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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PERSONAL DE LA COMISARÍA DE POLICÍA ENCARGADA
DE LA SEGURIDAD EN TORNO A LA CIUDAD DEL VATICANO


Jueves 12 de febrero de 1981

 

Señor inspector jefe y ustedes todos, funcionarios, diplomados y empleados:

Siguiendo una amable costumbre habéis deseado instantemente este encuentro para manifestarme vuestros sentimientos de afecto, junto con la felicitación del año actual. Os estoy agradecido por este detalle delicado, pero quiero dar un gracias cordial al señor inspector jefe, dr. Francesco Pasanisi en especial, por las nobles palabras que ha querido dirigirme en nombre vuestro también, sintetizando la valiosa obra prestada que no se limita a la tutela discreta y generosa de la morada del Papa y de las cercanías de la Ciudad del Vaticano, sino que se extiende a los desplazamientos frecuentes por la Urbe y a los viajes a algunas ciudades italianas exigidos por mi ministerio apostólico. Con gran consuelo he escuchado que la fe cristiana ha sido y es la que sostiene el comprometido servicio que prestáis. Y os auguro que sea siempre visto y vivido así por todos vosotros; de otra parte, no podría ser de modo diferente si se tiene en cuenta que vuestra actividad se encamina a salvaguardar el orden público en beneficio de los fieles de todo el mundo que afluyen a Roma principalmente para venerar las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo, y en las grandes solemnidades litúrgicas a testimoniar su fidelidad a la Iglesia y potenciar la caridad con Dios y con el prójimo. Vosotros que tomáis parte en esta entusiasmante comunión espiritual entre personas de costumbres, tradiciones, lenguas y razas diferentes, no podéis dejar de ser estimulados a mayor convencimiento sobre los valores e ideales del Evangelio, de los que sacáis el ánimo necesario para entregaros a la observancia cada vez más escrupulosa de vuestros deberes de servidores del Estado y, por tanto, de operadores de paz en su nombre.

Al exhortaros a perseverar con nuevo brío en las obligaciones delicadas y difíciles a veces, encomendadas a vosotros por vuestros superiores, elevo mi oración a Cristo, Rey de las mentes y los corazones, para que os ilumine y ayude siempre con su gracia; y a la vez que deseo prosperidad serena a cada uno de vosotros y a vuestras familias, en prenda de mi amor y recuerdo constante imparto una bendición portadora de consuelos, que extiendo gustosamente a todos vuestros seres queridos.

 



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