VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS REPRESENTANTES DE LA COMUNIDAD JUDÍA
Domingo 1 de junio de 1980
Queridos hermanos:
Siento una gran alegría al recibir a los representantes de la numerosa y floreciente comunidad judía de Francia. Esta comunidad tiene, efectivamente, una larga y gloriosa historia. ¿Es necesario recordar aquí a los teólogos, a los exegetas, a los filósofos y a los hombres públicos que la han distinguido en el pasado y la siguen distinguiendo ahora? Es verdad también, y no quiero dejar de mencionarlo, que vuestra comunidad tuvo que sufrir mucho durante los años oscuros de la ocupación y de la guerra. Rindo homenaje a esas víctimas, cuyo sacrificio sabemos que no fue infructuoso. De allí surgió, gracias al valor y a la decisión de algunos adelantados, como Jules Isaac, el movimiento que nos ha conducido hasta el diálogo y colaboración actuales, inspirados y promovidos por la Declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II.
Este diálogo y esa colaboración son muy sinceros y muy activos aquí en Francia. Y yo me felicito por ello. Entre el judaísmo y la Iglesia hay una relación, como ya dije en otra ocasión a representantes judíos, una relación "a nivel mismo de sus respectivas identidades religiosas" (Alocución del 12 de marzo de 1979). Esta relación debe todavía profundizarse y enriquecerse más por el estudio, el conocimiento mutuo, la enseñanza religiosa de una y otra parte, el esfuerzo para superar las dificultades todavía existentes. Esto nos permitirá actuar, conjuntamente en pro de una sociedad libre de discriminaciones y de prejuicios, donde pueda reinar el amor y no el odio, la paz y no la guerra, la justicia y no la opresión. Hacia este ideal bíblico nos conviene mirar siempre, puesto que tan profundamente nos une. Y aprovecho esta feliz ocasión para reafirmarlo una vez más ante vosotros y expresaros mi esperanza de proseguirlo juntos.
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