brasil muchos jóvenes tengan la conciencia abierta para percibir, la disponibilidad para acoger y el entusiasmo para seguir la llamada amiga que El les dirige.
6. En los últimos seis años, se han abierto en Brasil quince nuevos seminarios mayores, del clero secular y regular. Sólo el año pasado, cinco seminarios mayores y cuatro menores. Este aumento actual del número de vocaciones es un fenómeno consolador, fruto de la acción de la Providencia y de la generosa correspondencia de los que son llamados. Pero el hecho es que el número de sacerdotes es apenas de uno por cada veinte mil habitantes, si se consideran solamente los sacerdotes del clero secular, y de uno por cada diez mil si se cuentan también los del clero regular. No hay duda que es todavía muy poco, ante las enormes y urgentes exigencias de los fieles. Por eso, es deber de todos nosotros rezar con fervor y perseverancia al Señor de todos los dones.
Encomiendo a Nuestra Señora Aparecida cada uno de vosotros y a todos los jóvenes de este querido Brasil llamados al sacerdocio. Pidiendo a la Madre de la Iglesia que os anime y fortalezca en el testimonio de una respuesta alegre, coherente y generosa, os doy de todo corazón la bendición apostólica.
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